martes

SEÑAL


Hace más de cuatro años que llevo viendo en algunas zonas de mi garganta a los cangrejos Señal o cangrejos del Pacífico (Pacifastacus leniusculus). Nadie, ningún biólogo o experto de la cosa piscícola a dicho esta boca es mía. No es que se vea alguno es que hay cientos. También se ven cada vez más visones y cormoranes. 

En el Tiétar y el Tajo comienzan a pescarse siluros de buen tamaño. En paralelo puedo decir, sin haber hecho ningún censo contrastado, que cada vez veo menos bogas, barbos y cachos. También menos truchas.

Poco importa a nadie todo esto. Poco importan las gargantas o los ríos salvo para regar cultivos y poder tirar de la cadena.
He conocido el antes y el después de muchos de estos ríos y gargantas y puedo decir lo que he visto. Antes estaban limpios y llenos de vida, ahora no.

Quedan aún unos pocos limpios y salvajes. No sé por cuanto tiempo.
No quiero contagiar a mi hijo el pescador tanta tristeza. Tendremos que volver al norte, a Suecia o Finlandia, allí en los ríos viven dioses y duendes y son por esto respetados, cuidados y queridos. Me tendré que exiliar allí.

PITERPANES



Estamos varios pescadores allí, metidos en el río, inmóviles, esperando la próxima cebada, dejándonos limpiar por la corriente de cualquier otra idea, distracción o sueño. Tipos ya mayores, por encima de los cuarenta, deseando tocar un pez, jugando con el agua, atentos al brevísimo glub para lanzar cerca un diminuto señuelo que ellos mismos construyeron con sus dedos de adulto o sus manos de niño.

Apenas hablan. Solo alguno no puede resistir una exclamación, una risa o una palabrota si logra meter la trucha en la sacadera o si por el contrario el pez se escapa. De seis a ocho el Tormes se despierta, vuelan las efémeras y las truchas, la seda de los pescadores y sus señuelos de juguete. Están allí, metidos hasta la cintura en el agua helada porque necesitan volver a ser niños sin otra ocupación que jugar al juego que más les gusta, el juego de la pesca, el juego de soñar con un pez grande que se quedará con ellos, en su memoria, mucho tiempo. 

Y lo de fuera, sus serios caparazones, su apariencia de adultos cuarentones, sólo es eso, una frágil máscara tras la que se esconden, disimulan, viven. 

Sigo pescando, a veces los miro y veo con claridad que ninguno pasó aún de los diecisiete. Una vez, hace años, hace muchas estaciones, descubrieron como parar el tiempo y no crecer, por siempre piterpanes gracias a un río.



lunes

PRODIGIOS


Te gustaba dejarte llevar por la suave corriente y acercarte a los islotes selváticos que formaba el río. Bajo sus ramas aguardaban los grandes barbos a que cayeran los saltamontes y las frutillas.

Al atardecer, te gustaba atar la barca a la sombra y descansar un rato sintiendo que la soledad y el silencio arropaban esa pequeña grieta húmeda y verde del mundo.

Contemplabas a veces prodigios. Un barbo enorme saliendo de la nada para tragarse un pajarillo que había caído del nido; la intuición de tu perro adivinando la cercanía del bass antes que tu sintieras en las manos su picada; la sombra monstruosa de un pez negro y ancho que acabó siendo un banco de apretados alevines de pez gato; la zambullida del martín casi a tus pies y su sorpresa al salir con el cachuelo y ver a un tipo asombrado, agazapado bajo una rama, con una caña en la manos; la gran trucha que sorbía pequeñas efímeras blancas junto a un brazo con algo más de corriente en el que desembocaba la garganta y que se alejó de ti para siempre, perezosa y molesta, por tus aspavientos al intentar cambiar en unos segundos el señuelo; o la luz de la tarde haciendo brillar las columnas de mosquitos que  bailaban en espirales de seda, la quietud absoluta del agua que reflejaba los estrechos bosques de la ribera como si bajo su superficie existiera en verdad otro río, otro cielo, otro mundo y otro pescador mirando dentro.

Te gustaba cuando el barbo tiraba de la barca, la sensación de su fuerza invisible que no dependía de brazos, ni piernas, ni palabras como las de los hombres, sino de la suavidad de su cuerpo de pez, la densidad mágica del agua y su instinto.

Y ahora estas de nuevo aquí, como si nada del tiempo hubiera roto la vida, como si los años fueran sólo el suave devenir circular de las estaciones idénticas a si mismas. Remas buscando la sombra, el resguardo del islote, lanzas y recoges despacio la seda esperando de nuevo prodigios, por ejemplo que vives y que recuerdas, que sigues pescando y te emociona con los mismos latidos estar aquí, ahora, en el río.



viernes

UNPLUGGED



La mayoría de los días bajábamos al río con teléfono y walki. 

