lunes

VIRTUAL



Estos días que veo a mis hijos, sobrinos y a tantos niños jugando con sus gadgets tecnológicos me he acordado de aquellos días, no hace tanto tiempo, en los que el teléfono de casa era un aparato negro de baquelita plantado en el salón. Llamar a la novieta entonces y mantener una conversación para quedar después era todo un ejercicio de monosílabos crípticos y códigos secretos para que nadie se enterase de el con quién, para qué y dónde.

En vacaciones, apenas paraba en casa para comer y a veces ni eso. No lo sabíamos, jamás utilizamos esa famosa palabra, pero saboreábamos y disfrutábamos una libertad que hoy ningún chaval puede imaginar. No soy un padre restrictivo hacia la catarata tecnológica, tal vez porque fui pionero en el asunto y participé con mis humildes trabajos en la reducción de la brecha digital de los españoles. Tampoco me creo nada las ciberutopías, ni las falsas promesas de libertad que proponen las tecnologías de la información y la comunicación. Analizo chismes, cacharros y aplicaciones y me siguen asombrando sus utilidades y sus limitaciones. Mi crítica va más por la sociofobia que fomentan, sobre todo entre los adultos tecnofílicos,  que por las posibilidades de acceso de menores a cualquier contenido porno, tóxico o peligroso. Esta tecnología y las famosas redes sociales no van a permitirnos tener mejores amigos, ni ser ciudadanos más comprometidos y con más poder de cambio social aunque estemos más informados y sea mucho más fácil y rápido conocer a otros afines. 

La libertad real es otra cosa. Era otra cosa. Por ejemplo con dieciséis quedar el sábado con tres o cuatro amigos a eso de las seis de la mañana para bajar caminando a pescar a la garganta. La caña, la caja de señuelos, un bocadillo de jamón, una naranja y el día entero por delante.  Si era más lejos cogíamos un autobús. Volvíamos a casa al atardecer, a veces casi anocheciendo y no pasaba nada aún cuando pescar en esos ríos fuera una actividad peligrosa. Pasar el día entero junto al agua, saltando de piedra en piedra, vadeando las corrientes, sin ningún adulto cerca, sin saber que quienes cuidaban de nosotros éramos nosotros mismos, los unos de los otros.

La libertad era tener tiempo y ser soberano de todas esas horas sin ninguna vigilancia, ni gadget de seguridad, ni miedos o prudencias. Llegaba a casa muy cansado pero me lavaba con una ducha caliente la peste a pescado y el agotamiento y salía al encuentro de la novieta, fascinado por el sabor de sus labios, sus lecturas de Blake y Juan Ramón y su resistencia para beber tercios de cerveza WollDamm hasta las tantas de la madrugada.

La libertad era otra cosa. Haber dormido apenas tres o cuatro horas ese domingo y sin embargo volver a madrugar y reincidir en bajar al río tras una larga caminata, esta vez solo, silbando una de los Queen o los Who. El sol salía de pronto entre las ramas de los robles de cualquier recodo y luego el tiempos se deshacía en el agua.

Hay padres tecnofílicos entusiasmados por las habilidades de sus hijos para manipular con certeza cualquier chisme o cacharrito electrónico, para encontrar la resolución de las tareas del cole por Internet, ayudarles a hacer el proceso de compra online de un billete o seguir con atención a la vez el guasap, un videojuego y una serie de la tele que se acaban de bajar. Les imaginan adultos expertos y bien promocionados en sus futuros laborales.

Hay padres tecnofóbicos preocupados por los oscuros peligros que acechan a su prole en la red y la abducción que sufren los niños enganchados durante horas y horas al móvil, la psp, la tablet o el portátil. Les imaginan tristes adultos prisioneros de un mundo virtual, ilusorio y vano, como enganchados a un nueva droga hiperadictiva.

Hay padres que piensan que cualquier tiempo pasado fue simplemente distinto. Cuando le cuento a mi hijo el pescador el significado que tiene para mi la palabra libertad se queda en silencio. Tal vez porque piensa que es una historieta más de su padre el fabulador o porque intuye una certeza transparente, que no existen los ríos virtuales, ni las libertades virtuales. Que ser dueño de tu tiempo es la única libertad y la tecnología no ha hecho mejor al mundo, ni más libre, es sólo una herramienta.

CUERDA

Foto de: http://jazzandflyfishing.com/


El hijo pescador está aprendiendo a tocar la guitarra y en los viajes la música que escuchamos corre de su parte. Van sonando músicos de ahora ahora pero también Eagles, Capton, Costello, Emmylou, Young, Waits, Loquillo, Zappa, Purple, Reed, Rodrigues, Doors, Pink…  Asombra que sin ningún condicionante o influencia el chico vaya descubriendo tantos músicos y músicas que acompañaron muchos años antes al pescador en el seína. Le intriga que en la inmensidad del mar de música posible y disponible con un clic, el hijo pescador acabe en esos mismos ríos y que él los presente asombrado, deslumbrado, como novedad valiosa, pedrería fina, oro pulido entre tanta morralla y tanta escoria moderna.

