lunes

HERMANA


La cultura nos hizo humanos, no la naturaleza. Siento que vale más la voluntad que la genética, la actitud que la aptitud. Tal vez estén escritos en nuestros genes las palabras, pero no las frases de la vida. Siento que casi todo se aprende y nada se sabe porque sí o porque esté escrito en algún código químico de ADN.
Sin embargo los cinco hermanos somos pescadores de truchas y ninguno hemos perdido la pasión por los ríos después de tantos años. La última en llegar ha sido mi hermana Marian.
La nuestra ha sido una familia de pescadores: mi abuelo Fernando, mis tíos Angel, Miguel, Fernando, mi padre… y luego nosotros. No conozco muchas familias de cinco hermanos en la que los cinco sean pescadores de truchas, debía decir apasionados pescadores de truchas desde la infancia.
Mi hermana se puso los guantes porque hacía frío al amanecer. La dejé en el charco largo “Del Motor” y yo me bajé al “Hondo” vadeando la chorrera de abajo, tenía ganas de probar fortuna en donde saqué una vez una trucha gigante. Pescar truchas allí abajo es duro y mi hermana superó la prueba. Mi hijo el pescador nos mira perplejo cuando nos reunimos todos para el taco cerca ya del “Molino de las Siete Piedras”. ¿Genética o Cultura?, no lo sé. Importa poco. Si hubiéramos nacido iroqueses una trucha sería el totem de nuestra tribu.

NUTRIAS

Día de lluvia fina, de lluvia gruesa, de lluvia entre rayos de sol. Me gusta caminar sin descorrer las cortinas de la lluvia. Sentir el sonido de miles de gotas sobre el río, mi cabeza, mis manos. Los días de más paz son los días de pescar con lluvia. Ayer no había nadie, sólo las nutrias y las garzas y la lluvia.

Los pescadores, como seres acuáticos, amamos la lluvia. Además entre el impermeable y en vadeador es difícil mojarse aunque caiga el diluvio o estemos con el agua hasta la cintura. La garganta estaba crecida pero era pescable. Al final de la mañana me encontré con Fernando para el taco. Nos salió una nutria joven a cinco metros. Él sorprendió a una grande más abajo enroscada en la orilla y por poco la pisa. Los dos se sorprendieron. Para las aves ya era rabiosa primavera con lluvia o sin lluvia y sus cantos de celo se mezclaban con los “chop” de las gotas en los árboles, las piedras, el agua y se unían al rugido del torrente. El mundo natural en plenitud. Compartir el río con la nutrias me hace entender el porqué de algún secreto de la vida.

Subimos hasta las Tres Juntas sólo por el placer de contemplar el lugar. Tenía muchas ganas de seguir por Jaranda y pescar todo el día pero había que volver. Mi hijos se habían quedado en casa durmiendo a pierna suelta. Cuando yo regresaba del río ellos se levantaban.

Hubiera seguido garganta arriba con la seguridad de que no habría nadie en kilómetros y el placer de la lluvia alimentando la tierra.

viernes

SOMBRA



(Pintura de Mike Salven)

Debajo del gran sauce roto descubrí por primera vez la sombra. Imaginé que era un pedazo de madera hundida así que lancé el cebo sin demasiados miramientos en la profunda poza que se abría bajo las raíces descubiertas del tocón. Miré de nuevo hacia aquel lugar por fijar la vista en un punto cercano y oscuro donde el sol del atardecer no me deslumbrase, entonces me di cuenta.
El pescador ve cosas que nadie ve, imagina el origen del agua, admira la belleza de una oruga suspendida de su seda, la divinidad cierta de una araña caminando sobre las aguas, la sospecha que detrás de una piedra, esa piedra y no otra, está el pez cazando.
Di un par de golpes de remo y me acerqué a las ruinas del sauce. En medio segundo la retorcida y fantasiosa mente de un pescador puede imaginar el pez más enorme, el monstruo, un animal mítico, vivir el privilegio único de engañar a un sabio del río y en el otro medio segundo la mente objetiva y científica del pescador desmonta la falacia y acumula argumentos para demostrar que la luz de la tarde, el agua turbia y los limos coloreados del fondo convierten el pez soñado en un espejismo, una mentira, una sombra. Pero la sombra ya no estaba.
Cerré y abrí los párpados varias veces para borrar el círculo rojo que nos produce en los ojos el sol multiplicado en la superficie del río, volví a mirar el lugar donde estaba sumergida la lombriz y descubrí la sombra justo encima. Pegué un cachete con todas mis fuerzas y vi el pequeño remolino que había hecho el pez al huir antes de caerme hacia atrás con el sedal hecho un revoltijo.
La mente del pescador a veces es una enciclopedia minuciosa de especies piscícolas, ¿una trucha descomunal?, un lucio grande?, el abuelo de todos los barbos?, ¿un siluro?. Me incorporé con rabia pensando que fuera lo que fuese ya estaría lejos de allí, pero al mirar de nuevo a las raíces del sauce vi a la sombra inmóvil e imagine que me miraba retándome, burlándose, despreciando a un rival que nunca podría humillarla.
La conducta del pescador es a veces tan imprevisible como el vuelo de una libélula o las palabras de un demente. Sin acabar de entender mi comportamiento me senté junto a la proa y saqué del tubo la caña de mosca para pescar bass y armé el bajo con un moscón con la apariencia de un caballito del diablo rojo como la sangre. Yo soy un pésimo pescador de mosca pero en aquel lance el látigo hizo una parábola hermosa y lenta y la mosca se posó delicadamente justo encima de la sombra. En esa décima de segundo que separa el leve movimiento del puntero de la respuesta al final del sedal pasó por mi cabeza la más acertada de las preguntas: ¿pero que demonios hago pescando a un monstruo con unas cuantas plumas de colores?, en ese momento un estrépito formidable surgió debajo de la mosca, la caña casi se me escapa de la manos y en el momento de empuñarla con fuerza sentí el chasquido inconfundible del sedal al partirse. Sobre la superficie del agua, unos metros más abajo flotaba la libélula de plumas.

