viernes

ESPIA (Vuelvo a publicar este viejo relato...en memoria de H.)



Te enviaron a Praga para cerrar los flecos del intercambio. Los elegantes chicos de MI6 no se fiaban demasiado de tu pasado comunista, de tu fugaz experiencia en las Brigadas y tus buenos contactos con algunos de los pocos supervivientes de las purgas estalinistas.
Te pararon en el control de pasaportes. Te cachearon a conciencia semidesnudo en una de aquellas habitaciones grises y heladoras. Te lanzaron a la cara todo el cuestionario más típico pero el policía era demasiado joven. Tus jefes todavía se rascaba la urticaria de Philby, Maclean y Burgess. Habías tratado mucho a Burgess así que tuviste que pasar por todo el tedio de las entrevistas de descontaminación marxista. Sin embargo te constaba que tu cabeza se salvó por tus “simpatías anarquistas contradictorias con su acendrado y burgués hedonismo gastronómico y sexual” ¿Qué analista político, qué gris funcionario del departamento había escrito aquella poética frase definiéndote tan bien?

A la salida del aeropuerto te esperaba Oleg Barak con su flamante VAZ-2103 de un poco discreto color naranja pálido. No llevaba con él ninguno de sus gorilas. Sabías que Andrópov tenía plena confianza en su lealtad, pero el gris mandamás del KGB desconocía que Oleg valoraba la amistad por encima de cualquier fidelidad comunista.
Como otras tantas veces despachasteis los asuntos oficiales en cinco minutos. El intercambio se realizaría en Berlín una semana después. A ambos os parecía justo el “dos por cinco” considerando que los dos ingleses ya había largado todo lo largable sin demasiado maltrato y los cinco rusos eran agentes de tercera que apenas habían podido pasar codificado poco más que un plano del metro de Londres para turistas. 
Como otras tantas veces el checo había preparado a conciencia todo el equipo necesario: los nuevos vadeadores, las veteranas Pezon de bambú y el refrigerio en un bonito cesto de pick-nick. El policía del aeropuerto había abierto la preciosa caja de madera de brezo esperando encontrar dentro habanos frescos. Cuando vio que eran cuatro docenas de moscas ahogadas inglesas cogió algunas con total descaro y se las guardó en el bolsillo de la guerrera. Oleg reguñó algunas palabras en checo cuando le contaste el percance. Era seguro que mañana el policía le devolvería su regalo con los anzuelos enganchados en el belfo o alguna otra parte menos noble.

Llegasteis al río tras una hora de viaje. Os quitasteis los disfraces de viejos burócratas y os vestisteis con las cómodas ropas de campo y los nuevos vadeadores fabricados de forma artesanal en las industrias secretas del Pacto de Varsovia. Eran de un tejido nuevo muy ligero, impermeable y además transpirable, algo como de otro mundo. Copiado de los americanos, por supuesto. Te había confesado el checo. Armasteis las cañas de bambú y atasteis las moscas inglesas de la caja que habías traído y que habían sido montadas una semana antes por el gran Peter Deane’s. Ambos cumpliríais el mes de mayo los sesenta y dos así que la caja de raíz de brezo era el regalo de cumpleaños que le habías preparado a tu viejo amigo, alias "el ogro" para el servicio.



Se divirtieron toda la mañana pescando grandes tímalos y buenas truchas. A eso de las tres pararon a almorzar. Como era costumbre Oleg había preparado una comida de príncipes: lonchas de esturión y anguila ahumada, una lata de casi medio kilo de caviar, pan de centeno recién horneado, mantequilla fresca, salchichón de venado, vino blanco húngaro y el mejor vodka polaco. Saborearon con delectación el banquete y remataron el festín con dos tazas de buen café ugandés que el checo había traído preparado en un viejo termo de campaña. Salud. Gritaron a la vez. Luego volvieron a pescar hasta que comenzó a oscurecer. El río le pareció entonces la lengua viva e inmensa, color plata vieja, de algún gigantesco monstruo de otro mundo. Le recordó una de aquellas difusas pinturas de Willian Turner o uno de aquello ríos mansos de Irlanda a los que se escapaba en vacaciones con su hijo pequeño.

De vuelta al aeropuerto acordaron los últimos detalles del maldito canje y se intercambiaron también las prolijas carpetas con los documentos falsos que habían preparado durante muchos meses sus equipos respectivos.

Iker se durmió durante el vuelo nocturno de regreso a Londres. Soñó de nuevo con aquellos días de la guerra de España en los que había conocido a Oleg, Oleg Snicek el pelirrojo, Oli el ogro. Para Iker no tuvo nada de heroico empujar al checo hacia aquel socavón en la orilla del Jarama en el justo momento en el que reventaba un obús que segó la vida de tres brigadistas franceses. Una esquirla le hirió gravemente en la cabeza. Oleg cargó entonces a sus espaldas el cuerpo inerte de su amigo y le llevó hasta el lugar en el que estaban refugiados los aterrados camilleros. Luego fue a visitarle al hospital de sangre que había en el Palace muchas veces y descubrieron que tenían algo más en común que sus ideas sobre la revolución, su gusto por la buena mesa, la pesca con mosca y los libros de Mark Twain.