Le gusta verle tocar y afinar antes las cuerdas. Su disciplina y tesón por aprender los acordes, su pasión cuando musita con timidez algunas letras que muchos años antes, antes de que él naciera, el pescador ya cantaba a voz en grito de madrugada, camino de sus ríos.

Pescar también tiene algo de tocar una guitarra, aunque la cuerda sólo sea una y su afinado silencioso y algo más complicado. Los dedos pulsan la seda con cuidado, escuchan el sonido del fondo, la vibración de lejos, el eco de una música que el pez también afina o tensa. Compartimos juntos esas canciones, él las canta a gritos y yo apenas las musito, no por vergüenza, claro, sino porque el hijo pescador está en el torrente rock & roll y yo más en el río soul.

El agua que tocamos también es una gran banda de música, que ataca una tras otra todo su repertorio sin esperar aplausos ni grandes ovaciones. Suele hacer muchos bises y nunca desafina. El público es escaso, pero fiel, entregado, proclive a fanatismos y a encendidas defensas de sus letras y riffs.

El agua es un maravilloso instrumento musical, una guitarra grande a ratos eléctrica y chirriante, a veces acústica y suave. Vamos bailando los dos de piedra en piedra, rasgueando las cuerdas de seda que vibran por las truchas o los barbos. El sonido del agua no se ajusta a ninguna partitura pero su melodía es muy pegadiza, se mete dentro como una buena canción de los setenta y luego anda uno mucho tiempo con ella entre los dientes, tarareándola de vuelta a la ciudad. 

martes

CHRISTMAS


(Fotografía de Francesc Luque)

El pescador ha caminado mucho tiempo con la caña montada por sendas medio perdidas, pisando fósiles y jaras, años y despedidas. Le gusta sentir en el corazón ese deseo de estar metido en el río. Allí siente la sangre de la tierra tan fría y hasta su propia sangre tan caliente, casi la misma cosa.

Piensa en estos tiempos extraños, duros, desnudos, en los que contempla con lucidez deslumbrante el armazón de carroña del poder, la tormenta de basura que aventa el dinero, la minuciosa y enorme biblioteca de mentiras que nos mantiene humillados y confusos. Ya nada se esconde ni puede ser disimulado. Antes había que desentrañar arcanos económicos y filosóficos para comprender la infamia pero hoy un niño pequeño sabe y puede describirla con una docena de palabras simples. El mundo era y es esto. Pero no todo.

En el mundo también hay ríos limpios y gente como él que tiene casi nada, poco más que unas ganas inmensas de seguir caminando y una voluntad o el sueño de ir un poco a mejor hoy o mañana o el año por venir, como fue siempre.

El pescador lleva mucho tiempo metido en esa senda que se pierde muchas veces bajo las hierbas altas. Enredada en la hojas y las piedras va encontrado palabras que una vez fueron leídas y otras veces escuchadas a amigos, afines, compañeros, amores, gente. Recuerda por ejemplo el verso de don Claudio “a pesar y aun ahora que estamos en derrota, nunca en doma” o el poema de Henley “Bajo los golpes de la suerte, mi cabeza sangra, pero no se inclina” y el susurro de Antonio de tan lejos “aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa” o esa frase de Camus “para tocar la felicidad no existen condiciones, lo único que cuenta es la voluntad de ser feliz”. Puñados de palabras que ha leído o escuchado en los días que no bajaba al río a pescar truchas.

Llega la fiesta Potlatch y se acaba el año. Un tiempo que quedará en la historia por las miles de vilezas, robos, engaños y dolor que tocaron a tanta gente, nunca a los otros. Pero también recordará el año por todo lo pequeño que fue creciendo, nuevas lealtades, ideas, amistad, complicidad que nos sigue empujando hacia delante. A ellas y a ellos, a la gente,  convoco hoy desde aquí abajo, en medio de la soledad de este río de agua helada.

Han salido a su paso los patos asustados, don raposo y la nutria que pesca juguetona en una de sus pozas. Ha lanzado el señuelo el pescador, no sabe donde, muy lejos, tal vez en el lugar donde viven los peces más grandes y los deseos más felices. Igual que hacemos todos.

Os deseo que en el año por venir toquéis muchos peces y la suficiente felicidad para seguir bajando a vuestro río, “que el arte es largo y, además, no importa”.