No volví a ver la sombra en muchos días aunque me pasé muchas horas haciendo volar libélulas de todos los colores sobre los rincones oscuros del río. A veces la voluntad del pescador es constante hasta la desesperación y paciente hasta la nausea. Me olvidaba durante semanas de la Sombra y me alejaba del río hacia otros ríos y gargantas pero algunos viernes me asaltaba su recuerdo como una pesadilla recurrente y volvía al río, a la esquina del sauce hundido, a escudriñar todos los rincones sospechosos y hacer volar la misma y única libélula roja que tentó por primera vez a la Sombra. En ocasiones cogí grandes peces, casi siempre barbos enormes que atacaban el señuelo con brutalidad e intentaban escapar con la fuerza de sus corpachones duros y ahusados pero los desprecié a todos y apenas llegaban agotados y vencidos al salabre a veces tras una lucha difícil de muchos minutos, los dejaba libres como si fueran pequeños cachuelos que no daban la talla.
El pescador a veces roza la locura, puede tener una vida normal, un trabajo normal, una familia normal pero su tiempo libre y sus pensamientos son de los ríos, del agua, del confuso instinto que le impulsa a madrugar, soportar fríos como aguijones, días sin picadas, sueños al filo de la pesadilla, escudriñar el tiempo y la luna, elaborar tretas, trampas, señuelos, tácticas minuciosas para lograr engañar a unos animales que nadan y son sabios en su mundo líquido de penumbra.
Un año, en un atardecer muy similar al de aquel día, descubrí de nuevo a Sombra, se mecía sobre la suave corriente que atravesaba un banco de arena. Su perfil monstruoso y oscuro se delimitaba bien en el contraste claro de la arena, hasta podía adivinar que sus ojos me miraban aunque nos separaban varios metros de agua. Esta vez no llevaba la caña de mosca pero lancé un pequeño señuelo en forma de cangrejo con toda la delicadeza de mi alma. Cuesta decir lo que sucedió después. La Sombra arremetió con furia y el hilo, esta vez un sedal trenzado de gran resistencia, sonó como un tiro al romperse.
Ya no hubo otro río que aquel ni otra idea que atrapar a Sombra entre mis manos. Atardecer tras atardecer después del trabajo me dejaba llevar río abajo oscultando el fondo del río, dragando todos los rincones de las orillas con mis libélulas de plumas rojas, viviendo la ansiedad de un nuevo encuentro que nunca volvió a producirse.
Ya soy viejo y mi fama de gran pescador ha atravesado las fronteras de mi país gracias a mis libros sobre el arte de pescar grandes peces pero yo sé que solo soy un pescador mediocre y que los años o la experiencia no nos dan la sabiduría necesaria para conocer los simples secretos de un solo río.
Ayer, ordenando el desván de la casona donde ahora vivo y que antes fue de mi padre y antes del suyo, encontré un viejo diario de pesca que supuse de mi abuelo. A parte de su valor sentimental no había nada en él de gran interés. Intercaladas entre la mayoría de las páginas en blanco estaban anotados los ríos visitados, el tiempo, las capturas, las fases de la luna, quién le acompañaba, horarios de trenes… Solo lo escrito en la última página me dejó paralizado, con la tinta pálida pero todavía legible había una sola frase:
"Hoy he vuelto a luchar contra la Sombra".
El tiempo para el pescador no existe aunque su cuerpo se rinda antes, el tiempo para un pescador verdadero es un caballito del diablo que flota sobre el atardecer y no se posa nunca, un caballito de color rojo como la sangre de los peces y de los hombres.

martes

PENSAR

(Pintura de Gibby Rowan)

Nuestro cerebro no para de recordar, procesar, planificar, imaginar, anticiparse, viajar por el espacio-tiempo con sus angustias y esperanzas.

Sin embargo en el río el cerebro se ocupa de otra cosa, de no tropezar, de mantener el precario equilibrio en el lance, de contemplar el paisaje, de medir la fuerza y la coordinación para que el señuelo o la mosca vaya donde deseamos, de pensar como una trucha, de sentir como un poeta. Ya no somos el oficio que nos ata al mundo ni ningún otro disfraz, somos sólo un pescador en un río cristalino y bronco dentro de la soledad tranquila del día.

Dice mi hijo el pescador: cuando pesco no pienso en nada.

No sé si se detiene el tiempo. Es posible que en el río hayamos descubierto un pliegue del tiempo en el que nos sentimos a salvo de ese otro tiempo lineal, rutinario y agobiante que nos empuja a la prisa, los logros, la productividad y todo eso que dicen importante.