La razón del teléfono era la de tener una estupendo medio de comunicación en caso de una urgencia y la del walki estar comunicados entre nosotros cuando nos separamos a distancias importantes en lugares donde muchas veces el móvil no tiene cobertura.

Sin embargo van entrando al móvil mensajes, emails, guasaps, noticias del face, twuiteos varios… y no pocas veces abro el bolsillo interior del vadeador para “ver qué pasa”.  Pero “lo que pasa” no está en la pantalla del móvil sino en el río. Lo que pasa es que uno anda distraído, en dos o más mundos paralelos e imaginarios, sin tener la cabeza en lo que ocurre en el agua.

Vale que en la ciudad andemos por la calle zombificados, toqueteando el móvil sin parar, chateando, revisando tres emails a la vez, quemando los 140 caracteres del Twitter, viendo el último video que nos manda U, guasapeando con X, con Y y con Z, hiperconectados en varios mundos paralelos, metidos en estas nuevas necesidades de comunicación acuciante e inaplazable, pero…¿en el río?...

Hace un año vi en Nueva York algunos bares unplugged, en donde no había wifi y hasta tenían inhibidores para que no funcionasen dentro los móviles. En alguna tiendas vendían un fundas inhibidoras que llevaban la leyenda “My phone is off for you”.  Hasta algunos colegas habían adoptado el "sábado desconectado” o el fin de semana desconectados, no encendiendo esos días ni el ordenador, ni la tablet, ni el móvil. Es curioso, pero los primeros que había adoptado este unplugged eran pescadores.

Hace tiempo que ya bajo muchas veces al río a pescar unplugged.  Además en lugares donde voy no hay cobertura. Llevamos casi siempre los walkis, pero los móviles van siempre apagados.

Sigo estando hiperconectado a varios mundos paralelos, pero todos están aquí, en el río.

lunes

TENKARA



Revisabas las fotografías de hace un año. Llevabas casi dos semanas sin pescar y ya no podías más, necesitabas volver al agua, tocar de nuevo la piel fría de los peces, remontar de nuevo la corriente. ¿Pero cual?...

...Aquel por el que caminábamos descalzos, bajo un sombrero de paja roto, con una vara de bambú de tres metros y el sedal atado a la punta, dos anzuelitos y dos gusarapas medio empaldas en el acero. Me gustaban en especial los pilares del puente. Allí se formaban remolinos oscuros y aguardaban su comida los barbos más grandes. Más abajo, en la tablas rápidas, subía las bogas y era muy frecuente que hiciéramos dobletes. El verano era eso, nadar, pescar y escuchar las historias de mi abuelo sobre galápagos enormes y anguilas kileras, nidos de araclanes y cernícalos amaestrados, lobos de ojos fluorescentes y tiroteos de película, curvas de la Chelito buscándose su pulga y viajes remotos por un mar que muchos años después tu recorrerías de punta a punta.

Salíamos a pescar a eso de las diez, tras devorar, según el día y el humor de mi abuela, un plato de buñuelos o tostadas con miel o picatostes de vino o de huevos fritos con pimientos o dos tomates maduros, rajados con sal sobre un trozo de pan. Las costeras de mimbre eran muy viejas, no sabíamos que tenían cien años y el brillo de las bogas retorciéndose en el aire reflejaban el sol como ningún espejo en los que luego te mirarías. Nos bajábamos al río una enorme sandía que dejábamos refrescar sumergida en alguna orilla sombría. Tras el primer baño y las primeras dos horas de pesca, sentados en alguna piedra cómoda, nos comíamos la sandía cortada en dos mitades de la que íbamos sacando grandes tacos rojos pellizcando la pulpa cada cual con su propia navaja. Luego volvíamos a la pescar, alejándonos despacio, por orillas llenas de árboles muy grandes cuajados de lianas y ortigas, hasta llegar al puente viejo. En esa poza hondísima, nunca tocamos su fondo, nos bañábamos de nuevo con miedo a todos los monstruos que sin duda dormitaban en sus fondos para luego volver a la casona. Nos volvía locos el arroz de nuestra tía abuela Mado, una vez apartados los mil torpezones multicolores con los que aliñaba el guiso. Más tarde, cuando los mayores se retiraban a sus siestas y lecturas, a eso de las cuatro de la tarde, en medio de la peor calorina, nos escapábamos de nuevo a la garganta a pescar entonces con todo el cuerpo sumergido en el agua, asomando apenas la cabeza y las manos. Los peces nos mordisqueaban la barriga y las piernas, tal vez como venganza o quizá porque ya nos sentíamos o éramos, una parte natural de aquel río.