(Fotografía de Francesc Luque)

LEY


Leo con pasión y usura el estupendo libro que me ha copiado Emilio: “La pesca y los peces de agua dulce” de Roberto Villatte des Prugnes de año 1932. Bucear en los viejos tratados de pesca nos permite relativizar todo lo que hoy nos parece tan innovador o revolucionario.
Leo también por casualidad las ordenanzas municipales de Plasencia del siglo XVI que son una preciosa fuente de información sobre la importancia de la pesca de río en la economía de entonces y también del cuidado y la protección que se ponía sobre el recurso.
“Los ríos que riegan este obispado son Jerte, Tajo…Tiétar, que es caudalosísimo, que coge todas las gargantas de la Vera… Todos estos ríos abundan de mucha y regaladísima pesca, truchas, barbos, anguilas y, especialmente, el río Jerte tiene abundancia de peces y barbos conocidos en España por ser pescados muy regalados y casi sin espinas…”  (…) “En toda la Vera hay muchas gargantas y arroyos que producen abundancia de regaladas truchas, pues sólo en la garganta de Valverde, se cogen todos los años 500 arrobas de trucha.”(…) “Se prohíbe arrojar a los ríos todo lo que pueda deteriorar las aguas: que no se eche paja u otra cosa que enturbiare las aguas bajo pena de 300 maravedíes”,  (…) “…“se prohíbe pescar con cuerdas, no con otras armadizas, ni con redes, ni mangas, ni con lumbre de noche, ni en otra manera alguna, los ríos y gargantas de esta ciudad y su término, salvo, conbara (salvo con vara, es decir, con caña) desde el primero de marzo hasta el fin del mes de abril de cada año por cuanto en este tiempo desovan las bogas e peces e lo declaramos por el tiempo de cría”. (…) “Se prohíbe pescar por la noche ni con lumbre ni con redes en ningún tiempo del año, so la pena contenida en la Pragmática”.

Mapa Ortelius 1586
Eso no quiere decir que se respetara todo. Supongo que incluso se respetaba bastante poco porque estaba en juego el condumio de muchos. Si leyéramos dentro de cuatro siglos la normativa de pesca actual nos parecería que “aquellos pescadores” disfrutaban de ríos muy cuidados, ordenados y repletos de peces. Claro que entonces, tal vez, si sobrevive el ácido papel prensa o la información soportada en Internet, asunto dudoso, podríamos comparar esas leyes con lo publicado entonces y constataríamos que a los ríos se los maltrató de formas diversas, brutales y reiteradas hasta su muerte definitiva, allá por el año 2050…

Nota: Agradezco a mi antigua profesora de instituto y amiga Martiria Sánchez López estas notas históricas. Fue un lujo tener una maestra tan brillante y erudita que se emocionaba hasta las lágrimas explicando una escultura griega o una pintura de Goya y exponiendo con brillantez y pasión la historia de Europa a treinta y tantos adolescentes semisalvajes.
Y Agradezco a Emilio Roy que me pusiera sobre la pista del libro de Villatte des Prugnes, no tanto por una pasión bibliófila fetichista como para poder disfrutar de las palabras de antiguos y expertos pescadores de otra época y descubrir en ellos tantas semejanzas a nosotros mismos.

MÁGICA


Diseño y foto de Victor Lázaro Fernández


...Con toda su formación científica, su ateismo militante y su incombustible curiosidad, entonces creía en la "mosca milagro". Además no existía Internet y la única información le llegaba de pescadores mayores con escaso don pedagógico y poca voluntad por contar en detalle a un veinteañero fanático e incansable el secreto de sus mosquitos más pescadores. También estaban las revistas francesas, americanas, inglesas, alemanas o española que coleccionaba, leía y releía con usura aunque tenía la certeza que a pesar de los bellísimos y complicados montajes, ninguna de esas moscas era la mosca mágica, la mosca secreta, la mosca milagro ante la que todas las truchas babearían de gusto y tomarían sin recelo.

Además tenía el recuerdo conductista positivo de sus tiempos de cucharillero en el que sí creía haber descubierto la cucharilla milagro. Una cucharilla Celta, de pala negra del número uno. Un secreto que no le habían sonsacado sus amigos ni aún utilizando los más refinados trastos de torturar de la Santa Inquisición. Con esas cinco pequeñas cucharillas negras, compradas por azar en un viaje a París, castigaba las bocas de las truchas y la envidia de sus colegas trucheros un día tras otro. Hasta que el “burdo rumor” corrió por el río y en las cajas de todos los pescadores florecieron las pequeñas cucharillas azabache. ¿Cómo se habían enterado? ¿dónde las habían comprado los cabrones?

Pero la existencia del señuelo perfecto, como la fe en un dios, la creencia en la existencia de los marcianos o los argumentos positivos sobre la reencarnación, el cielo o el diablo volvió a reforzarse con un nuevo señuelo que esta vez adquirió en su primer viaje a Nueva York. Un pequeño cangrejito de plástico verdirrojo de poco más de cuatro centímetros que culebreaba bajo el agua como aquellos cangrejos extraños que comenzaron a invadir las partes bajas de su río.  Sobre aquel artefacto se cerraban con saña las bocazas de las truchas más grandes, esas que pasaban olímpicamente de las cucharillas plateadas, negras, doradas, con pintas o con plumas lanzadas al agua por los otros crédulos pescadores.