Yo cuando pesco si pienso. Pienso como un pescador.

lunes

ARRIESGAR

Antes, un primer día de apertura de la veda sin haber cogido unas cuantas truchas no era un día feliz. Ayer sólo me picó una buena trucha y se escapó.

Mi hijo el pescador se sentía feliz, se le notaba feliz, ponía su corazón en cada paso y cada lance aunque no le hubiera picado ni una. Yo he tardado más de cuarenta años en sentirme como él junto al río, con truchas o sin truchas, feliz y afortunado por el hecho de estar ahí, metido en el agua, sintiendo su frialdad, la corriente fuerte, la primavera despertándose, nada más.

La felicidad, su secreto, no está para el pescador en los peces sino en el río, en su corriente, en las piedras suaves y pulidas por miles de inviernos. Mi hijo el pescador me lo descubre sin decirlo. Los torpes como yo, hay cosas que tardamos mucho tiempo en descubrir y en aprender. Me he levantado antes del amanecer cuarenta años para ver salir el sol junto al agua y lanzar mi señuelo lejos, en lo más profundo, en lo más oscuro, en el lugar misterioso donde acechan las truchas más grandes y los días más intensos.

Mi hijo el pescador dice que ha perdido tres señuelos. Mi hermano Ángel le responde: Y muchos más que perderás, hay que arriesgar siempre si quieres ser un buen pescador. Mejor perder señuelos en el río que tenerlos en una caja en casa, inútiles.

Arriesgar, derrochar los días, sentir que mi hijo el pescador ya sabe más que yo.

miércoles

MÁS


(Ilustración de Charles Harper)
Mi hijo el pescador viene abrazarme. Siempre se despierta por la mañana con una sonrisa y nunca le cuesta salir a la madrugada, nunca tiene frío, siempre quiere patinar, nadar, correr, montar en bicicleta, salir a cazar o a pescar. Me enseña que el cuerpo sirve para otra cosa además de para entumecerlo y olvidarlo delante de un ordenador. El cuerpo quiere marcha, campo, caminar, horizonte. Llevamos en movimiento miles y miles de años y sólo unas pocas décadas de vida sedentaria.
Pescar en el torrente hace que pongamos en acción todos los músculos, el equilibrio, la coordinación, los sentidos. No entiendo al pescador sentado.
Un filo de luz tenue por el este. En la radio suena entonces una canción de Joan Manuel: “…y el sol sólo es el sol si brilla en ti. / La lluvia sólo lluvia si te moja al caer. / Cada niño es el tuyo, / cada hembra, tu mujer. / Vivir para vivir. / Sólo vale la pena vivir para vivir….”
Y mi hijo el pescador dice: Claro, para qué más.

martes

ELLA



Me pregunta mi hjo el pescador por esta foto. Hace muchos años. El lugar era uno de esos charcos grandes y hermosos con una tabla estrecha y honda en la cabecera, una corriente rápida después, una amplia poza oscura de orilla pronunciada con un inmenso cancho en frente y varios árboles con las raíces en el agua. Después la poza se va ensanchando hasta quedar convertida en una gran tabla, todavía profunda, de treinta metros o más de ancha.

Para pescar ese charco hay que cruzar un brazo de la garganta porque justo ahí se divide en dos para luego debajo de la tabla volver a unirse. Pero hoy el río esta bravo y bronco y no se puede cruzar por ninguna parte. Además justo en ese lugar se forma un embudo y toda el agua del charco se concentra en un único torrente blanco que ruge. Pero no me resisto, es un pecado no intentar siquiera un lance larguísimo y parabólico para intentar llegar al menos con el señuelo hasta la tabla ancha. Lanzo con todas mis fuerzas sus buenos treinta y muchos metros de sedal del cero diez. Apenas he recogido un par de metros cuando todo se para, alzo la caña y veo un segundo una gran silueta plateada. Al instante siguiente, cuando tenso un poco el sedal aquello sale disparado hacia arriba y luego a toda velocidad hacia abajo mientras el seguro suelta hilo sin parar y yo intento controlar sin poder a un pez enorme que se descuelga corriente abajo por toda la torrentera blanca sacando metros y metros de sedal. Corro orilla abajo pegando saltos por pizarras y zarzas, me caigo un par de veces, tenso un poco el seguro, solo un poco, porque se que el hilo de tres kilos de resistencia no da muchas alegrías si se roza con una arista de pizarra. Por fin consigo aorillarla aunque se sigue revolviendo, intentando volver a lo profundo. Es bonita, con pintas rojas bien grandes. No había muchos peces como estos en Jaranda. Nos reunimos los hermanos a descansar un rato y tomar el bocadillo, ¿qué tal?, preguntan, "nada, una de la marca" y me descuelgo la mochila para sacar el truchita de sesenta centímetros de largo. Un par de kilos, calculo a ojo, casi tres kilos pesará después. Mi hijo el pescador mira y remira la foto. Sé que pronto cogerá él una igual y esta vez la trucha volverá al agua.

