jueves

DISTOPÍA


Escultura de Edouard Martinet
Se empeñan en dibujarnos distopías en las que estamos todos conectados a la red con las Googleglass, enamorados de un sistema operativo como en “Her”, prisioneros de las redes sociales virtuales, ávidos de ser reconocidos, compartir, decir “me gusta”, retwittear, no desconectar, tener una parte de nuestra vida en “la nube” y hasta la vida entera como en Matrix.

Siendo muy tecnofílico y curioso de cualquier gadget o aplicación, me da mucha pereza meter todo esto en el río. Digamos que me desnudo de chismes y conexiones e intento tocar el agua con lo mínimo. No tanto por pureza primitivista como porque no soy multifunción y ya me cuesta mucho estar pensando sólo en una cosa como para meter más distraciones en los bolsillos del chaleco. Además los ríos donde pesco perdonan poco distraerse porque acaba uno de morros contra las piedras si no andas listo, concentrado, atento.

Seguro que en el futuro será impensable andar desconectados siquiera algunas horas y nos sentiremos raros si caminamos sin chismes ciborg grapados en el cuerpo. Pero por ahora todo eso es opcional. Soy de una generación que vivió la adolescencia y primera juventud sin móviles o cualquier otro gadget TIC en el bolsillo, son “inmigrante digital” y no “nativo digital” como mi hijo el pescador, así que no me siento desconectado cuando bajo al río sin chismes y no puedo decir a nadie donde estoy ni recibir de nadie sus guasap.

Vengo de un tiempo ya remoto, extinto, olvidado. Entonces no te encontrabas a nadie por el río y tenías la certeza de que cien, mil o cinco mil años antes el paisaje había sido casi el mismo. Añorar el pasado es muchas veces reaccionario, pero sí lo recuerdo. El paisaje, las truchas, el mundo sin teléfonos, la sensación de que vajar al estrecho valle que había arañado el río siglo a siglo era irse lejos y estar lejos de todo, de verdad.

Mañana utilizaremos hilos invisibles hechos de nanotubos, cañas sin peso, con chip y videocámara incluída para retrasmitir al mundo entero la picada de una trucha preciosa, impresoras 3D de bolsillo que nos compiarán la mosca o ninfa exacta con la que se están cebando y otras maravillas que ahora no imagino. O tal vez no. Quizá bajemos al torrente con la caña de bambú, la seda engrasada, la mosca hecha despacio por nosotros y ninguna tecnología para comunicarnos con el mundo. Tendremos mucho que conversar con “el hombre que siempre va conmigo” que ya decía Machado y también con el río, escucharlo a él, de tú a tú, como haces siempre con un verdadero amigo, sin distracciones, sin atender a nada más que a sus palabras.

Escultura de Eduard Martinet

viernes

CHALECO


Prepara el equipo de trucha. Pone el chaleco en la cama y vacía todos sus bolsillos para volver a ordenar las cajas de moscas y ninfas, los hilos, líquidos, potingues, cortahilo, tijeras, navaja, impermeable, pegamento, bobina con línea hundida… Intenta llevar lo mínimo y necesario pero se van llenando de nuevo todos los bolsillos.

Ha metido las nuevas moscas secas fabricadas en este invierno con pata de liebre ártica y las nuevas ninfas llamadas gasolina por la lámina plástica iridiscente con la que ha fabricado los cuerpecillos del señuelo. También clava en las cajas los ninfones gordos y blancuzcos de cabeza plateada y patas de pluma de pardilla que tan buen resultado dieron en las pozas el año pasado y los pequeños tricos de pelo de ciervo. Y muchas más hasta llenar las seis cajas.

Ordenar el chaleco le gusta, lo siente como si estuviera preparando un largo viaje. Le obliga a ser minucioso y a pensar en todas las posibilidades, variaciones e imprevistos que tendrá en el río, siempre mucho más previsible que la confusión y el azar que tiene vivir cuando está fuera del agua.

Tal vez sea así. Bajar al río es de verdad hacer un largo viaje, no tanto por los kilómetros de la casa al torrente como por el cambio que se produce en su percepción de todo, el transcurrir del tiempo, la novedad y la sorpresa que siempre tiene el campo, la rara sensación de estar muy lejos.

Luego contempla en silencio como prepara su chaleco su hijo el pescador. Cada cual tiene su forma de preparar ese viaje. Él no llena los bolsillos, siempre lleva lo mínimo y nunca le falta nada cuando está a pie de río. Debería aprender de él.