Así que debía de haber una mosca mágica, una mosca infalible, sólo era cuestión de dar con ella y copiarla. Corrían rumores, se descubrían nuevas moscas efectivísimas en concursos y eventos, se probaban montajes ancestrales o modernos adobos con materiales raros, plumas de pajarracos exóticos, pelos de animales extintos, sedas tintadas hace décadas por maliciosos alquimistas alemanes o diseños hiperrealistas, impresionistas o cubistas. Tenía ya en su caja como tres docenas de falsas moscas mágicas diferentes pero ninguna era de verdad milagrosa e infalible.

Luego, entre la secta mosquera cundió también la falta de fe. Se decía que no era cuestión de la mosca sino de la presentación, la ausencia de dragado, una delicada posada y mil argumentos distintos que los entendidos pretendían explicar con su jerga de cuentistas o mil razones de lógica cartesiana, kantiana y hegeliana.

Desde entonces han pasado más de veinticinco años. Se ha demostrado la existencia de los agujeros negros y del bosón de Higgs, gracias a Internet el arte de pescar ya no guarda ningún secreto oculto y la secta de los perdigoneros ha arrinconado a los ortodoxos secanos hacia los rincones más alejados y remotos del universo mosquil.

Sin embargo el pescador sigue buscando la Piedra Filosofal, el abracadabra, el Santo Grial, el Dorado, la Piedra Filosofal, la Fuente de la Eterna Juventud, la Mosca Infalible aunque sepa con certeza que esta no existe. No existió nunca. En realidad la mosca perfecta es su curiosidad, su capacidad para observar, sus ganas incansables de saber, su pasión por las truchas, la certeza de sentirse siempre un aprendiz y esa voluntad de no esconder ningún saber valioso a otro pescador. Es invierno y en los ratos perdidos monta con mimo las nuevas moscas y ninfas que utilizarán en primavera. El único secreto mágico, infalible, milagroso es disfrutar, igual que entonces, con todo lo que le enseña el río y su hijo el pescador.

Diseño y foto de Paco Redondo Domínguez

domingo

CRISIS



Cuando le conocí M. andaría ya por los sesenta, divorciado, con dos hijas ya emancipadas, se había pasado la vida entera metido en las oficinas de una empresa minera que ahora iba a cerrar a pesar de las últimas luchas y de la marcha a Madrid. Había tenido la suerte de vivir cerca de buenos ríos trucheros y de tener un trabajo que no le había llenado los pulmones de tierra negra como a muchos de sus amigos. Estaba en la calle, con una indemnización ridícula tras haber sido durante veinticinco años un eficiente contable y una pensión insuficiente que le permitiría vivir regular de ahora en adelante.

Cuando nos encontramos en un master de pesca del norte, tras contarme el derrumbe laboral y los dudosos planes de futuro de la mayoría de sus compañeros que ahora se pasaban “los lunes al sol”, me dijo que se pensaba tomar “un año sabático pescando a destajo y leyendo un montón de novelones policíacos que tengo pendientes”. No le creí demasiado. “Además este país se va a convertir en una mierda y yo no quiero estar cerca para verlo”. Comenzaba la primavera del 2012. ¿Y dónde irás?. “Lejos. Me he alquilado una cabaña en el norte de Suecia para toda esta primavera y el verano. Luego ya veré”. Yo le había hablado de aquel lugar así que me sentí un poco responsable de su locura. “No te preocupes, que no me voy solo, me llevo el Ladilla y el Truqui”. El Ladilla era su viejo todo terreno y el Truqui un teckel mil leches que le habían regalado sus hija en un cumpleaños.

De vez en cuando me manda un email con sus andanzas y pescatas. No escribe mucho, una docena de frases y algunas fotos. Dice que pesca todo el día, elige el tipo de río según su humor y los días de mucha lluvia se queda en la cabaña montando moscas, leyendo novelas o escribiendo él mismo su primera novela policiaca. Ha comenzado el otoño y sigue allí. Y ahora el invierno y no piensa volver todavía. Me dice que quiere probar a pescar “haciendo un agujero en el hielo del lago”.

Tengo aquí uno de sus últimos emails que he impreso en papel para leerlo cada vez que me siento mohíno:

(…) Me he pasado casi toda mi vida trabajando en algo que nunca me hizo feliz. Es cierto, he podido dar de comer a los míos, de eso no me quejo, pero puse en ese trabajo, además de mi tiempo, mi inteligencia y mi energía, muchas veces sueños e ilusiones, lo mismo que pusieron mis compañeros mineros. Eso no nos lo pagaron y de eso no queda hoy nada, sólo la patada en el culo que nos han dado a todos. Pero no quiero escribir que he malgastado mi vida, ni tampoco quejarme. Joder. Casi me da vergüenza escribirlo, pero ahora me siento feliz. Los días que salgo a pescar puedo estar en los ríos o en los lagos diez o doce horas. Me canso de pescar pero no me harto de pescar y eso que llevo aquí ya seis meses sin hacer otra cosa. Cuando llueve no salgo para no pillar un resfriado y me dedico a montar moscas y a leerme todas las novelas que traje de España, ahora estoy con las Fred Vargas que tu me recomendaste. A veces me bajo a la tienda del pueblo a comprara comida y hablar con algún vecino chapurreando inglés y como aquí todos pescan es fácil pegar la hebra. Además hago intercambio de conversación con una sueca nada menos, ella está aprendiendo español y yo algo de sueco. Pero no te imagines nada, que no he ligado, además le chica tiene la edad de mi hija J.

