Se desliza la
seda del tres por sus dedos. Ha caído el moscorro bajo la sombra de los
junquillos, en el hueco remansado que está a la derecha de la chorrera que
entra en un pequeña poza con el agua absolutamente transparente. ¿Estás bien? Eso me pregunta a veces mi
hijo el pescador. Siento que cuida de mi. Sé que cuida de mi. Descubro que es
uno de los grandes placeres de ser padre, ese momento en el que sientes que es
el hijo quien quiere protegerte de todas las intemperies y problemas cuando
hasta ahora, todos estos años, desde que nació, ha sido uno el cuidador. Claro, aquí en el río siempre estoy a gusto.
Vemos los dos salir la trucha de no sé dónde y tomar la mosca con
glotonería. Es uno de los placeres de pescar allí, en esa garganta estrecha y
pequeña en la nos sobra con cinco metros de seda. Somos espectadores de ese
instante precioso, compartimos la imagen de la trucha apareciendo
de la nada, luego su revoloteo furioso bajo el agua al sentirse prendida.
Pescamos
despacio. Nos turnamos con una sola caña para mirar los dos como flota el señuelo y las truchas van subiendo en todas las posturas, convocadas por la fortuna de
esa hora de gracia. Hemos atado un trico más o menos obeso, que me parece
demasiado grande para el tamaño de truchas de aquí, medio pigmeas. Sin
embargo lo atacan con rabia. Luego probamos con un híbrido entre
pequeño escarabajo negro y arañuco que también muerden con hambre. La garganta
está muy limpia, bulliciosa de vida, solitaria, perfecta. Entran también los
cachos a la mosca y les hacemos similar reverencia. Todos los peces son un regalo
y todos son igual de importantes. No entiendo al pescador que desprecia un pez
pequeño.
¿Estás bien?. En estos
tiempos de tanta psicoterapia, tanta prevención y tanto pastillerío contra la
tristeza, agradece uno tener tan fácil y asequible la paz y hasta la felicidad ocasional
en tardes como esta. Como el moscorrón es voluminoso su vuelo es lento, puedo
contemplar toda su trayectoria y hasta
escuchar el plof de su caída si me meto en el cerebro de la trucha que lleva
aguardando mucho tiempo a que le llegue la cena del cielo. Eso lo hacemos mucho
los pescadores, nos metemos en la cabeza del pez, intercambiamos nuestro
cerebro de kilo y medio por uno que pesa un gramo o menos, todo un arte. Allí
metidos en el telencéfalo de un animal que no tiene brazos, ni piernas, ni
tristeza nos lo pasamos muy bien. La trucha mira
hacia arriba y en el espejo de su cielo acuático descubre un insecto que sufre
de obesidad mórbida e idiotez supina así que no puede resistirse a comérselo
crudo según cae, en plan sashimi de bicho.
Me gustan estos
momentos en los que tiene la caña mi hijo el pescador, cuando sube la trucha, clava antes de tiempo y se le escapa. No piensas aún
como un pez, te pesa demasiado tu cabeza de hombre.
¿Cómo no voy a
estar bien en esos instantes?.
Me ha encantado. Un saludo
ResponderEliminarGracias Jorge. A ver este finde las truchitas de lo más alto de Gredos, cómo se portan.
EliminarEntrañable. Cada día de pesca con el hijo es una hora más de pegamento entre el padre y el hijo.
ResponderEliminarEmilio
Tienes razón Emilio. El pegamento es ese tiempo compartido.
EliminarPrecioso...como siempre...
ResponderEliminarUn saludo.