Ya de noche, Oleg, mientras esperaba a Erika en su pequeño y espartano apartamento del barrio del Castillo, se servía un poco de slivovice y contemplaba fluir el río Vltava a la luz de la luna. Abrió la cajita de brezo, pasó sus dedos por encima de las plumas suaves de las moscas que le había regalado su amigo y sonrió al pensar que su tacto se parecía mucho al del trigueño monte de Venus de su amiga ¿Que hubieran pensando en los despachos del KGB o del MI6 si en todos estos años alguien les hubiera fotografiado a los dos juntos, allí en el agua, lanzando con habilidad unas pequeñas moscas a las cebadas que rompían la plata líquida de un río no muy lejos de Praga?



lunes

MY TIME


Está allí abajo, justo detrás de la piel de agua del mundo, acomodada en el fondo del sueño, en la penumbra de cristal que nos separará siempre y con ella otras muchas, tal vez unas decenas o cientos, deseas que miles, igual que en otro tiempo ya remoto, impreciso, olvidado, cuando los hombres creían que dios era una montaña, una nube, una serpiente o un gran roble. Eso ves al mirar, eso contemplas a pesar de los reflejos que te deslumbran cuando quieres descubrir su silueta y no puedes saber si es verdad o si ya no hay ninguna.

Al subir mucho después para encontrarte con la vida que dejaste en la ciudad, Jhonny Cash va cantando “A legend in my time”, 
If loneliness meant world acclaim
Then everyone would know my name… 
y no sabes entonces si es más auténtico el hombre que va conduciendo cantando o el otro que pescaba en silencio hace un rato con las piernas metidas en el agua y los pies rozando las mismas piedras pulidas que la esconden.

El mercado pone en valor objetos, sucedáneos y fábulas, precio a las cosas, al tiempo o a la gente. Pero el tiempo en el agua alimenta la vida, breve siempre, y cualquier aplazamiento quema los días que importan. Por eso siempre vuelves a ese río y a ese tiempo donde aún queda un árbol que es dios. O un pez.





martes

PERSISTENCIA


Pescar en la parte baja de J. tiene todos los inconvenientes de los que rehúyen la mayoría de los pescadores: No se puede dejar el coche a pie de río y hay que dar un largo y dificultoso paseo hasta llegar a la orilla. Hay pocas truchas y las pocas que hay, grandes y gordas por la abundancia de comida nutritiva en forma de cangrejos y peces, son muy volubles a la hora de gastar esfuerzos en morder una ninfita escuálida o una mosquita sin chicha. La orilla no es fácil de andar por la alternancia de “bolos” pulidos y zonas de piedras rotas y afiladas que te obligan a estar siempre en equilibrio precario, alerta a caídas, tropiezos y chapuzones.

En el otro plato de fiel de la balanza podemos pesar lo bueno: apenas hay pescadores, (salvo algunos persistentes cesteros que con cañas de cebo de salmón y lombriz en ristre siguen empeñados que recolectar la cena). Tiene parajes bellísimos con buenas pozas, tablas rápidas de mediana profundidad, nutrias y águilas por compañía, las montañas nevadas de Gredos al fondo y la posibilidad cierta de poder clavar de cuando en cuando un ejemplar de buen porte que además luchará como ninguna otra trucha de ningún otro río al estar acostumbradas al gimnasio y los concentrados de proteínas.

Pero para pescar allí hay que tener la afición blindada y a prueba de bolos, una fe prometeica en nuestras propias artes, saberes y señuelos, y la agilidad y reservas de energía suficientes para aguantar el tute de horas y horas caminando cual saltimbanqui loco sin tocar escama. Cualquier pescador puede bajar allí para probar, un día cualquiera, por desahogo, por curiosidad, por “una vez al año no hace daño”. Pero bajar con regularidad ya es otra cosa. Sin embargo a mi hijo el pescador le gusta ir. Tal vez lo entiende como un reto, una forma de disciplina, una voluntad de empeño, de mantener la afición, o la fe, o las ganas, o quien sabe. Tal vez los mosqueros tengamos un punto masoquista. Quizá J. sea la prueba del nueve de que a los pescadores nos gusta coger peces, y hasta muchos peces, pero es no es lo que al final nos mueve a bajar a los ríos. Es posible que la belleza del paisaje, lo agreste, lo solitario nos alimente un extraño misticismo piscatorio que no acabamos de confesar a las claras.

A mi, superadas unas dificultades que considero nimias por ahora, tras 35 años manteniendo la afición al lugar (ya veremos cuando me fallen las piernas o el corazón) me mueve el tóxico veneno de sus truchas. la adicción a unos animales astutos, escasos, fuertes, grandes y volubles cuya pelea no se olvida nunca, cuya estampa se unirá a sangre y fuego a la poza o la corriente en donde la engañamos y seguirá rebullendo en nuestra cabeza durante toda nuestra vida. Sé que esa persistencia en volver allí es frágil, que es fácil perder esa “fe” o esas ganas de seguir pescando allí y por eso vuelvo, casi con prisas, casi con miedo antes de que no sea posible o el lugar sea destruido o yo mismo ya no pueda ir, vencido por el tiempo, un tiempo que en nuestra breve vida de humanos siempre es inexorable y rapidísimo. Pero año tras año vuelvo, pesco o lo intento. Se trata de un gran esfuerzo invisible, improductivo, para nadie. Es el modo en el que se hacen las cosas que de verdad importan, las que luego se saborean despacio, largamente y que nutren o llenan de inexplicable felicidad nuestra memoria.