lunes

EFÍMERA


(Pintura de Diane Michelin)
Se equivocaron todos los economistas teóricos del ocio. El ocio, el tiempo del ocio se ha estancado. Hace veinte años se auguraba un futuro con menos horas laborales y más horas libres para "gastar y consumir" o para no hacer nada. Luego la revolución de las nuevas tecnologías prometía algo parecido, los ordenadores, las máquinas y los robot mantendrían la productividad y tendríamos más horas libres. Pero no es así. China y el resto de países emergentes han propuesto el ejemplo contrario que tarde o temprano vamos a seguir todos. Mi hijo el pescador no ha leído a Paul Lafargue pero piensa como él. ¿porque no hay un equilibrio entre tiempo laboral y tiempo personal?. Trabajamos más, producimos más, pero seguimos trabajando muchas horas y no ganamos más, al contrario, el trabajo es más precario, la jubilación incierta. Este modelo de vida no nos hace feliz y además no es muy sostenible. ¿Porqué no cambiarlo?, la vida es demasiado corta para dejarse engañar.

Acabo de contarle a mi hijo el pescador porque se llama efémera la efémera. Vive un día como adulto. A veces ni eso porque una trucha se la come antes de poder aparearse. ¿y si sólo viviéramos un día? me pregunta. Pero hay tantas preguntas sin respuesta...


sábado

CONSTANCIA


Ni una trucha, ni una picada. Mi hijo el pescador no cambia de señuelo. Yo ando probando primero una ninfa de cabeza dorada, luego una negra con franjas rojas, luego una emergente, luego una baetis negra, chocolate, verdosa, azulada… una tras otra van pasando las mil y una moscas que atesoro en mis cajas. Él prefiere seguir con su pequeña y extraña cucharilla naranja fosforito. Ni un animalillo del río se parece a esa cosa que mi hijo pasea debajo del agua con constancia budista. Que te crees que las truchas no saben que eso que lanzas no es una gusarapa sino un anzuelo rebozado de pelos de liebre. Pero estas no han visto nunca una cucharilla de este color. Las truchas son curiosas. Lo he leído en una revista. Mi hijo se cree lo que está escrito. Aún es inocente.
Yo sigo cambiando de señuelo cada cinco minutos, desmoralizado, cansado, aburrido. Él sigue a lo suyo lanzando su cucharilla naranja, impasible, constante, meticuloso. Hasta que coge una trucha y luego otra. Entonces recuerdo como era yo hace muchos años cuando creía en las palabras escritas y tenía una fe ciega en mis señuelos favoritos, sobre todo en una cucharilla del número uno totalmente negra con pintas rojas. Era el señuelo de los días difíciles. Esos días de picadas escasas había que ser constante, meticuloso, impasible, no cambiar, no desesperarse, seguir paseando la cucharilla negra por el agua. Enfundo la de mosca y cojo la caña de lance, pongo una pequeña cucharilla negra. Ya no estoy ni desmoralizado, ni cansado, ni aburrido, registro el agua con la avidez de entonces. Mi pica al poco tiempo una buena trucha. Tal vez el señuelo no sea lo importante sino la intención del pescador, la curiosidad de las truchas, la constancia, la seguridad en uno mismo.

jueves

FUTURO



El hijo pescador tal vez sueña con ríos de aguas rápidas y truchas enormes. Le miro caminar con su pelo largo al viento y su mirada tan limpia y se estremece mi corazón. El otro día les dijo la profesora que escribieran que querían ser de mayores. Mi hijo pescador lo tenía claro, escribió: “ser feliz, vivir la vida loca”. A mi me pareció un buen propósito, tal vez demasiado ambicioso. Pero un chaval de once años tiene derecho a ser ambicioso. A ella no le pareció tan bien. Esperaba que pusiera “ingeniero”, “médico”, “abogado” o cualquier otra estupidez.
El hijo pescador me enseña a vivir y me enseña a pescar. Nunca se cansa aunque no le pique ninguna, siempre vuelve a lanzar, nunca se queja aunque esté agotado.
Dice que tiene que perfeccionar el lance “de pecho” que es el lance ideal cuando estás rodeado de árboles y zarzas. Cuando cruzamos el torrente le agarro fuerte la mano para que no caiga y se moje. Pero es el quien me agarra bien para que no me moje y me caiga en la vida.

NUDO


Mi hijo el pescador nunca quiere que le ate yo el señuelo. Hace un sencillo nudo Palomar en un segundo y corta el sedal sobrante con su navaja suiza. Luego los dedos, el brazo, la cintura, los ojos, el instinto, el corazón lanzan el señuelo hasta ese rincón oscuro de la chorrera donde está cazando la trucha.
Le digo: tan importante es la resistencia del sedal como del nudo. Hacer nudos es una ciencia, una asignatura imprescindible para el pescador. Antes que a pescar me enseñaron a hacer el nudo al anzuelo. Los hombres se dividen en dos clases, los que saben hacer el nudo a la corbata y los que saben anudar un anzuelo. Los primeros se ponen la corbata para pensar sólo con la cabeza y no con el resto del cuerpo; los segundos anudan el anzuelo para pensar con el cuerpo, los ojos, el instinto, el corazón, los dedos, la memoria. Llegas al río, montas la caña, atas el señuelo o la mosca y ya eres otro. Ya eres pescador.
Sólo he conocido a un pescador que se ponía para pescar corbata. Un gran pescador. Era su forma de honrar a las truchas y lanzaba el sedal pesado con una elegancia admirable. Se llamaba Augusto. A su nombre le pegaba pescar así, con corbata.
Para mi un tipo que no sabe atar un anzuelo no es de fiar aunque haga con los ojos cerrados un nudo Windsor a su corbata. Eso no se lo digo al hijo pescador. Ya lo descubrirá por su cuenta.