Ya no quedan ni siquiera los pilares del puente y son pocas las bogas que remontan. Ya no queda nada de aquellos veranos y a veces me parece que todo fue un sueño cada día más perdido e impreciso. Les pregunto entonces a mis primos o a mis hermanos y ellos me confirman que ese tiempo existió. Me dan detalles, me cuentan sucesos, hechos, certidumbres y entonces me sorprendo y recuerdo con más nitidez esos días. Mi hermano cultiva en su jardín el bambú de la estirpe de aquellas otras cañas y a veces pesco me escapo al río así, con una caña fina y bien curada y una imitación de gusarapa, los japoneses lo llaman tenkara y yo lo llamo infancia.

Ya no queda casi nada, es cierto. Un poco de memoria, una caña de bambú, otro poco de tiempo, la sensación de frescor cuando metes las piernas en el agua y luego nadas hasta la piedra sumergida en la que te sientas, como entonces, a pescar así, casi flotando, con apenas la cabeza y las manos por encima del frío, mientras los peces se acercan a picotearte y a hacerte cosquillas, no sabes si con afán de venganza o porque que eres ya, de verdad, una parte del río.

Ordeno las fotos de hace un año y también estas otras más antiguas.

miércoles

BASURA



El pescador no puede entender la basura dejada en la arena, los papeles, las botellas vacías, las heces, las bolsas de plástico llenas de desperdicios arrasando la belleza de aquel lugar maravilloso. No puede entender o no quiere entender quién puede llegar allí para beber, comer y cagar en el mismo lugar y luego dejar sin más la basura, disfrutar de esa ribera por unas horas y luego convertir durante semanas o meses o años ese mismo lugar en pocilga.

Le duele al pescador la profunda ignorancia, la profunda incultura, el gran desprecio hacia los demás y hacia uno mismo que se deduce de este triste espectáculo. Luego, de vuelta, como ha hecho tantas veces, venciendo la repugnancia, sacará la bolsa negra de basura del chaleco e intentará recoger y limpiar el desastre con la certeza y la seguridad de que dentro de pocos días volverá a estar el lugar lleno de mierda.

El pescador se aleja río arriba, supera en el charco siguiente el vertido turbio que cae por un arroyo desde un campo de cultivo que curan con veneno y en la siguiente poza una toma de agua con el motor junto a la orilla desde el que gotea fuel hasta la arena. Tiene que alejarse muchos centenares de metros para encontrar por fin el río limpio aunque en ambas orillas, a pocos metros del agua,  las alambradas cerquen el campo, ¿será que el dueño de esas miles de hectáreas teme que le roben las encinas y los grandes alcornoques?

Pero el pescador no quiere indignarse, quiere dejar atrás tanto desprecio, tanta incultura, tan poco amor, siquiera afecto, hacia esta tierra que nos da para vivir y nos protege del inhóspito vacío del Universo. No es misticismo, ni neojipismo. El río, metáfora de tantas cosas para los poetas, ha sido el lugar real donde comenzamos a ser homínidos inteligentes. Sin agua dulce y limpia sería imposible sobrevivir. Este agua no sólo la necesitan las truchas sino la humanidad entera y sin embargo…

El pescador no puede hoy abstraerse de todo, ni olvidarse. En un recodo flota un envase de refresco y un poco de espuma amarilla delata que el agua lleva sutiles tóxicos que no han sido depurados por el pueblo de arriba.  Hoy pesca sólo, pero si hoy estuviera pescando con su hijo no sabría cómo explicarle todo aquello, cómo excusar a una civilización, a un pueblo que llena de mierda el agua, cómo hablar de progreso, desarrollo o futuro en un país que siente ese profundo desprecio hacia las aguas y los bosques. Siente vergüenza, tristeza, indignación, sobre todo porque hace pocos años él bebía sin miedo de ese agua y todo parecía un paraíso indestructible. Siente que no ha hecho casi nada, no ha hecho lo suficiente, no sirve de nada recoger de cuando en cuando un poco de basura.

Piensa en los chavales que habrán dejado el precioso charco del puente de la Carava lleno de inmundicia, en el agricultor que desagua veneno, en el que vampiriza el agua con la bomba o en los miles de ciudadanos que ignoran o que no les importa que no se depuren bien las aguas residuales que salen de sus lavadoras y cloacas. Gente corriente, normal, educada, limpia y respetuosa en sus casas y con los suyos.

Tal vez sea eso. Que el mosquero andante es un místico y un neojipi, un ingenuo y un tonto, un antisistema y un indignado que no sabe que el progreso, el único real, es también todo eso: basura, mierda y aguas muertas.

(No he querido poner una fotografía más de basuras en el agua, de las que hay miles en Internet. Todos tenemos demasiadas en la memoria y en nuestros ríos. Prefiero la de esta truchilla que vive en el tramo alto y muy limpio, aún)