jueves

PACIENCIA


Se mete en el río hasta que el agua le llega cerca del borde del vadeador. Se queda en la parte de sombra que hace la chopera en el agua. Bajan un montón de pequeñas efémeras amarillas ahogadas que las truchas picotean al azar. Su señuelo es uno más entre miles.

Sentimos que crecemos porque los demás se van haciendo viejos. También los amigos, los cuerpos que amamos, hasta los ríos que creímos casi eternos. Pero envejecer no es ningún argumento, ningún artilugio para tocar la añoranza, sólo es la única forma de vivir y muchas veces nos permite acariciar mejor este tiempo presente, morder el placer de otra forma, con más hambre. Al menos no somos efémeras sino unos bichos bastante longevos dentro de la clase de los mamíferos. No llegamos a los doscientos años de la ballena de Groenlandia pero superamos en mucho los dos años de la musaraña.

Una trucha de buen porte ociquea por fin su trampa. Corre río arriba y río abajo hasta acabar entre sus manos. Al dejar que se escurra entre los dedos, el pez se queda por unos segundos nadando con suavidad sobre la corriente a un palmo de su pecho.

Ese tacto mojado y mucoso entre los dedos. La suavidad de la presión del agua en sus costados. El placer de hacer en libertad, la abolición del tiempo, la delicadeza al dejar salir el instinto, la certeza de que no hay derrota ni vejez por unas horas. Tal vez los pescadores a mosca sean mejores amantes, tienen el cuerpo más despierto. Díselo a ella antes o después, a ver si cuela.

Han dejado de bajar las efémeras muertas. Ahora las truchas se ceban en lugares concretos y es más fácil lanzar el señuelo y prever la picada. Sonríe a cada acierto y también a cada fallo. Clava muchas y muchas se sueltan. La tarde acaba de comenzar y tiene por delante muchas horas. Siempre es así. Se va a pescar para sentir que tiene de verdad todo el tiempo por delante. Ese tiempo precioso de vivir y envejecer. Piensa que en el amor es a veces casi igual. Entrar en unos brazos para sentir eso mismo. Si no hay ese placer con mucho deseo y poca prisa es que no hay nada.


Más tarde las truchas desaparecen. Camina muy despacio río arriba acechando alguna ceba. Cambia con frecuencia de mosca. Prepara un tándem por si están comiendo estilo submarino nuclear, sin asomar el periscopio. Continúa chorrera arriba. No tiene paciencia. Es eso siente que sigue siendo joven. Al menos.




miércoles

BREVIARIO


I. Temas pendientes: escribir una novela de pescadores y de ríos sin imitar a Ota, Norman o Ernest, ambientada en el siglo XXI y que guste a los no pescadores.

II. Fin de temporada. Garganta preciosa llena de truchas pequeñas. Coto de R. en Cantabria. Quince permisos al día. Dejan matar ocho truchas por pescador.  Deduzco que se matan cada año unos miles de truchas. ¿Cómo va a quedar ninguna trucha grande? El pueblo pide guillotina y deben rodar cabezas de trucha para tener contentos a tantos. Es elitista no matar, una decisión poética, una opción ética y estética  aún extraña, exótica, minoritaria.

III. Cuarenta grados a la sombra en ciudad jaula. El pescador monta en el torno algunas mosca peludas y recuerdas aquellos días remotos y borrosos de marzo y abril metido en el río y bien abrigado.

IV. Los hombres fuimos nómadas durante miles de años. Un viaje de pesca nos hace recordar desde el inconsciente colectivo aquellos días inciertos, peligrosos y libres. Los sedentarios son de otra raza distinta. Tal vez más evolucionada. A uno le tira el viaje, el vagabundeo, no estarse quieto, el regalo que siempre nos da la incertidumbre.


V. Una caña ligera, blanda, corta. Un río de montaña. Nadie. Nada. Sobra el final.

TORMENTA



Va engordando la barriga de la tormenta. La brisa de la noche ha limpiado el bochorno de ayer y la tarde esta fresca, casi fría. Al pescador le gusta el tiempo cambiante, ver correr las nubes, como cambian sus formas y su color del blanco puro al gris de plomo. Pero hay un momento de quietud y tres horas de luz por delante, así que se deja de contemplaciones y ata una mosca grande de cuerpo obeso en pelo de ciervo recortado, collar de colgadera y alas blancas también de pelo. Mosca mutante entre trico adicto a la comida basura o un isoperla glotón de las fritangas. Una mosca con sobrepeso, lorzas y morbideces siempre gusta a las truchas grandes.

La deja caer en los recodos umbrios, tras de las piedras que paran la corriente más honda. Metido en el agua, sin vadeador. Pero no le importa el frío. Se siente bien dentro del agua que corre. Le ha acompañado todos estos meses, cuando bajaba furiosa marceando pero también ahora, al filo de julio, perezosa y suave.

Comienza la tormenta, los goterones gordos y heladores. El pescador sale del río y se guarece bajo una piedra enorme que hace de visera a una barranca. La lluvia suena y aplaude en todas las hojas de este bosque, al tocar la superficie del río, las rocas, los helechales, las jaras. Suena algún trueno, pero lejos. Igual que ha llegado pasa en pocos minutos. Ve la cortina de agua espesa alejarse río abajo y la luz se hace de pronto más intensa aunque el sol sigue escondido tras las nubes. Vuelve al río, a lanzar la mosca obesa aquí y allá hasta que ve la primera cebada y lanza por encima de la brevísima onda circular.

Se siente bien allí, cómodo, en paz. Tras pasar la tormenta el mundo es otra cosa, un paisaje recién inaugurado, un horizonte limpísimo en el que todo parece como nuevo. Sube una trucha hermosa que vuelve a su guarida oscura en un instante, no hay tiempo de lucha, no hay pelea. El hilo se ha cortado como si una afilada tijera estuviera escondida allí en el fondo.  El pescador se acerca a donde ha ocurrido aquel misterio y antes de meter la mano en el agua sale su mosca perdida a la superficie. Luego, tanteando la guarida descubre el filo de la piedra y comprende.

Así es la vida, pasan tormentas, buscamos refugios siempre precarios, nos asombra a veces la belleza, uno pierde lo que desea, descubre los secretos de esas pérdidas y sigue caminando. Comprender no consuela pero el río es hermoso. Nada duele junto al agua.