A mis años, que pensaba que ya lo sabía todo, he aprendido aquí algo importante. Te sonará a tópico, pero es algo muy cierto. No aplaces para mañana hacer lo que te gusta de verdad. No te creas que tu trabajo importa algo más de lo que te paguen por él y no te pienses que todas las suecas son guapas, hace cinco semanas vi a una que era medio fea. La vida pasa mucho más rápido que el agua de esta foto que te mando y si te dejas llevar acabarás en el mar ese que decía el funebrista de Jorge Manrique. Así que mucho ojo.

Otra cosa, también he descubierto que pescar no es una afición, ni un deporte, ni un hobby, ni un entretenimiento, ni una pasión. Pescar es una forma de estar en el mundo, de vivir. Desde que estoy aquí no me he aburrido ni un segundo. Por la noche pongo la radio y me entero de las infamias que estáis viviendo allí. Ya te dije que me temía lo peor. Voy a volver esta primavera, se me acaba la pasta de la indemnización y pienso dar mucha caña con mis amigos parados. Los jubilatas de España vamos a hacer la revolución.

Un abrazo. M.

(fotos de  Francesc Luque)

miércoles

AUGUSTO



Hay días que sólo encuentro la elegancia a pie de río. La elegancia es la forma que toma la belleza cuando nadie la exprime ni la obliga con retóricas o jardinerías, cuando la vida salvaje se organiza y nosotros logramos ver o imaginar debajo de ese caos su sentido y su equilibrio. Pero no vale sólo con mirar, es necesario saber, ser curioso, investigar, descubrir, conocer cuales son las leyes invisibles que han hecho posible todo esto.

En las selvas urbanas ya sólo encuentran elegancia los arquitectos pagados de sí mismos o los poetas del lumpen que igual se fascinan por una máquina electrónica que por una vieja estatua cagada de palomas. En las selvas urbanas el pescador se aburre aunque en otro tiempo fue allí donde encontró emociones y placer, amistad y fiesta, amor y risas. Pero esa es otra historia.

El pescador en su atuendo, de alguna forma, muchas veces tambien poco visible, intenta la elegancia. Pero vestido con su equipo se parece más a un comando que se va a adentrar de misión en el corazón de las tinieblas y lleva todo el equipo necesario para cualquier contingencia. Sin embargo hay detalles, guiños, gestos que hablan de esa voluntad: el viejo sombrero, el pañuelo del cuello, la simetría con la que ha rellenado todos los bolsillos y colgajos del chaleco o la forma en la que escribe en el instante y sobre el agua un simple lance rodado. Elegancia.

Y recuerda el pescador a otro colega realmente elegante, leyó muchas veces sus palabras en viejas revistas y contempló su estampa dandy en las fotografías. Su sombrero emplumado era inconfundible, como sus camisas de cuadros, su corbata, su ademán con la seda y su forma de escribir. Nunca lo conoció en persona pero aprendió de él muchas cosas para ser elegante en el río y con los peces. Este pescador se llama Augusto Rodríguez.

Ahora que todos vamos al río pertrechados como para ir a una guerra, que se impone el perdigonismo, pescar al hilo, exprimir las pozas, lanzar lejísimo, poseer lo último en equipo, sedales y señuelos, recupero a veces las lecciones de Augusto, pescar con voluntad de elegancia en cada gesto o astucia y ser elegante con las truchas y el agua, como ellas lo han sido siempre conmigo desde la armonía salvaje con la que nos obsequia el río a cada paso.

jueves

ACERTIJO



Al pescador no le asusta el frío, respira el aire bajo cero y se siente bien caminando por la orilla del pantano, contemplado el agua verdiazul que comienza a sobredorarse cada vez que los rayos de sol rompen la niebla.
Lanzar el amasijo rojizo de pelo de conejo con una caña del siete y una línea hundida se parece poco a la grácil danza de una seda del dos haciendo volar una pequeña efémera amarilla. Tampoco es igual el silencioso espejo del embalse que el bullicioso torrente que le gusta vadear en Primavera. Pero la vida es eso, adaptarse, aguantar lo que toca, explorar nuevas formas de libertad y agua, no pararse nunca a lamentarse por todo lo perdido o todo lo pasado.

