miércoles

AUGUSTO



Hay días que sólo encuentro la elegancia a pie de río. La elegancia es la forma que toma la belleza cuando nadie la exprime ni la obliga con retóricas o jardinerías, cuando la vida salvaje se organiza y nosotros logramos ver o imaginar debajo de ese caos su sentido y su equilibrio. Pero no vale sólo con mirar, es necesario saber, ser curioso, investigar, descubrir, conocer cuales son las leyes invisibles que han hecho posible todo esto.

En las selvas urbanas ya sólo encuentran elegancia los arquitectos pagados de sí mismos o los poetas del lumpen que igual se fascinan por una máquina electrónica que por una vieja estatua cagada de palomas. En las selvas urbanas el pescador se aburre aunque en otro tiempo fue allí donde encontró emociones y placer, amistad y fiesta, amor y risas. Pero esa es otra historia.

El pescador en su atuendo, de alguna forma, muchas veces tambien poco visible, intenta la elegancia. Pero vestido con su equipo se parece más a un comando que se va a adentrar de misión en el corazón de las tinieblas y lleva todo el equipo necesario para cualquier contingencia. Sin embargo hay detalles, guiños, gestos que hablan de esa voluntad: el viejo sombrero, el pañuelo del cuello, la simetría con la que ha rellenado todos los bolsillos y colgajos del chaleco o la forma en la que escribe en el instante y sobre el agua un simple lance rodado. Elegancia.

Y recuerda el pescador a otro colega realmente elegante, leyó muchas veces sus palabras en viejas revistas y contempló su estampa dandy en las fotografías. Su sombrero emplumado era inconfundible, como sus camisas de cuadros, su corbata, su ademán con la seda y su forma de escribir. Nunca lo conoció en persona pero aprendió de él muchas cosas para ser elegante en el río y con los peces. Este pescador se llama Augusto Rodríguez.

Ahora que todos vamos al río pertrechados como para ir a una guerra, que se impone el perdigonismo, pescar al hilo, exprimir las pozas, lanzar lejísimo, poseer lo último en equipo, sedales y señuelos, recupero a veces las lecciones de Augusto, pescar con voluntad de elegancia en cada gesto o astucia y ser elegante con las truchas y el agua, como ellas lo han sido siempre conmigo desde la armonía salvaje con la que nos obsequia el río a cada paso.

jueves

ACERTIJO



Al pescador no le asusta el frío, respira el aire bajo cero y se siente bien caminando por la orilla del pantano, contemplado el agua verdiazul que comienza a sobredorarse cada vez que los rayos de sol rompen la niebla.
Lanzar el amasijo rojizo de pelo de conejo con una caña del siete y una línea hundida se parece poco a la grácil danza de una seda del dos haciendo volar una pequeña efémera amarilla. Tampoco es igual el silencioso espejo del embalse que el bullicioso torrente que le gusta vadear en Primavera. Pero la vida es eso, adaptarse, aguantar lo que toca, explorar nuevas formas de libertad y agua, no pararse nunca a lamentarse por todo lo perdido o todo lo pasado.

Le gusta al pescador esa parada seca, ese clavar sin miedo, un poco bruto, ese pulso a dos manos contra el Luciaco. Y luego su bella estampa de bestia dentuda, los verdes aterciopelados de la librea, su cuerpo de pez medio serpiente. Y sobre todo le gustan en especial esos largos segundos mientras se hunde la línea y el señuelo, unos instantes que se estiran hasta llegar a esos lugares profundos donde están acechando los monstruos de los niños pescadores.

Se ha escapado el pescador de la ciudad. Necesitaba el inmenso abrazo de la soledad y del silencio, un horizonte hostil, un poco de aire frío, de intemperie real. Las otras intemperies urbanas, los otros fríos cotidianos son los que hacen más daño y congelan la verdadera voz de las palabras. En cambio aquí la ropa es buen refugio y no hay otra verdad que la que sienten sus dedos empuñando la caña y el sedal hasta que llega al fondo.

