martes

MOSTAZA


Pintura de Colin Woolf
Cuando pesco me encuentro muchas veces con trozos de memoria, son como retazos de algas que se quedan en las zonas estancadas de la orilla que se llenaron de agua con la crecida y aguardan ahí hasta que el sol las seca y las convierte en costra. “sólo la memoria da valor a la vida. Al final de la vida todos somos igual de pobres, no tenemos entre las manos más que ese frágil e invisible tesoro, creo que es lo único que nos queda de un mundo inmenso ya desaparecido”. Me lo susurró al oído. Yo entonces no lo entendía. Ella ya había estado en Londres y en París varias veces y se había pasado un curso entero estudiando en Estados Unidos, en una pequeña ciudad de California cuyo nombre ya no recuerdo. Una amiga común me aseguraba que había escrito una novela de más de quinientas páginas mucho mejor que “los hermosos vencidos” de Cohen. Yo apenas había ido de vacaciones, año tras año, a un pueblo del levante más alguna escapada breve a ciudades cercanas. Intenté al menos emular su mítica novela pero no me salió más que una ridícula y presuntuosa historia de menos de ochenta holandesas que escribí de una sentada durante las tediosas mañanas de agosto que trabajé de socorrista de piscina para ganar algún dinero.

Todo aquel enorme amor que sentía entonces la memoria lo ha convertido en un grano de mostaza. Quizá menos. Más de treinta años después descubrí que esa grandilocuente frase susurrada en mi oído el día de nuestro primer beso no era suya. La encontré hace unos días, para mi sorpresa, en un libro recién traducido. Me asombró que en ese grano de mostaza cupiese también un recuerdo tan minucioso. Busqué su teléfono en la guía, hubo suerte. La llamé. Llevábamos treinta años sin hablarnos. Le conté el descubrimiento en el libro de Salter. Se reía. Me dijo que también se acordaba. Teníamos dos granos de mostaza. Ella no se había convertido en la gran escritora que todos creímos, era ama de casa. Yo tampoco era nada. Quedamos en vernos en el lugar del beso. Así lo llamó ella. En esa zona del río, antes tan solitaria, hoy había un pequeño restaurante y una zona represada para atraer bañistas. Pedimos un arroz, una botella de vino. Apenas había casi nadie. Era fin de verano. El famoso día de los besos yo había bajado muy temprano a pescar. Ya de vuelta casi me tropecé con ella y dos de sus amigas, tomando el sol desnudas en un pequeño triángulo arenoso de la orilla. Había tenido una mañana afortunada. Llevaba el cupo de truchas y todas eran muy hermosas, o a mi me lo parecían, acunadas en el bodegón de helechos de mi cesta. Pero estaba cansado, sudoroso, apestando a pescado, avergonzado por mirarla a los ojos y no poder dejar de ver a la vez sus preciosas tetas. Dejé en la arena la caña, las botas, el cesto al cuidado de sus dos amigas y nos fuimos caminando y hablando hasta la poza grande de más arriba. Me quité toda la ropa con pudor y me tiré a nadar. El agua estaba muy fría. Ella se quedó sentada en una de las piedras de la orilla. En mitad de la corriente se me había escapado muy temprano una trucha muy buena. Imaginé, mientras flotaba en el agua y me dejaba llevar por la corriente, que debía de estar allí abajo, escondida, mirándome. Volví junto a ella. Dijo, me gusta que seas pescador. Muchos años después allí estábamos. Me preguntó si seguía pescando, si seguía escribiendo. Dentro del diminuto grano de mostaza recordaba con detalle su forma de besar. Se lo dije. Se levantó. Nos besamos. Ahora besaba distinto. Nadie se parece a como es de joven. Con los años apenas nos quedan unos pocos granos de mostaza que no sirven para aderezar nada. No nos contamos nada. Con dieciocho los cuerpos son torpes. Hoy creo que también son muy sabios y libres, como nunca serán después. Recuerdo bien el sol en su piel mojada, como si ese brillo viniese de dentro.

Ahora voy poco a este río, pero siempre que llego a la poza me acuerdo del truchón que no logré atrapar y de su cuerpo, sus ojos cerrados mientras el sol la secaba el frío del último baño. Ambas siguen ahí, en alguna parte. El agua está igual, las rocas no han cambiado, continúa una brisa muy tenue rozando las hojas de los sauces, el calor del sol me atraviesa la ropa y me toca por dentro reviviendo una euforia primitiva y agradable. La trucha aquel día apenas tocó mi señuelo. Se retorció, pude ver su librea oscura y su tamaño. Se fue. Se escondió en lo más hondo del río y de mi memoria. También ella. Tenía unos labios blandos y húmedos, muy sabrosos de besar, una lengua pequeña y dulce, el pelo negro muy rizado, las manos sobre mi cuerpo, la voz siempre ronca.

A tenido que pasar demasiado tiempo para descubrir el sentido de la frase que me dijo al oído: sólo la memoria da valor a la vida. La trucha sigue ahí. Estoy seguro. Por eso vuelvo al río cada año. También ella.


Foto de Daniel Sourhard

miércoles

METRO



Imagina el privilegio. Elegir un pequeño tramo de río, un tramo bien pequeño, cerca de él un lugar cómodo desde el que mirar, una piedra grande con sus líquenes y su musgo por ejemplo. Después, durante un año, observar lo que ocurre allí día tras día, en el agua y fuera de ella, con ojos de naturalista inquieto del siglo XIX, de poeta vagabundo del XX, de ecobiólogo del XXI. Imagina el privilegio de saber luego pasar a palabras escritas lo que has visto, lo que sabes, lo que has sentido allí, sin moverte de ese lugar pequeño y, en apariencia, tan limitado.

Hay quienes piensan que para saber de ecología hay que hacer intrépidos viajes al Amazonas o a los últimos bosques boreales, estudiar los arrecifes de coral australiano, las selvas donde se esconden los últimos gorilas de montaña o los manantiales ácidos donde resisten las bacterias más raras y antiguas del mundo. Pero David George Haskell nos demuestra que no es así con una claridad, amenidad, belleza y precisión que se encuentra en bien pocos autores científicos.

Él apenas escoge unos palmos de bosque, un cuadrado de un metro por un metro, su mándala, y observa durante un año lo que ocurre allí mismo y en sus alrededores.  Su inclasificable ensayo fue finalista del Pulitzer en el año 2012, el libro “en un metro de bosque” (Turner Noema 2014) debería estar en el menú de todos los estudiantes de biología, pero también en el de cualquier pescador curioso que no sólo se acerca a los ríos para lanzar su seda y tocar peces.

Hay libros que uno admira y de los que uno aprende secretos de la vida maravillosos. Puede ser una novela, un libro de poemas, un ensayo de arqueología, historia, sociología, biología o de cualquier cosa, porque ese libro trasciende la materia que lo limita en apariencia y nos toca lugares de la inteligencia, la memoria y la curiosidad que nos transforman como lectores y como personas. Pero unos pocos libros, además de todo esto, los sentimos nuestros, durante su lectura, de una forma misteriosa, descubrimos que también los hemos escrito nosotros. Este es uno de ellos.

Imagina el privilegio, durante un año, de poder observar sin prisas un pequeño tramo de un río que amas con ojos de naturalista inquieto del siglo XIX, de poeta vagabundo del XX, de ecobiólogo del XXI, de pescador curioso. Lo que siempre quisiste ser. Tal vez, sin tu saberlo, lo que siempre has sido.