Le gusta al pescador esa parada seca, ese clavar sin miedo, un poco bruto, ese pulso a dos manos contra el Luciaco. Y luego su bella estampa de bestia dentuda, los verdes aterciopelados de la librea, su cuerpo de pez medio serpiente. Y sobre todo le gustan en especial esos largos segundos mientras se hunde la línea y el señuelo, unos instantes que se estiran hasta llegar a esos lugares profundos donde están acechando los monstruos de los niños pescadores.

Se ha escapado el pescador de la ciudad. Necesitaba el inmenso abrazo de la soledad y del silencio, un horizonte hostil, un poco de aire frío, de intemperie real. Las otras intemperies urbanas, los otros fríos cotidianos son los que hacen más daño y congelan la verdadera voz de las palabras. En cambio aquí la ropa es buen refugio y no hay otra verdad que la que sienten sus dedos empuñando la caña y el sedal hasta que llega al fondo.

Le hace gracia recordar precisamente ahora, peleando con el segundo lucio de esta mañana, esos versos de Cernuda: “Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo". Hay quienes buscan refugio en lugares cerrados, confortables y calientes, otros en cambio encuentran abrigo y protección en la intemperie fría del campo, luchando contra un pez, teniendo la certeza de que ningún objeto ni guarida pueden alargar la vida. Pero el amor y la amistad, los ríos y los bosques hacen más agradable este acertijo.



domingo

BISONTES


Me refugio de estas lluvias, nieves y fríos montando ninfas de colores y leyendo “Butcher´s Crossing” de  John Willians que me trae ecos de Melville, Cormac Macarthy, Noman Maclean y Vardis Fisher. Es un libro que describe la libertad de los grandes campos abiertos de Kansas en 1870 y de las últimas grandes manadas de bisontes. Suelen editarse en España pocas novelas en las que “hay árboles” o ríos o grandes llanuras de hierba. Esta es una original historia “del Oeste” que merece la pena leer.

Con una prosa sencilla, precisa y bellísima nos cuentan como era aquel último retazo de una naturaleza que en tan poco tiempo pasó de ser un paraíso real a memoria muerta. Para nosotros ya es imposible imaginar una manada de treinta mil bisontes o unos ríos prístinos llenos de grandes truchas en los que no hay nada que nos indique que existen los hombres cerca.

Pero gracias a John Williams esta tarde de lluvia sí puedo imaginar aquel tiempo, no tan lejano. Sé que es uno de estos libros que dentro de pocos o de muchos años leerá con placer, una tarde de frío y de lluvia, mi hijo el pescador.


viernes

COMER II



A pesar de lo que digan antropólogos y genetistas, de la familia se hereda poco más que la forma de la nariz, el color de los ojos, un apellido y la quesofilia.

En mi familia rompemos la media per cápita de consumo de queso de 9 kilos al año y nos acercamos a la media europea de los 18 kilitos. Somos unas familia quesófila. Nos tira al monte más la cabra o la oveja que la vaca pero no hacemos ascos a ninguna leche (búfala, camella o yak), tampoco a la forma, color, olor o estado de curación de cualquier queso. Pero tantos años de cata nos ha hecho quesófilos exigentes y tal vez demasiado críticos. Al volver de un viaje, cerca o lejos, en la maleta suele venir perfumando la muda y sus alrededores un surtido de quesos para luego compartir en familia, hacer una cata y polemizar un poco.

Hay por ahí cada vez más quesos insulsos, plasticosos, malplagiados, infames, hechos con milleches y polvitos diversos. Cierta parte de la industria está homogeneizando y empobreciendo la inmensa variedad de quesos de este mundo, sin hablar de la maniática condena de europeístas estreñidos (quesófobos sin duda) a las leches crudas, las hojas de roble, los cuajos de verdad naturales, los maravillosos ácaros o algunos mohos mágicos. Por suerte hay muchos heroicos queseros y a la vez ganaderos que han recuperado exquisitas variedades casi extintas y consumidores con fundamento a los que no se las "dan con queso" y buscan, pagan, saborean esas delicias recuperadas del olvido y la marginación de leyes estúpidas y mercadotecnias bárbaras.

Me es imposible elegir entre cientos de quesos maravillosos que conozco y en esta cuestión, como en casi todas, soy muy poco nacionalista. Pero hay dos que para mi no son queso sino golosina: la torta del Casar y el Picón de Tesviso.  A ambos quesos les va muy bien una seca, ácida y fría sidra natural, un buen pan tostado y un horizonte lejano y poco urbanizado. Yo suelo elegir Picos de Europa o la cara sur de Gredos, pero me serviría también cualquier otra montaña salvaje del mundo mientras descanso a la vera de un río. Con los ojos cerrados y a distancia, sólo por el olfato, uno puede saber que se ofrecen esos quesos en la mesa, apestan de exquisitos. La infinita curiosidad de los humanos hacia lo comestible nos hace descubrir que hay cosas que huelen mal y saben bien (un queso) y cosas que huelen bien y saben fatal (un perfume).