SAPO

El tiempo aquí es distinto. En el río volvemos al tiempo solar, al tiempo lento, sin horas. El reloj se convierte en un chisme extraño y sin sentido. ¿Qué más da que sean las tres o las cinco? Luego es difícil volver al tiempo civilizado. ¿Civilizado?. Don sapo nos mira aburrido. Don murciélago se ha caído al agua, habrá andado toda la noche de juega y claro. Le salvamos el pellejo y le subimos a un árbol. Hoy por ti mañana por mi. Ambos se tragan un montón de mosquitos y eso se agradece.

El hijo pescador sabe que aquí en el río todos somos animales y hay que llevarse bien. Luego están los cabrones que dejan que se viertan las aguas residuales sin depurar por encima del charco de “Las Pilas”. Don sapo, don murciélago, mi hijo el pescador y yo pensamos lo mismo de esos gilipollas civilizados, que les daríamos de beber todos los días un par de vasos de esa agua enriquecida con mierda. Quien sabe. Lo mismo les gusta. Será ellos no son animales. Dice Don sapo.

HUMILDAD



El río nos hace humildes y sensatos. Hace unos años unos ingenieros querían hacer un puente en el Guijo canalizando la garganta a través de dos tubos de acero gigantes, luego igualando la circunferencia con hormigón y asfaltando el horizontal. Un puente moderno, elegante y rápido. Me parece que no va a caber por ese tubo tanta agua. Decían dos viejos a los ingenieros. Ellos se reían de los jubilados de boina y garrota. Era verano y la garganta parecía pacífica. Llegó el invierno y con la primera crecida los tubos y el puente desaparecieron. Hicieron otro igual, los mismos tubos. Volvió a desaparecer. El agua retorcía el acero como si fuera mantequilla. Entonces hicieron un puente corriente de pilares, feo, pero no obligaba a la garganta a pasar por ningún tubo. Un poco más abajo hay un puente medieval que ha aguantado miles de riadas.
Ruth va a quitarse el mono a un intensivo en el Jerte con dos buenos pescadores. Ellos llevan pescado y compitiendo muchos años. Ella apenas lleva dos años enganchada a los ríos, las truchas y la pesca a mosca. Ellos le dicen: bueno Ruth, luego si quieres te haces una foto con nuestras truchas. Pero es ella la única que pesca una trucha. Ellos bolo.
Me dice mi hijo el pescador que Ruth debería de haber dicho: bueno chicos, si queréis podéis haceros una foto con mi trucha.

(Ilustración de Robert Ramson)

IBOR




En el río Ibor, en abril, suben los barbos desde el Tajo, miles de barbos de buen tamaño. Es un espectáculo maravilloso. Parecen salmones en cualquier río de Canadá. El agua está limpia, el paisaje es salvaje. No es difícil ver en el monte perdices, lagartos ocelados muy grandes, jabalíes, zorros. Hace años ví un lince.
Se pueden pescar a ninfa. Las peleas son largas y duras. Pesca sin muerte.
Mi hermana Marian se vendrá con nosotros a Laponia a pescar truchas y salvelinos. Dice que pescará pero que: no voy a estar diez días de sol a sol con la caña, haré otras cosas. Yo no pienso hacer otra cosa, además el sol no se quita, no hay noche. Pescar con luz a las dos de la mañana, hasta que el cuerpo aguante.
Marian también bajará con nosotros a pescar truchas el primer día de la temporada. Cuatro hermanos y una hermana todos pescadores. Vaya familia. Todos la queremos. Ha tenido que hacerse su sitio entre tanto chico bruto.
Mi hijo el pescador toca el piano con ella, no se le da mal. Todo lo que hace con las manos se le da bien. Es un artista.

A MIL


Fue una pelea emocionante en una tabla honda y rápida. Lancé a la otra orilla, en una zona de sombra, debajo de las ramas secas de un árbol caído y en cuanto tocó el agua el señuelo sentí el tirón. Aquí las truchas saben utilizar la profundidad y la corriente del agua de una forma ¿inteligente?. Aunque sean pequeñas, siempre pelean como si pesasen dos veces más. Esta no era pequeña. Mi hijo el pescador contemplaba la lucha. Desde el recodo del molino de “Las Siete Piedras” hasta el charco “del Águila” esta es de las zonas más bellas de la garganta. Pescaba con un pequeño cangrejito de plástico o con una pequeñísima cucharilla ondulante de dos centímetros que uso tanto con la caña de mosca como con un equipo de lance muy ligero. En cuanto sientes la picada sabes que es una buena trucha, que será una pelea difícil, que el agua es su aliada y no la tuya. El corazón a mil. ¿Quién dijo que pescar fuera una actividad tranquila y reposada? Los amigos o amigas que me han acompañado alguna vez no suelen volver. Menuda paliza chico, no pensaba que pescar fuera tan cansado.
Para mi cansarme aquí es un lujo y un placer. Acabo agotado. Mi hijo el pescador pregunta ¿porqué no me picó a mi si yo había lanzado allí?. Tendremos que hacer a la trucha una entrevista. Yo no lo sé.