Le hace gracia recordar precisamente ahora, peleando con el segundo lucio de esta mañana, esos versos de Cernuda: “Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo". Hay quienes buscan refugio en lugares cerrados, confortables y calientes, otros en cambio encuentran abrigo y protección en la intemperie fría del campo, luchando contra un pez, teniendo la certeza de que ningún objeto ni guarida pueden alargar la vida. Pero el amor y la amistad, los ríos y los bosques hacen más agradable este acertijo.



domingo

BISONTES


Me refugio de estas lluvias, nieves y fríos montando ninfas de colores y leyendo “Butcher´s Crossing” de  John Willians que me trae ecos de Melville, Cormac Macarthy, Noman Maclean y Vardis Fisher. Es un libro que describe la libertad de los grandes campos abiertos de Kansas en 1870 y de las últimas grandes manadas de bisontes. Suelen editarse en España pocas novelas en las que “hay árboles” o ríos o grandes llanuras de hierba. Esta es una original historia “del Oeste” que merece la pena leer.

Con una prosa sencilla, precisa y bellísima nos cuentan como era aquel último retazo de una naturaleza que en tan poco tiempo pasó de ser un paraíso real a memoria muerta. Para nosotros ya es imposible imaginar una manada de treinta mil bisontes o unos ríos prístinos llenos de grandes truchas en los que no hay nada que nos indique que existen los hombres cerca.

Pero gracias a John Williams esta tarde de lluvia sí puedo imaginar aquel tiempo, no tan lejano. Sé que es uno de estos libros que dentro de pocos o de muchos años leerá con placer, una tarde de frío y de lluvia, mi hijo el pescador.


viernes

COMER II



A pesar de lo que digan antropólogos y genetistas, de la familia se hereda poco más que la forma de la nariz, el color de los ojos, un apellido y la quesofilia.

En mi familia rompemos la media per cápita de consumo de queso de 9 kilos al año y nos acercamos a la media europea de los 18 kilitos. Somos unas familia quesófila. Nos tira al monte más la cabra o la oveja que la vaca pero no hacemos ascos a ninguna leche (búfala, camella o yak), tampoco a la forma, color, olor o estado de curación de cualquier queso. Pero tantos años de cata nos ha hecho quesófilos exigentes y tal vez demasiado críticos. Al volver de un viaje, cerca o lejos, en la maleta suele venir perfumando la muda y sus alrededores un surtido de quesos para luego compartir en familia, hacer una cata y polemizar un poco.

Hay por ahí cada vez más quesos insulsos, plasticosos, malplagiados, infames, hechos con milleches y polvitos diversos. Cierta parte de la industria está homogeneizando y empobreciendo la inmensa variedad de quesos de este mundo, sin hablar de la maniática condena de europeístas estreñidos (quesófobos sin duda) a las leches crudas, las hojas de roble, los cuajos de verdad naturales, los maravillosos ácaros o algunos mohos mágicos. Por suerte hay muchos heroicos queseros y a la vez ganaderos que han recuperado exquisitas variedades casi extintas y consumidores con fundamento a los que no se las "dan con queso" y buscan, pagan, saborean esas delicias recuperadas del olvido y la marginación de leyes estúpidas y mercadotecnias bárbaras.

Me es imposible elegir entre cientos de quesos maravillosos que conozco y en esta cuestión, como en casi todas, soy muy poco nacionalista. Pero hay dos que para mi no son queso sino golosina: la torta del Casar y el Picón de Tesviso.  A ambos quesos les va muy bien una seca, ácida y fría sidra natural, un buen pan tostado y un horizonte lejano y poco urbanizado. Yo suelo elegir Picos de Europa o la cara sur de Gredos, pero me serviría también cualquier otra montaña salvaje del mundo mientras descanso a la vera de un río. Con los ojos cerrados y a distancia, sólo por el olfato, uno puede saber que se ofrecen esos quesos en la mesa, apestan de exquisitos. La infinita curiosidad de los humanos hacia lo comestible nos hace descubrir que hay cosas que huelen mal y saben bien (un queso) y cosas que huelen bien y saben fatal (un perfume).

Me como la torta untando grandes porciones en pequeños pedazos de pan con una espátula de palo que acabo de labrar con la navaja. Entre uno y otro queso, a modo de descanso, devoro a mordiscos una reineta ácida. Saboreo después el picón en pedazos pequeños, casi sin pan, permitiendo que su textura se vaya deshaciendo en la boca y refrescándome luego con un buen buchín de sidra. Hermano así en el paladar y en la memoria a Extremadura y Cantabria dos de mis patrias quesófilas.