Me como la torta untando grandes porciones en pequeños pedazos de pan con una espátula de palo que acabo de labrar con la navaja. Entre uno y otro queso, a modo de descanso, devoro a mordiscos una reineta ácida. Saboreo después el picón en pedazos pequeños, casi sin pan, permitiendo que su textura se vaya deshaciendo en la boca y refrescándome luego con un buen buchín de sidra. Hermano así en el paladar y en la memoria a Extremadura y Cantabria dos de mis patrias quesófilas.

Tras la merendola sigo pescando. Y quién imagine o suponga que soy un contemplativo o un sedentario que se atreva a seguirme torrente arriba tras las truchas. Se me olvidaba que también heredé de la familia, además de la forma de mi nariz judía o la quesofilia, esta pasión incansable por la pesca con mosca.


miércoles

COMER I


Guillermo, Fernando, Angel Luis e Iker asistiendo al milagro de la multiplicación del pan y los peces.


Mi hijo el pescador es comilón y glotón, disfruta con comer, es curioso e inquieto y no tiene prejuicios gastronómicos. Además está delgado, no le gusta la vida sedentaria a la que le obliga la educación de pupitre y silencio que tenemos en esta España que no parece del siglo XXI. 

Cualquier pescador sabe que el río da mucha hambre y que esa sensación de apetito, tras muchas horas metidos en el agua, haciendo equilibrios sobre las piedras y caminando por ahí es muy placentera. Paramos un rato a descansar y sacamos el picoteo, la navaja, la anécdota asombrosa. Si estamos en nuestros remotos rincones preferidos solemos elegir el minimalismo tradicional del jamoncito bueno, el queso en aceite, la morcilla de calabaza, el ántima, el pan, los higos secos rellenos de nueces y el dulce membrillo. Si estamos cerca de la civilización elegimos tascas en las que se puede entrar con el vadeador puesto.

En ocasiones he hecho emparedados y tortilla de patatas o he llevado turrón de postre, termo de café con miel y buen chocolate negro. De entre las tascas tengo especial aprecio a la Cueva de Silverio en Garganta la Olla donde, a eso de las doce, muchos domingos, casi recién abierto el bar, subíamos a almorzar varias raciones de callos con tomate, otras tantas de cochinillo con patatas fritas y magro con pimientos empujado todo con buen pan, abundante cerveza y mucha hambre. El bar está a menos de cincuenta metros de la misma garganta y podíamos subir con la caña armada y el vadeador por disfraz. Yo en Garganta la Olla siempre me he sentido como en casa, la gente de allí es muy orgullosa y muy hospitalaria, nada ni nadie les achantó nunca y aman cada pequeño bancal de tierra como a una patria.

Hay otros bares, tascas, cantinas y tugurios junto a los ríos de mi vida en donde nos dieron bien de comer y beber. A todos ellos los guardo en mi memoria con cariño porque el pescador, ya muy quemado de río, agradece que no le embromen, ni le hagan esperar, ni le miren como a un bicho raro, ni le desplumen cuando pide de comer.

Pero parar a comer, con hambre, junto al agua, a pie de río, es uno de esos grandísimos lujos placenteros que tenemos los pescadores al alcance de la mano. Aunque sólo lleve ese día pan y jamón o un puñado de higos no los cambio ni por el mejor menú en Le Meurice.


jueves

ALTO



El hijo pescador ya tiene casi mi altura. Largo, flexible y fuerte como una buena caña, esas que saben ser delicadas con las posadas y resistentes con los tirones de un gran pez.

El hijo pescador crece y cada día entiende menos mi trabajo, antes con lustre, ahora precario. Él está más en las cosas visibles y tocables y menos en la Babia teórica de las hipótesis, las utopías y las historias. Al menos coincidimos en el río. En el agua todo es real y aunque yo la revista de palabras sigue siendo agua, no necesita burbujas.

Al hijo pescador no le gusta mi trabajo, él será un hombre de acción, no de andar metido en oficinas renombrando los trucos de magia, las mentiras piadosas o los cantos de falsas sirenas que inventa la sociedad de consumo. Al menos en el río tenemos casi la misma edad. Él se tropieza igual que yo e igual que yo pierde truchas y se deja deslumbrar por la belleza.

Uno desearía ahorrar al hijo pescador las humillaciones, derrotas, desamores, traiciones, silencios, baraturas e infamias que implica la guerra laboral en la que estamos obligados a luchar para pagar las facturas y comer caliente. Y ahora mucho más porque todos los perros rabiosos tienen licencia legal para morder y todos los vampiros pueden chuparnos la sangre sin temor a que a alguien se harte, afile una estaca y se la clave en el corazón.