PICAN


(Pintura de Diane Michelin)

Mi hijo el pescador me cuida. Dice: no pises ahí que esa piedra resbala.
¿Cómo puede lanzar tan bien? ¿quién le ha enseñado? Yo no. Yo soy un mal maestro, no tengo paciencia, no se explicar las cosas.
No le sale bien el lance “de pecho”. Sedal muy fino, fuerza en el brazo y soltura en el dedo índice. A veces le sale este lance y se sorprende. En Jaranda puedes lanzar como te de la gana pero te metes en Pedro Chate y estás en la selva. Conozco el Amazonas y es más o menos lo mismo. Helechos arborescentes, sauces traidores, ortigas de dos metros, zarzas liana que atraes como un imán. A la altura de Garganta la Olla han hecho una pasarela con barandillas de madera para que los turistas contemplen de forma civilizada la belleza la naturaleza. Esa manía de civilizar la naturaleza.
¿Pican, pican? Pregunta uno de los turistas. El hijo pescador se hace el loco. Hace visera con la mano y espera. Yo también he visto el avispero grande que han hecho las avispas bajo la barandilla. Me da pena el tipo, lo mismo tiene alergia. Le digo. Si, suelen picar porque tiene un avispero a medio metro de su cara, tenga cuidado. El turista se da la vuelta y sale corriendo. Civilizar la naturaleza tiene sus riesgos.

PELUQUERO



Siempre buscaba el sedal más fino y a la vez más resistente, que fuera como el acero y además invisible. Luego el señuelo infalible, la mosca mágica, la piedra filosofal del pescador. Luego el instante perfecto, la hora en la que las truchas se vuelven locas y pican a cualquier cosa. Ya no busco más magia que la que contemplo junto al agua. Todos los días de pesca son perfectos. Tener a mi lado al hijo pescador, contemplar su lance, su concentración su sonrisa. Suena el agua fuerte, huele a romero seco, seguimos las huellas de los jabalíes por la orilla. Recuerdo cada rincón de este río. Tomamos el bocadillo al sol sobre el cancho grande del charco “la Vena”. El musgo seco es como una alfombra. Le digo: Aquí vi sacar al peluquero una trucha enorme, casi no podía con ella. Yo tenía tu edad, once años más o menos.
Recuerdo el instante con una nitidez cristalina. ¿cómo ha podido pasar tanto tiempo?

EDUCAR



(Acuarela de Kendahl Jan)

Me cuenta un amigo yanki que en la escuela de su hijo le enseñan a pescar a mosca, además de lo típico allí: el atletismo, el baloncesto, el futbol americano. Aquí parece que el único deporte que existe es el futbol. Aquí los niños, las niñas se pasan un montón de horas al día sentados en una silla, ante una mesa, unos libros, un profesor o profesora que les pregunta, les hace exámenes, les manda deberes para casa y así pasan otras cuantas horas sentados en una silla, ante una mesa y un papel. ¿Estamos educando oficinistas aplicados? Una amiga experta en la Institución Libre de Enseñanza me explica el interés que tenían los profesores entonces por sacar a los chicos de las aulas y llevarlos al campo, a los museos, de viaje. Mi abuelo, un joven profesor, participó de aquella maravillosa revolución pedagógica. No queda nada de todo eso. Profesores con miedo a las nuevas tecnologías, chicos y chicas que saben más que ellos, 30% de fracaso escolar. Esa chorrada de prestigiar el esfuerzo por el esfuerzo, el respeto reverencial, el echar horas y horas en estudiar, la memoria aún… cuando esta es la generación más lista, más informada, más trabajadora, más despierta y capaz, más políglota… Y en lugar de darles alas se las cortan, en lugar de incentivar la creatividad, la curiosidad, la imaginación, la participación, la discusión, la iniciativa... Se les tiene siete u ocho horas bien sentados, callados, inmóviles, obedientes. El hijo pescador dice en el cole: me voy con mi padre a pescar truchas a Laponia. Y le miran como a un marciano. Huy pescar, que primitivo. No está bien, hay que respetar a los animales. El hijo pescador no se rinde y cuenta que estuvo el sábado en un curso de montaje de moscas con Pablo Castro Pinos. Le dicen: ¿Y no te da asco tocar las moscas?.

miércoles

HERMANOS


La gente dice que nos parecemos pero no nos parecemos en nada. Yo siento que eso es bueno. Sólo nos parecemos en nuestra pasión por la pesca de la trucha. Nos repartimos el río como si fuera nuestro. Yo empiezo en el charco “la Vena”, yo en el “Molino de las Siete Piedras”, yo en las “Tres Juntas”, yo iré contigo. Mi hijo el pescador va con cualquiera. Sabe que cualquiera de sus tíos es un buen compañero de pesca, que le dejarán lanzar en los mejores charcos y el primero. Tener muchos y buenos maestros es muy importante. Cada uno de nosotros pescamos de forma distinta, con un ritmo diferente, con técnicas y señuelos distintos. Pescar en estas gargantas es igual que bailar, cuestión de ritmo, equilibrio, gracia (aunque todos los hermanos somos unos pésimos bailarines. Más sosos imposible).
Esa fotografía tiene diez años. La trucha es mía pero tienen la misma sonrisa que si la hubieran pescado ellos. Para saber compartir un río hay que ser muy generoso. Aquel día yo iba el último y tuve la fortuna.
No nos parecemos en nada salvo en cocinar, en pescar, en bailar. Eso es lo bueno.