Piensa entonces que lo más importante es que no se nos olviden las ganas, la pasión, el deseo, el sueño que a veces surge en medio de la noche de estar ya allí. De todo eso hay mucho dentro de todos los bolsillos de su chaleco. Lo demás es siempre secundario.

lunes

DURRUTINAS


Foto de: http://www.pescaconmoscadeleon.com

Suena la vieja melodía de Give a little Bit en el seina una cálida tarde de Junio de la mitad de la década de los ochenta. No hay nadie en la garganta salvo el mirlo de agua enredando entre la piedras de la chorrera y la chispa azul del martín pescador que pasa arriba y abajo, una y otra vez, por la bóveda del bosque. El pescador ata la cuerda de moscos recién montada. Tres más una en cola negra y roja. Anarquista mejor que falangista, Salud y Libertad. Las truchas pasan de la pardo, de la amarilla y de la oliva y sólo pican a esa mosca tan rara. Caer el buldó, dar cuatro vuelta lentas al carrete y picar un pez. La tercera trucha que muerde es una grande que hace en el aparejo un lío del demonio. Se sienta en un piedra caliente y en lugar de desenredar la línea corta por lo sano, saca las otras dos cuerdas que tiene de reserva y monta una nueva con tres anarquistas. El joven pescador aún cree en la lírica de los colores de los señuelos y en una cierta racionalidad de las truchas, así que se siente un poco ridículo con esos tres moscos rojinegros colgando de la caña.

Por la noche ha quedado con M. para tomar unas cuantas cerves en El Luna, discutir sobre Cortazar o Cohen y besarse despacio con el sabor amargo de las cervezas aún en las lenguas. No hay nada mejor en el mundo que esos besos. Ningún manjar, ningún sueño, ningún éxito, ninguna de todas las cosas que aguardan agazapadas en el largo futuro. Aunque todo eso él aún no lo sabe.

El sol ya se ha escondido entre los robles y la luz se vuelve por momentos verdosa y luego de un dorado viejo y suave. Contempla las tres moscas columpiándose del hilo, tan chillonas, tan poco naturales, apunta a lo alto de la tabla, lanza. Apenas lleva dos años pescando con el mosquito y no siempre los pone. Tiene que ser una tarde suave, cuando ve alguna ceba y siente que no necesita correr garganta arriba como alma que lleva el diablo rastrillando los charcos con la cucharilla. Tiene que estar algo distraído, descentrado, pensando en otra cosa, para sacar el aparejo, desenrollarlo del corcho y pasear los moscos por el agua con lentitud. Pero hoy las truchas reinciden en las durrutinas. Está muy sorprendido. Algunas veces hasta hace doblete. Salen de cualquier sitio y se lanzan directas hacia las moscas negras de culo rojo como un empeño suicida. 

El pescador disfruta de la tarde, de su fortuna, de la ocurrencia de montar semejante cuerda, aunque parte de su cabeza saborea ya otra cosa, la brisa de la noche aún tibia, el tacto de los labios de M. sabrosos de ganas y cerveza, la certeza de tener todo el tiempo del mundo por delante. Desde la arrogancia de los diecinueve imagina que cuando muera, en el último segundo antes de que sus neuronas se apaguen, recordará el intenso placer de todos esos besos y la felicidad de estar allí, junto al agua y las truchas, una tarde cualquiera de Junio. Con esa edad el pescador aún no sabe que los sueños de los hombres suelen ser simples, poco sofisticados, hasta posibles, y tan fáciles, sin embargo, de olvidar o de sustituir por anuncios, cachivaches y otros sucedáneos.

Y aún no lo sabe, pero pisará mucho mundo, vivirá en varias ciudades, rozará muchas pieles, ambicionará no pocos espejismos, descubrirá el envés frágil de muchas palabras que creía sólidas, perseguirá un buen puñado de sueños, deseará llegar lejos para descubrir un día, después de tantos años, que sólo necesitaba esos besos que saben a cerveza y este río limpio que ya tenía entonces.

Es verdad que nunca está escrito el futuro. Sólo mucho después podemos escribir sobre él, cuando ya está detrás de nosotros. El pescador monta hoy, en invierno, una ahogada anarquista y quisiera recordar el sabor a cerveza de los labios de M. y el color de oro viejo de esa tarde de tanta fortuna con las tres durrutinas. Pero todo aquello está lejos, quién sabe si aún en el río.



jueves

VENENO


Dibujo de Colin Woolf
La cosa es así: un equipo de investigadores realiza un profundo estudio y analiza un río, el Jucar por ejemplo, desde su cabecera hasta su final y analiza los peces que le habitan. Los resultados del análisis detectan la presencia y persistencia 23 pesticidas diferentes en casi todos los tramos del río y casi la mitad de estos están además prohibidos por la Unión Europea. “La concentración de pesticidas detectados en los peces variaba según la especie siendo la trucha común y la anguila donde mayores concentraciones se encontró”.  En las conclusiones los científicos, ilusos,  advierten de la necesidad de “más investigaciones y más control del uso de los pesticidas para proteger a los ecosistemas acuáticos y a las personas”.

Me apuesto lo que quieras a que si realizas este mismo estudio en cualquier otro río del país los resultados serán muy parecidos. O peores, pienso en el Tajo. Los científicos lo dicen de forma comedida y prudente, pero yo no: el agua con la que se riegan los campos que producen nuestros alimentos es tóxica, comer los peces que la habitan es peligroso (eso para los que matan y comen truchas, toma), beber el agua ni te cuento. El cloro elimina bacterias pero no todos esos venenos, 23, la mitad prohibidos en la U.E. ¿Quién se los vende? ¿Quiénes los usan? ¿Quién lo permite? ¿A qué están jugando?. Luego, dentro de unos años te detectan un cancer de lo que sea, a ti, a tu hijo, al vecino, al amigo. Causa, ¡ah, no se sabe!. Pero si se sabe que todos estos 23 pesticidas, los legales y los ilegales, si lo producen.