Tras la merendola sigo pescando. Y quién imagine o suponga que soy un contemplativo o un sedentario que se atreva a seguirme torrente arriba tras las truchas. Se me olvidaba que también heredé de la familia, además de la forma de mi nariz judía o la quesofilia, esta pasión incansable por la pesca con mosca.


miércoles

COMER I


Guillermo, Fernando, Angel Luis e Iker asistiendo al milagro de la multiplicación del pan y los peces.


Mi hijo el pescador es comilón y glotón, disfruta con comer, es curioso e inquieto y no tiene prejuicios gastronómicos. Además está delgado, no le gusta la vida sedentaria a la que le obliga la educación de pupitre y silencio que tenemos en esta España que no parece del siglo XXI. 

Cualquier pescador sabe que el río da mucha hambre y que esa sensación de apetito, tras muchas horas metidos en el agua, haciendo equilibrios sobre las piedras y caminando por ahí es muy placentera. Paramos un rato a descansar y sacamos el picoteo, la navaja, la anécdota asombrosa. Si estamos en nuestros remotos rincones preferidos solemos elegir el minimalismo tradicional del jamoncito bueno, el queso en aceite, la morcilla de calabaza, el ántima, el pan, los higos secos rellenos de nueces y el dulce membrillo. Si estamos cerca de la civilización elegimos tascas en las que se puede entrar con el vadeador puesto.

En ocasiones he hecho emparedados y tortilla de patatas o he llevado turrón de postre, termo de café con miel y buen chocolate negro. De entre las tascas tengo especial aprecio a la Cueva de Silverio en Garganta la Olla donde, a eso de las doce, muchos domingos, casi recién abierto el bar, subíamos a almorzar varias raciones de callos con tomate, otras tantas de cochinillo con patatas fritas y magro con pimientos empujado todo con buen pan, abundante cerveza y mucha hambre. El bar está a menos de cincuenta metros de la misma garganta y podíamos subir con la caña armada y el vadeador por disfraz. Yo en Garganta la Olla siempre me he sentido como en casa, la gente de allí es muy orgullosa y muy hospitalaria, nada ni nadie les achantó nunca y aman cada pequeño bancal de tierra como a una patria.

Hay otros bares, tascas, cantinas y tugurios junto a los ríos de mi vida en donde nos dieron bien de comer y beber. A todos ellos los guardo en mi memoria con cariño porque el pescador, ya muy quemado de río, agradece que no le embromen, ni le hagan esperar, ni le miren como a un bicho raro, ni le desplumen cuando pide de comer.

Pero parar a comer, con hambre, junto al agua, a pie de río, es uno de esos grandísimos lujos placenteros que tenemos los pescadores al alcance de la mano. Aunque sólo lleve ese día pan y jamón o un puñado de higos no los cambio ni por el mejor menú en Le Meurice.


jueves

ALTO



El hijo pescador ya tiene casi mi altura. Largo, flexible y fuerte como una buena caña, esas que saben ser delicadas con las posadas y resistentes con los tirones de un gran pez.

El hijo pescador crece y cada día entiende menos mi trabajo, antes con lustre, ahora precario. Él está más en las cosas visibles y tocables y menos en la Babia teórica de las hipótesis, las utopías y las historias. Al menos coincidimos en el río. En el agua todo es real y aunque yo la revista de palabras sigue siendo agua, no necesita burbujas.

Al hijo pescador no le gusta mi trabajo, él será un hombre de acción, no de andar metido en oficinas renombrando los trucos de magia, las mentiras piadosas o los cantos de falsas sirenas que inventa la sociedad de consumo. Al menos en el río tenemos casi la misma edad. Él se tropieza igual que yo e igual que yo pierde truchas y se deja deslumbrar por la belleza.

Uno desearía ahorrar al hijo pescador las humillaciones, derrotas, desamores, traiciones, silencios, baraturas e infamias que implica la guerra laboral en la que estamos obligados a luchar para pagar las facturas y comer caliente. Y ahora mucho más porque todos los perros rabiosos tienen licencia legal para morder y todos los vampiros pueden chuparnos la sangre sin temor a que a alguien se harte, afile una estaca y se la clave en el corazón.

En cambio no quiero ahorrarle las caídas en el río, el cansancio de verdad o que una trucha enorme se le escape casi de las manos a pesar de haberla pescado en buena lid y con mejor tacto. Las derrotas en este mundo casi nunca están afinadas por la justicia, tampoco las del río, sin embargo junto al agua uno comprende que ganar o perder, el dolor o la risa nos ayudan con igual peso a ser mejores pescadores.