GRANDE


(Pintura de T. Kirk)
Se me escapó el año pasado una buena trucha de tres kilos y medio. Muchos minutos de lucha en un charco hondo, con buena corriente, metido en el agua hasta la cintura. No llevaba sacadera así que al ir a cogerla se soltó del señuelo. Menudo cabezón tenía. El hijo pescador pregunta: ¿cómo sabes que pesaba tres kilos y medio si ni siquiera la tocaste?. Le cuento entonces lo de la precisa balanza digital que tenemos los viejos pescadores entre el codo y el hombro. Pero no se lo cree. No he tenido testigos de la pelea así que cuando subo por la dehesa y me encuentro con mi hermano Victor le cuento la película. No me pongo a llorar pero estoy alterado, natural, un truchón así, aquí.
Hace veinte años se me escapó una trucha parecida por encima de “las Pilas” de Collado. Se soltó de la cucharilla a pocos palmos de la orilla y, ya libre, pegó un salto ante mis narices como de un metro de alto, un salto enorme, parecía que iba a salir volando. No he vuelto a ver un salto igual. Entonces, con el corazón a mil me senté en un cancho y me puse a llorar. Mi hijo el pescador no dice nada, entiende porqué aunque no conozca todavía las palabras que nombran ese instante.

BOLO




(Pintura de Rob Chapman)

A veces hay que esperar. A veces cuesta mucho tocar los sueños. Las truchas de la parte baja de la garganta Jaranda siempre fueron grandes, escasas y sabias. No se dejan pescar por cualquiera así que en estas riberas siempre hay pocos pescadores, solo compiten con nosotros las nutrias. Pasaron muchos años hasta cogí por fin la trucha más grande de este río pero fue un día de abril perfecto, en uno de los charcos más bellos, tras un lance larguísimo, tras una lucha corriente abajo saltando de piedra en piedra que aún me sobrecoge y en presencia de mi hermano Fernando que me ayudó a sacarla. He cogido muchas truchas grandes pero ninguna peleó como aquella.
Los pescadores somos unos tipos muy raros. Nos cruzábamos con otro pescador y preguntaba: ¿qué tal? Y nosotros: nada, fatal, no pican. Aunque llevábamos unas buenas truchas en la cesta. Te cruzabas con otro, ¿qué tal la pesca? y tú, cariacontecido: nada, el río está vacío, ya nos vamos. Pero en cuanto le adelantabas y no te veía comenzabas a pescar en el siguiente recodo. Nunca presumir, nunca enseñar, nunca decir. A mi hijo el pescador le preguntan ¿qué tal se ha dado? y él no dice nada, se le escapa la risa y espera a que yo responda al preguntón: fatal, bolo.
Hace veinticinco años sólo conocía el secreto mi amigo Luismi el del estanco. Sonriendo me preguntaba: ¿cuántas llevas? Y yo: cero. Y él sonriendo. Eres un cabronazo. Me enseñaba la cesta y yo la mía. Llevábamos siempre más o menos las mismas.

MI CAÑA DE BAMBÚ


Siempre soñé con una caña así. Mi hijo el pescador y la suerte me regalaron esta preciosa caña de bambú refundido. Él me hace las moscas. Coger una buena trucha con una mosca que te ha hecho tu hijo es algo grande. Él piensa que no están bien hechas, yo creo que son perfectas, las truchas también. Le digo, cuando yo me muera quiero que esta caña sea tuya y que pesques con ella y quiero que dejéis mis cenizas en el charco “del Águila”. Y el dice, cuando yo me muera prefiero que me disequen.
Cuido mucho esta caña de bambú, la tengo en casa en una vitrina, pero también la saco a pescar, las cosas son para usarlas. Lanza suave, nada que ver con las modernas cañas de grafito. El pescador que la hizo pasaba por un momento difícil en su vida. La trajo un amigo suyo al Master de pesca de Jarandilla para sortearla y sacar un dinero para él. Nunca compro lotería, no creo en la suerte, no tenía dinero, pero cinco segundos antes del sorteo pedí prestados veinte euros a Ruth para comprar unas papeletas. Sentí algo mágico, supe que esa caña era para mí.
Entre más de cien personas me tocó, mi hijo era la mano inocente que sacaba las bolitas, no hubo trampa, pero él se siente orgulloso de que me tocase. Siento que en esta caña está el corazón de más de cien pescadores que deseaban el bien a un compañero y también está el corazón de un artista del bambú. Y el de mi hijo el pescador.
Así cualquiera, es imposible no pescar truchas con una caña así.