Si lees en detalle el estudio te cagas de miedo. 

¿Cómo es posible que esto ocurra en un país de la Unión Europea y no pase nada?...




martes

PEREGRINO


Pez esculpido en un canecillo de San Adrián de Vadoluengo. Foto de: romanicoaragon.com

Al pescador le gustan los caminos poco transitados, las sendas perdidas, las rutas invisibles. Entiende el interés gregario de la gente por hacer el Camino de Santiago o la Vía de la Plata, esa complicidad que nace de caminar con otros desconocidos que acaban siendo amigos, el rito iniciático y toda la turistización de la cosa. Pero él prefiere la soledad del agua. Su sueño de camino, su aspiración, sería recorrer un río pescando desde su desembocadura marina hasta su nacimiento en las cumbres. Un río que no estuviera encarcelado por presas ni herido por ponzoñas. Caminar  corriente arriba durante días y días, ligero de equipaje, con la caña en la mano y pararse a descansar en los pueblos que decidieron hacer el hogar junto a sus aguas respetando su cauce y su destino.

No sabe el pescador si aún existe algún río así, pero ese sería su camino ideal, desandar la vida que da el agua sabiendo que las riberas son siempre lugares difíciles para caminar y que tardaría por tanto mucho tiempo en llegar al nacimiento. Menudas vacaciones.

Hay quienes aspiran a caribes arenícolas, exotismos tailandeses, metrópolis pintorescas o salvajinas safarianas, comodidad y foto de revista. Pero su sueño es otro. Pescar río arriba sin parar, comprendiendo porqué algunos peces viven y necesitan ese viaje hacia el mar de ida y vuelta, descubriendo como va cambiado el paisaje, la fauna, el horizonte, la temperatura y el bosque a medida que ascendemos de lo salobre a lo dulce. Además ir río arriba no tiene pérdida aunque no existan caminos o indicaciones hechas con conchas peregrinas, basta seguir la filigrana del agua, su escritura barroca sobre la tierra salvaje, sólo hace falta leer todo esos signos que fueron tallados durante muchos años para que fueran leídos por los que entienden.

Esa es mi senda del peregrino. La Vía Láctea en la oscuridad de un valle excavado por el agua es mucho más brillante. ¿Alguien me enseña un río así?


lunes

TIEMPO

Josh Udesen

Sólo el río sabe dónde se esconde el corazón más duro de la montaña, el granito macizo que se coció en las profundidades remotas de la tierra. Sólo el río va ablandando luego la roca más abajo y llenando de liquen, musgo, hierbas y luego arbustos y bosque la ladera. Nos parece suave el agua, delicada, de seda, pero es la única sustancia que puede cortarlo y romperlo todo, amasar el mundo, construir la vida.

Mira el pescador hacia la nieve que ha caído en Gredos estos días y sabe que ha empapado hasta el fondo ese corazón rocoso de la sierra. Luego, durante meses, irán destilando savia o sangre o agua esas montañas. Quienes paran su curso, ensucian su transparencia, construyen muros para atesorarla y la dosifican para venderla están malditos. Han olvidado que fuera del río no hay misterio, ni civilización, ni alegría. Nada más triste y opaco que un río de aguas rápidas convertido en Estigia, pantano o charco grande.

En miles de años de civilización y de palabras no hemos encontrado una metáfora tan buena para explicar la propia vida con su final al fondo, junto al mar. Y luego a nuestro Manrique le han cogido cariño los biólogos explicando al abrigo de sus versos el precioso ciclo del agua. Su regreso del mar en forma de nubes inmensas, lluvia, nieve y vuelta a comenzar, de nuevo río abajo y nosotros dentro.

No podría vivir en un lugar llano, sin ríos y sin árboles. Las montañas, los robles, todos estos torrentes me protegen del tiempo. Envejecen mi piel y mis huesos, pero no mi mirada, ni mis ganas de pescar.

Pero el hijo pescador no piensa aún en todo eso. Sus pies encuentran sin pensar el equilibrio y sin pensar todos sus músculos se mueven coordinados para poder lanzar sin mucho esfuerzo una pequeña mosca hacia un rincón lejano de la corriente. Fuera del río el tiempo fluye, dentro de él el tiempo está parado, el pescador lo domina, lo adelanta o retrasa a voluntad según la dirección de su camino. El agua va hacia abajo inexorable pero el pescador está quieto en un punto del espacio-tiempo, suspendido o flotando o de pie en una roca que hunde sus cimientos muy abajo, donde el tictac del tiempo se mide sólo en millones de años. Tal vez han pasado unos segundos desde que la trucha mordió el señuelo hasta que yace en sus manos agotada o tal vez han pasado muchos años y en este breve parpadeo, deslumbrado por el sol, ha pasado la mitad mi vida.

Josh Udesen