martes

ESCRIBIR



Ernest Hemingway tardó quince años en dar forma al cuento “el viejo y el mar”.

Antes había escrito la simplona y rosa novela “adiós a las armas”, la chorrada de “fiesta”, la llena de mala leche “tener o no tener”, la venenosa obra de teatro “la quinta columna” o la farragosa y estereotipada “por quién doblan las campanas”, además de muchos cuentos, la mayoría muy malos, apenas uno o dos buenos. De aquella panda prefiero la escritura de Dos Passos, Faulkner, Steinbeck o sobre todo a Scott Fitzgerald.  Pero “el viejo y el mar” es otra cosa. Ese cuento largo vale mucho más que toda la obra de Hemingway de antes y de después. Sólo un apasionado pescador además de un gran narrador podía escribir esa historia. Sólo un apasionado escritor además de buen pescador podría haber invertido quince años en dar forma a ese cuento tan sencillo y profundo, tan claro y potente cuyos únicos protagonistas son un pescador, un pez y el mar.

A todas las novelas de Hemingway les pesa el paso del tiempo, hoy a todas se les ven los cartones y las costuras salvo a “el viejo y el mar”. Le digo al mi hijo el pescador que merece la pena, una de estas tardes de vacaciones, coger el libro, una buena sombra, un gran vaso de granizada de limón y volver a leer.

Mejor si estás junto al mar.

Coda: Me gusta mucho el cuento “el gran río Two-Hearted”, son apenas nueve páginas minimalistas en las que el lector va rellenando con mucha facilidad todo lo que las palabras omiten. Si además el lector es un pescador entenderá mucho más lo que no está escrito y permanece escondido para los no pescadores.


RODABALLO


Al hermoso rodaballo tuve la fortuna de pescarlo esta mañana en una pequeña bahía metida en la rompiente. Imposible viajar sin una caña y no buscar un rato para lanzar el señuelo al agua. Las manzanas las he robado del huerto del vecino. Parece abandonado, tiene el murete caído y sobre las pierdas rotas y desmoronadas ha crecido ya el musgo. Tras pelar las reinetas saco con la mandolina unas hojitas casi transparentes. Del rodaballo he cortado los filetes con el cuchillo finlandés y he partido su carne traslúcida en tacos del tamaño de un bocado.

Siento que se ha perdido el placer de contemplar. Sin sentir el tiempo. Sin esperar nada. Contemplar este mar, la forma de pequeño caracol de un ombligo, la piel rugosa del rodaballo, la madera de abedul del mango de mi cuchillo, la resistencia tranquila de los viejos manzanos tras el muro. Envuelvo cada dado de pescado, tras salpicar de sal y de pimienta, con dos o tres lonchas de reineta que he mantenido en agua con zumo de limón para que no se oxiden. Sujeto los pequeños paquetes con un palillo y los horneo a fuego fuerte cinco minutos.

Me gusta mirar el Sauternes al trasluz cuando el día está a ratos cubierto y a ratos el sol rompe las nubes. Cerrar luego los ojos. Oler su perfume extraño. La boca recuerda. Tardo un poco en tragar. Descubro que en los dados de pescado está encerrado el mar y el otoño. El mordisco es consistente pero las fibras del pez se deshacen muy rápido. Casi me da pena limpiar con el vino ese sabor untuoso que han sabido guardar tan bien las hojas traslúcidas de la manzana. Vuelvo al vino. Bebo despacio. Está frío. El corazón de cada bocado de pescado sigue caliente.

El rodaballo me lo dio mi habilidad de pescador y el azar, las reinetas estaban allí para cogerlas. El vino fue un obsequio de amistad guardado muchos meses. No ha costado dinero este festín, pero su precio es alto. He tenido que pagar con muchos días. Siempre demasiados. Tal vez por eso aprecio mucho más cada sabor. Luego he vuelto al mar con la caña de mosca para lanzar sobre la espuma. Tal vez burlar una lubina. Tras hacer el nudo me quedo mucho rato mirando la rompiente. La tarde no se acaba. No tengo prisa. Me demoro en ponerme en pie y sacar línea. No quiero perder nunca el placer de contemplar.