LIBROS



(Fotografía de Ernest en 1919)

Me gustan mucho los relatos de pesca. Pronto descubrí que casi todos los pescadores, escriban o no, saben contar historias con maestría. Yo no me canso de releer el relato “El gran río de los dos corazones” de Ernest Hemingway, “El río de la vida” de Norman Maclean, “mis amigas las truchas” de Miguel Delibes. Aunque practicamos la pesca sin muerte no me avergüenzo de aquellos tiempos en los que no devolvíamos las truchas al río. No sé que entenderá o sentirá un “no pescador” cuando lea a Hemingway, Maclean o Delibes, es casi imposible que descubra el secreto que hay detrás de la piel de esas palabras. Para un pescador un río es un grueso libro que podrá leer toda su vida y en el las palabras siempre son conocidas, pero distintas.
A veces, antes de dormir, vísperas de un días de pesca, le leo al hijo pescador algún relato:
"Los poetas hablan de pozos del tiempo pero, en realidad, son los pescadores los que experimentan la eternidad comprimida en un instante"

INSTINTO


(Pintura de Bern Sundell)

El equipo de pesca es importante pero es más importante el instinto, la vocación, el deseo, esa extraña forma de felicidad que sentimos en los ríos trucheros. Siempre he pescado sólo. Pescar truchas en un oficio solitario. Sólo he podido pescar acompañado por alguno de mis hermanos y ahora por mi hijo el pescador. Sólo con ellos me siento bien y no me importa que me adelanten y pesquen ellos el charco virgen. He conocido muchos ríos pero pocos tan bellos como esta garganta Jaranda desde el “Puente Romano” hasta las “Tres Juntas”. Educar en la belleza, para eso sirven también los ríos. Compré a mi hijo un buen equipo. Mi primera caña, mi primer carrete, los primeros señuelos fueron heredados de mi padre. Tardé muchos años en conseguir un buen equipo y lo cuidaba, lo cuido como si fuera un tesoro precioso. Tardé muy poco en disfrutar de la belleza de estos ríos. Sólo aquí siento que nada ha cambiado. Tengo el mismo instinto, vocación, deseo, me llena la misma extraña forma de felicidad, pero también otra distinta cuando el hijo pescador coge una trucha y cuando se le escapa.

martes

EL ÁGUILA


Mi hijo el pescador pega un salto de la cama. Son las seis de la mañana. Estaba en un sueño dulce y tranquilo y ahora le empujo a la helada y la noche. Se duerme en el coche, en el breve viaje hasta el río. Ni una pizca de luz. Somos de la tribu de los madrugadores.
Ver amanecer junto al río es ver el primer día del mundo. Bajamos en la penumbra hasta el charco “del Águila”. Yo tenía unos doce años cuando estuve aquí por primera vez. Entonces sí hacían el nido las águilas. Él no sabe aún que está viviendo un día inolvidable. Él no sabe que dentro de treinta años recordará esa mañana fría y transparente. Tal vez entonces hayan vuelto las águilas.

LOS 16


Tenía 16 años y me creía un pescador experto. No lo era, pero si era un lanzador con buena puntería. Era capaz de dejar el señuelo suavemente en un hueco de diez centímetros que había entre dos piedras a treinta metros de distancia. Y lanzar con una mano colgado con la otra de una rama. Y nadar con la caña entre los dientes a primeros de marzo para cruzar un río demasiado crecido. Muchas, muchas veces pude matarme por ahí por pescar solo en lugares realmente peligrosos. Salía de la discoteca a las cinco de la mañana y a las seis y media ya estaba en la garganta esperando a que amaneciera después de andar seis kilómetros a oscuras con las botas altas puestas. Vaya ejemplo para el hijo pescador. Si, cogía muchas truchas y muchas truchas buenas, pero se me escaparon las más grandes. No era un buen pescador aunque si era un incansable depredador. Es irónico que mi mayor competidor por aquel entonces fuera el dueño de la discoteca. Siempre cogía más, siempre estaba en el río, en el mejor charco, lanzando con más habilidad entre la maleza con su pequeña caña de menos de metro y medio. Caminar garganta arriba desde “Las Pilas de Collao” al charco de “Las Brujas”, después de haber estado hasta las cinco de la mañana de ligoteo, cubata va, cubata viene era una práctica de riesgo. Más de una vez y más de tres acabé en el agua. Le digo al hijo pescador: El agua helada de marzo es lo mejor contra las resacas. Y se ríe.

GENÉTICA



Cuatro generaciones de pescadores en la familia. Mi abuelo tenía una hermosa mata de bambú en su finca Santa Lucia, junto a los mandarinos, y nos cortaba unas cañas de cuatro metros que dejaba secar en el desván hasta que estaban listas. Recuerdo la sonrisa de mi padre cuando trajo a casa aquel Bass gigante y yo tenía seis años. Mi tío Angel organizaba las salidas de pesca de nuestra adolescencia. He cogido con él tantas truchas que ahora, en la memoria, me parecen irreales esos días de abundancia. Con mi tío Fernando, mi tío Miguel y mi primo Luismi hemos pasado también muchos días felices en los ríos de la infancia. Somos cinco hermanos y los cinco pescadores. Hasta Ruth la mujer de mi hermano Victor se ha contagiado del vicio. Debe haber algún gen, alguna parte del ADN que nos tira a ser felices junto a una garganta con una caña en la mano aunque ahora sea de grafito. Mi hermano Fernando tiene el nombre del abuelo y ha plantado bambú en su jardín. Cogió el bambú de aquella finca antes de que la vendieran. Volvemos a pescar con esas mismas cañas de nuestra infancia.
Cuando mi hijo el pescador baje al río con una de esas cañas pensaré que el mundo es a veces un lugar en el que se puede ser feliz con casi nada.