jueves

EDÁFICA

Siempre que viajo visito los mercados y también los ríos que tocan las ciudades y los pueblos. Hay pueblos construidos junto a grandes ríos, otros al lado de ríos pequeños, algunos junto a simples arroyos. Pero siempre me produjeron una tristeza profunda e inquietante aquellas ciudades que crecieron lejos de cualquier vena de agua. También las que habían dejado secar el arroyo que en un tiempo más o menos lejano les daba agua y peces, baños en verano, riego para las lechugas, paseos con frescor. O las que habían ensuciado y matado su río hasta convertirlo en una cloaca infecta.
Hace años que los embalses y las canalizaciones han alejado totalmente la conexión vital, mítica y memorialística entre los cauces de agua y los pueblos, la lluvia es para sus habitantes muchas veces una molestia, un estorbo. Ya nadie habla de ondinas o nereidas. La sequía es una abstracción que pocas veces afecta a necesidades vitales del ciudadano. Sólo los agricultores mantienen más o menos cierta conexión de cariño hacia el agua, aunque tampoco demasiada, más allá de considerarla un ingrediente más de sus rentabilidades y beneficios.
Pero el Calentamiento Global está tocando ahora otros ríos invisibles, el de las aguas fósiles que se esconden en lo oscuro, el de la humedad de la tierra. Ya se habla, por fin, de sequía edáfica. Comienza a ser crónico el déficit de humedad de los suelos tantos agrícolas como forestales. Esa humedad que se mantiene en la tierra y evita que nuestro horizonte sea un desierto, esos ríos subterráneos que cruzan España por debajo y hoy son robados por bombas y pozos legales e ilegales.
La sequía edáfica es invisible pero es mucho más terrible que el vaivén temporal de los ríos superficiales. La humedad de la tierra depende de la lluvia pero también de la cubierta vegetal que la cubre, el tipo de agricultura que practicamos y el uso que damos a las infinitas pequeñas arterias que al final confluyen en un río.
Cuando la mitad del país sea un secarral invivible, un desierto sin cuento, un espacio definitivamente muerto, se clamará buscando a los responsables del desastre. Fuimos todos por olvidar las ondinas, las nereidas, los duendes y las náyades. Por olvidar que nosotros, nosotras también somos de agua.


He ido a por mi ración de “carne de oso”. Las rocas se reflejan en el agua. No ha hecho calor aunque ya todo está seco. Lanzo en las sombras, sale algún pez, camino largo rato entre las piedras buscando quién sabe, un comizo gigante, la brisa fresca de las ocho de la mañana, su olor a camomila y hierbabuena, algún corzo abrevando. Esta vez mi “carne de oso” ha sido un puñado de poleo salvaje recolectado en la orilla del río que luego, ya en casa, he utilizado para aromatizar un gazpacho espeso, fresco y fino al que no añado pan ni agua, lo hago sólo tomates, pepino, pimiento rojo, ajo, sal, gotas de vinagre y aceite de oliva. Todo muy triturado en la batidora de vaso y luego pasado por el chino.
Primo Levi, sefardí, químico, escritor, antes de que intentaran destruirlo en Auschwitz como nos contará en “si esto es un hombre”, era un chico deportista y un aventurero algo inconsciente y atolondrado. Un día sube con un amigo a la montaña, se queda aislado y tiene que pasar la noche en la intemperie helada con una hoja de lechuga como único y ridículo alimento. Muchos años después escribirá: “Eso es la carne de oso, y ahora que han pasado tantos años, lamento haber comido tan poca, ya que, de todo lo que la vida me ha dado de bueno, nada ha tenido ni de lejos, el sabor de esa carne, ese sabor que uno experimenta al sentirse fuerte y libre, libre hasta equivocarse, y amo del propio destino”. Desde que leí estas palabras en “el sistema periódico” es como denomino a estos momentos de placer y libertad que son preciosos y escasos. Los que gustan de la “carne de oso”, envueltos en la intemperie deseada, saben de qué hablo.



Hace tres mil años fabricaron el muro, equilibraron las piedras para hacer un hogar, sujetar la tierra fértil en los bancales, construir un molino de agua para moler trigo y hacer el pan, machacar las aceitunas y hacer aceite, quizá eso sería unos cientos de años después. De todo eso queda la higuera y el almendro, las ruinas, los indicios, nada más. Los barbos siguen subiendo por ahora, su empeño de millones de años se mantiene. Nosotros apenas llevamos aquí esos pocos miles y ya abandonamos este arroyo. Tal vez solo sea una pausa urbanícola, un vacío temporal mínimo entre los puñados de siglos de campeo, una huida equivocada aprovechando la inercia de la flecha del progreso. Tal vez no. Al menos no hemos aniquilado este pequeño río, salvado de milagro, por olvido. Otros, tan cerca, no han tenido esta suerte.
Este barbo tiene parientes en los norte de África. La Península Ibérica estaba totalmente aislada del resto de Europa desde el Oligoceno-Mioceno. Luciobarbus bocagei y comizo se diferenciaron del resto de especies ibéricas hace unos 3,7-6,9 millones de años, este margen de error, este intervalo es enorme, ya lo sé, nosotros por entonces sólo éramos ardipithecus, no más grandes ni más listos que un chimpancé. Los comizos tiene mucho más genio, son más depredadores, más tragones y más arrogantes pero el represamiento de los grandes ríos que ha hecho el chulo homo sapiens les ha ido fatal. Hay cada vez menos. El Antropoceno que bautizó Crutzen ha transformado el mundo pero su registro geológico sólo lo podrán constatar los marcianos del futuro. Encontrarán preciosos fósiles de comizo y botellas de agua mineral de plástico chafadas. O tal vez el sedimento radioactivo de un escape aquí al lado y otras chatarras que hoy usamos.
En la orilla la temperatura es fresca, por encima del murete del molino ya hace mucho calor. Así entiende uno lo que son los microclimas y como el agua y la vegetación transforman por completo nuestro bienestar en tan solo unos metros de distancia. Los coleópteros se ponen ciegos de polen y néctar, para ellos son tiempos de abundancia y tienen que aprovechar. También los nemópteros andan de orgía. Los grandes comizos te pueden sacar la línea entera si tienen agua abierta, pero aquí no es el caso, corren río arriba rabiosos por mi molesto juego. Yo sólo he visitado este río treinta y cinco años. Algunos años no vine ningún día y sentí que era una pequeña traición, una forma invisible de abandono que a mi me dolía, temía que al año siguiente ya nada existiera. Hoy comparto con los amigos este rincón del mundo. Ya está en ellos.


Los visito y los disfruto con inquietud. Son ríos frágiles, con estíos acusados, a veces corre un hilito de agua, pero si corre y es agua limpia, no importa. La vida se conforma muchas veces con poco, con casi nada, pero si falla el poco todo muere. Basta un “pequeño” vertido puntual, una derivación ilegal, una motobomba para chupar gratis. Basta una agresión con esa arrogancia o esa ignorancia que solemos tener hoy los humanos para que el río se extinga. Correrá agua de nuevo en invierno o cuando haya una tormenta pero ya no será un río. Y no habrá denuncia, ni escándalo, ni tristeza pública, ni exclamaciones y condenas en las redes sociales. Nadie sabrá que ha muerto. Conozco algunos, ya demasiados, medio secos o sucios, o secos del todo y llenos del todo de mierda por todo el país. El calentamiento global hace lo suyo, pero hay quien se empeña en acelerar el desastre. Pero defenderlos es luchar contra el olvido que seremos...