jueves

NARCISO & SELFIE



Walter Benjamin hablaba del “inconsciente óptico” en un pequeño ensayo que escribió en 1931. Explica que la cámara registra percepciones que escapan a nuestra mirada y nuestra atención, algo que el ojo humano no capta con facilidad, la cámara lo atrapa y lo hace visible, desvela y muestra una realidad desconocida. Y es verdad, cuando miro las fotos no veo lo que viví entonces, descubro otra realidad algo diferente que complementa a mi memoria.

Por timidez o por no querer hacer lo que todos los niños hacían muy complacidos, siempre rechazaba posar para la foto. Apenas tengo fotos en las que aparezca yo entre los doce y los treinta años. Y luego, el rechazo a cualquier tipo de narcisismo, siguió haciendo que me escabullese casi siempre en todos los posados. Apenas tengo fotos como pescador y todas en las que aparezco posando con un pez o muchos peces muertos me parecen patéticas, no tanto por los peces o por la estúpida arrogancia del pescador triunfante que sonríe como por el hecho en sí, ese empeño nuestro de mostrar a los otros en una imagen perdurable lo que hemos logrado y hecho, dónde estamos, con quién o lo satisfechos o felices que nos sentimos allí, entonces.

Luego he cambiado en parte mi opinión. Las fotografías también sirven como memoria de seguridad, backup fiable, un álbum íntimo y secreto que no hay porqué mostrar a nadie.
Pero vivimos la moda de los “selfies” y esa manía contamina también a los pescadores. Algunos avisados, imagino que conscientes de este tonto narcisimo, se cubren el rostro con el “buff”, para que quien pose sea pez y no ellos, emboscados, si no anónimos, si al menos no presuntuosos. Pero una gran mayoría se retrata encantado con el pez vivo o muerto y lanza en Instagram, Twitter o Face la buena nueva de su "enorme proeza".
A mi me cuesta mucho lograr que pose mi hijo el pescador, nunca quiere, lo rechaza, no me entiende, pero yo se bien porqué lo hago, es muy simple, dudo de mi memoria y no quiero olvidar esos momentos.

Estos días he estado pescando solo, así que los únicos retratados han sido los peces. Durante horas y horas, las jornadas enteras, no apareció nadie por ese rincón del mundo y sacar la máquina para hacer alguna foto me parecía impúdico porque rompía totalmente el encanto y la gracia libre del instante, así que hice muy pocas.  Ahora llevo siempre una compacta sumergible. Como Narciso me miro en las aguas oscuras del río pero no para admirar mi reflejo si no para escudriñar lo que hay debajo (ayudan las polarizadas), no veo a la ninfa Eco repitiendo mis últimas palabras… pero sí a los grandes barbos, esquivos, en el fondo del agua y de mi inconsciente óptico.


martes

1177 a. C.


A veces la historia remota nos parece un cuento, una vaga leyenda, una película entrevista en la tele una noche en la que estábamos cansados  y aburridos. Tal vez nos vean también así en el futuro. Éramos una loca civilización arrogante que agotamos los recursos, cambiamos el clima y arrasamos el paisaje. Un conjunto de pueblos que siempre anduvimos compitiendo sin compartir, robando y guerreando por coltanes o líquidos negros, inventando sofisticadas máquinas para comunicarnos a distancia y olvidando que ya teníamos la voz y la cercanía como herramienta eficiente para reconocernos.

Antes del 1177 a.C. el Mediterráneo era un club de imperios diversos y poderosos. El no va más de la civilización y la modernidad. Hititas, micénicos, asirios, cananeos y egipcios comerciaban, confraternizaban se enviaban regalos, esposas, estaño, oro… y entre ellos se comunicaban sin problemas gracias a barcos ligeros, marinos valientes y rutas seguras mientras hablaban acadio, el “inglés” de la época.
Las gentes de la edad de Bronce vivían el florecimiento de formas de civilización y progreso jamás vistos en la historia del hombre. Luego llegaron los llamados “Pueblos del mar” y el mundo entró en largas guerras feroces ruinosas y destructivas. El faraón Ramsés III luchó contra esos invasores y logró vencerlos pero el mundo ya no fue el mismo. Siguieron después otras invasiones, confusas revueltas, terremotos imprevistos, sequías y hambrunas bíblicas. Una época oscura borró aquel espejismo de progreso del que apenas queda nada, piedras desgastadas, alguna asombrosa espada de bronce, barcos hundidos llenos de ánforas rotas, tablillas de terracota en parajes asolados hoy también por las guerras… Aquí hablamos de la cultura argánica, gentes más atrasadas, pueblos desconocidos que entraron a veces en contacto con perdidos viajeros greco-micénicos, poblaciones amuralladas en altozanos, enterramientos en grandes vasijas, unos pocos puñales y hachas de bronce… apenas sabemos nada. Cerca de aquí hay rastros de uno de esos poblados. En un abrigo hay pinturas rupestres no catalogadas pero el río sigue desgastando las rocas de granito y dejando respirar a los peces.