En cambio no quiero ahorrarle las caídas en el río, el cansancio de verdad o que una trucha enorme se le escape casi de las manos a pesar de haberla pescado en buena lid y con mejor tacto. Las derrotas en este mundo casi nunca están afinadas por la justicia, tampoco las del río, sin embargo junto al agua uno comprende que ganar o perder, el dolor o la risa nos ayudan con igual peso a ser mejores pescadores.

lunes

NAJERILLA



Tan complicados aprendizajes son los de ganar como los de perder. Ganar suele ser poco frecuente, perder suele ser la norma de vivir, pero es muy difícil armar con palabras todo esto para que lo entienda el hijo pescador. Lo aprenderá con el tiempo, él solo, con sus pequeños triunfos y sus repetidos fracasos en aventuras, suertes, trabajos, amores y ríos.

Aún así, al pescador le duelen más los fracasos del hijo que los suyos y se alegra mucho más de los éxitos de él que de lo propios. En la vida, en el agua.

Ayer, de vuelta a la ciudad, estaba contento con su caña nueva montada por Najerilla, por el viaje juntos y por haber estado un rato tocando el mar Cantábrico y la arena de la playa de los Locos, de una de las mejores playas para el surf del norte.

Aprende el pescador de todo lo que al hijo le apasiona, el surf, la nieve, cocinar, pescar, un libro nuevo, viajar…  y mira con sus ojos todo esto de ganar o de perder, del éxito fútil, de los fracasos por venir. Sin ser masoquista, le dice, le cuenta, le explica, que él ha aprendido a saborear con placer también esos fracasos y derrotas. Quizá porque en el río, buscando o peleando con las truchas, todo eso de fracasar o triunfar es siempre relativo.

Luego, ya muy tarde, en la soledad de la noche, lejos de él y de sus sueños, el pescador ha montado la caña de Najerilla, le ha puesto carrete y línea y ha sopesado su equilibrio. En unos meses la empuñará el hijo pescador y con ella fracasará y triunfará, vivirá días de bolo y días de tocar algunos o muchos peces.
Los objetos no tienen alma pero a veces si la tienen. Le metemos la nuestra y otros la sienten cuando los tocan. Yo, que no creo en nada, dejo parte de mi alma de pescador en todas estas cañas con las que pescará él. Deseo que con ellas triunfe y fracase muchas veces y que todas esas veces sea feliz el hijo pescador.



martes

ÁRRAGO


Foto de Pavel Zuber

En octubre y noviembre le gusta viajar con la barca hasta Valdeobispo. Ir a todo gas río abajo, llegar a la primera curva del río, acercarse a la orilla, parar el motor, montar la caña e ir remando en silencio muy lejos, muy despacio.

En aquel paraje es imposible pescar desde la orilla. Hay cortados, pequeñas ensenadas, entradas de arroyos, grandes encinas sumergidas que aún muestran orgullosas sus muñones muertos fuera del agua. Y sobre todo silencio. No pesca nadie allí o casi nadie. Busca eso. No tanto la abundancia de peces como la soledad del agua. En aquellos parajes ha visto cosas prodigiosas.

Tras unas horas de pesca, remo, lances, pocos peces, abre la nevera y saca el bocadillo, el vino y el descanso. Se sienta en la punta de la Zodiac, ata el nuevo señuelo verdoso de pelo de conejo y tiras de plástico brillante, lanza entre las sombras de ese bosque hundido para siempre y aguarda a que la línea llegue al fondo. Hay por allí un gran lucio que a veces ha tocado.

Los grandes peces tiene eso, que viven por igual en el agua y en la memoria del pescador. En ambas crecen.

En octubre y noviembre le gusta caminar mucho tiempo por los bosques para coger boletus y amanitas, parasoles y níscalos en lugares remotos y difíciles de la sierra de Gredos, no tanto por evitar competencias como para sentir que no hay más crujidos que el de sus botas sobre las hojas secas de los robles. Hoy ha saboreado un generoso bocadillo de boletus y foie que mojó con un vino manchego de uva Sirah. ¿Dónde estará ahora el monstruo? Le gusta su moteado verde fluorescente, su boca de perro, su cuerpo medio de serpiente. También hay allí grande barbos comizos, blackbases obesos, carpas sabias y esquivas.

En el pasado, en octubres remotos y olvidados, no se llamaba Alagón sino Árrago, que significaba río en un idioma muy antiguo. Hay lingüistas que remontan la voz “a los tiempos de la última glaciación, hace ocho o nueve mil años, cuando en Europa se hablaba una lengua anterior a la aparición de las lenguas indoeuropeas occidentales: germánico, céltico, itálico(1)Por él remontaban las truchas, los barbos, las anguilas y por sus riberas campaban los lobos, los osos y los linces. Le gusta al pescador imaginar como era el río antes de terminar siendo pantano y agua mansa, casa de peces forasteros, tumba de encinas y voces muy antiguas.

El lucio muerde, el pescador clava, la barca se mueve muy despacio remolcada por el pez y por la brisa.

(1) En “Los hidrónimos prerromanos Alagón y Á́rrago” de Francisco J. Casillas Antúnez.