Un infame ministro comenzó a eliminar de los programas educativos todo lo "no aprovechable para el mercado laboral" La historia, o ahora la literatura, comienza a considerarse un adorno inútil. La estupidez no conoce límites. No hay saber que no sea valioso. Conocimos Troya y sus guerras por un largo poema. Dentro de otros tres mil años no quedará nada de nosotros. Los imperios arrogantes y las civilizaciones orgullosas no han durado nunca demasiado. La nuestra no será ninguna excepción. No nos dará tiempo a conquistar otros mundos. Pero la leve pluma que significa este instante es para el pescador un lugar bien precioso. Que el río siga estando vivo es una buena noticia. Le gustaría escuchar como se dice pez, caña o amanecer en acadio. Encontrar por aquí un anzuelo de bronce. Tener el privilegio de volver otro año más como lleva haciendo unos treinta. La historia también es todo esto, los breves días que respiramos, el placer de vivir, el sonido del agua en abril, el instinto del pez subiendo río arriba y superando el empeño de todos los imperios. 




NOTA: Para relativizar nuestro tiempo merece la pena leer este ensayo histórico del gran Eric H. Cline. Sin duda un saber inútil para las hordas de Wert


lunes

ABRIGO


Bajas de nuevo al abrigo que hace miles de años protegía de las intemperies a otros pescadores prehistóricos. Al lugar que descubriste cierto día de tormenta hace ya veinte años. El cielo intentaba una variación del diluvio universal y los rayos con sus truenos sajaban el aire produciendo igual cantidad de ozono y felicidad. Te sentaste dentro con la caña plegada a contemplar el prodigio durante mucho tiempo.  Tras la lluvia seguiste pescando. Salió el sol con fuerza. Abril brillaba como si hubieran cubierto su verdor con miles de diamantes de muchos kilates y talla perfecta. Desde entonces has bajando allí muchas veces solo o con los hijos a contemplar el tiempo detenido, ver subir los grandes barbos, constatar el cerril empeño de la vida vegetal por crear belleza para alegría de las abejas y los ojos avisados o curiosos de unos pocos humanos. Sólo cada cinco o seis años se descubre esta parte del río con su molino antiguo, sus orillas de granito atormentado y su soberbia belleza. El resto del tiempo se esconde bajo el agua verdosa y turbia de un embalse, anegado por ese empeño del hombre en civilizar lo salvaje aunque no haya apenas beneficio, esa brutal voluntad de intentar domar los paisajes para vender luego sus pedazos. Destruyeron el río pero el río siempre vuelve.

Hacía diez años que no bajabas con los hijos y te ha alegrado que recordasen con nitidez este abrigo secreto, la larga bajada adivinando apenas los pasos que facilitan dos sutiles quebradas abiertas entre las piedras escondidas tras las retamas en flor, recobrar el perfume del campo y el instinto despertando de nuevo y haciendo que sonrías, la sed borrada con el agua fría de la cantimplora, los momentos preciosos mirando como brilla dentro de ti que estamos de nuevo juntos allí. Todo es tan frágil que temes mover un músculo y deshacer la magia.



Lo ves salir de la cueva de cuando en cuando. Enorme, oscuro, seguro de su poder. El resto de barbos te parecen pequeños aunque tengan todos un buen peso. El pez da un vuelta sin parar por la poza y se vuelve a meter en la penumbra del agujero. Aguas abajo la corriente pasa por un embudo de roca pulida y aristas afiladas. Aguas arriba el  río forma rápidos de poca profundidad donde los peces saltan y juegan a sentirse salmones. Varias veces se paró el pez un segundo ante la ninfita de cabeza naranja y oreja de liebre, pero no mordió el engaño. Cambias la ninfa por otra negra con brillos verdes. Desenvuelves el bocadillo de jamón con tomate y comes con hambre, hipnotizado por las carreras de los peces, los destellos del sol, el suave frescor del día. Saboreas también el mismo aplazamiento, no pescar aún, estar sentado compartiendo con ellos esa sombra, masticando, bebiendo, observando, sin pensar en nada que no estés contemplando, ni siquiera en el gran barbo que sigue saliendo de la cueva a su ritmo y se burla de todos tus señuelos.


I. y G. ya tan mayores, sabiendo y adivinando también lo que tu sabes y temes. El enorme barbo morderá la ninfa y correrá a esconderse a su cueva o emprenderá la huida corriente abajo y las aristas afiladas harán el resto. Tensarás unos segundos la caña, por unos instantes sentirás su fuerza en el sedal y después nada. Temes y sabes que llegará ese momento, igual que tienes la certeza de que este día es irrepetible y que te acordarás de él durante muchos años. En la pequeña cueva en la que descansáis hay pinturas antiguas, siluetas de manos, líneas abstractas cuyo sentido hace muchos siglos que borró el viento. Te sientes feliz tocando con la imaginación los siglos, inventando para ellos cómo era el mundo antiguo cuando por ese riachuelo remontaban grandes anguilas y truchas, mucho antes de que hombres como vosotros hubieran descubierto que con las palabras podían recuperarse fragmentos preciosos de una vida. Nada te pesa aquí. No tienes edad. Años atrás dibujaste en el fondo con un trozo viejo de carbón manchado con la grasa del jamón la silueta infantil de un pez. Pero ya apenas se puede adivinar tu dibujo. Hoy sólo ambicionas eso, que pasen otros diez años y puedan ellos volver a descansar en el pequeño abrigo, da igual si es contigo o sin ti. Sólo es importante que sigan subiendo los barbos jugando a ser salmones, en un río igual de limpio e igual de solitario.