lunes

FRÍO



Apenas siete grados. Ha sido una mañana muy fría a pesar de estar casi comenzando mayo pero el río esta lleno de agua y de barbos y el frío se olvida. No hay nadie. Sólo estamos metidos en el agua mi hijo el pescador y yo. Me doy cuenta de pronto de que llevo toda mi vida dejando descansar a las truchas por unos días y bajando aquí para ver el milagro. Tanto si pican a la ninfa como si ya no la hacen caso, cegados por el celo, presenciar la subida es un privilegio. La naturaleza se resiste de darse por vencida aunque los humanos, una y otra vez, arañamos y herimos de muerte a la piel de la tierra. Ya no suben las anguilas ni los sábalos ni los salmones pero los barbos siguen remontando los ríos por amor y manteniendo el milagro de una abundancia que siempre es frágil como precario y frágil es este pequeño riachuelo que sigue fluyendo limpio no sé por cuantos años.

Entra alguno a la ninfa y alguno se deja coger incluso con las manos. Atrapar así a un pez tan fuerte es una sensación que no se olvida cuando tienes trece años. Tampoco se olvida la furia con la que se aleja cuando vuelve a sus aguas de nuevo libre. El hijo pescador anda estudiando eso en el colegio, los tiempos remotos de los pescadores a mano y las armas de silex, así que lograr, después de muchos intentos y chapoteos, coger uno sólo con sus manos y su instinto le llena de asombro y orgullo. Comprueba que es verdad lo que dicen los libros, esos tiempos antiguos de pescadores nómadas y de cazadores neolíticos.

Con la ninfa en los labios los peces se revuelven y es difícil tocarlos. Llevo anzuelo sin muerte y casi todos se sueltan en medio de un lucha furiosa pero nos da lo mismo. Caminamos sobre el agua, tocamos la piel de la tierra intentando no dejar huella alguna. Cuando nos alejamos por la tarde, camino de la ciudad, caen por el camino algunos copos de nieve. Escuchamos la radio, alguien pone voz a mis palabras y el hijo pescador también se llena de asombro y orgullo.

“La piel de la tierra es azul como el lomo centelleante de las sardinas. La piel de la tierra es dorada como el pan que saboreo con los ojos cerrados. La piel de la tierra es verde como un simple ensalada de berros con parmesano. La piel de la tierra es roja como un tomate maduro, un lomo de atún, un solomillo crudo de buey, una centolla cocida. La piel de la tierra es el mar, el desierto, la estepa, los bosques y selvas, los seres que la habitan. Nosotros. Nos alimentamos de la piel de la tierra y en esa piel vivimos y a esa piel herimos llenando de cicatrices el paisaje.

Hoy para mi la piel de la tierra es tu piel fresquita. Acaricio tu piel y acaricio el mar, el bosque, la pulpa de la vida, el zumo reconfortante de tu cuerpo. Nos alimentamos de sueños, de comida, de cariño, de agua dulce.

Sobre una gran y gruesa tostada de pan dorado, aceite de Córdoba, tomate rallado maduro, berros picados, lajas de parmesano y cinco anchoas en su punto. Para mojar el mundo dos copas muy frías de un Palo Cortado que tenía reservado para nadie. Igual que besar un poco de la piel de la tierra.”   (Comer y cantar. RNE 1)

Al hijo pescador le ha gustado escuchar mi receta y mi nombre por la radio. Le cuento que no es una metáfora eso de “la piel de la tierra” Debajo de esa piel no hay nada, escoria estéril. Sin esta piel fértil y sin el agua limpia que la cubre no existiría casi nada de lo que amamos, por ejemplo ese raro milagro de contemplar como suben miles de grandes peces río arriba.

Siento que mi hijo el pescador ha sido feliz esta mañana tan fría. Y yo con él. 


martes

FIEBRE



Una gripe imprevista le llena de fiebre y pesadez, le roba las fuerzas y le impide bajar a la garganta un espléndido sábado de abril. Se tiene que quedar en la casa amodorrado, drogado por potingues que no acaban de curarle, con mal humor, con el cuerpo lleno de escalofríos y la cabeza espesa.

Siente que se pierde algo importante, un día libre, largo y bueno de pesca. No le consuela pensar en otros días del futuro. Se hace un ovillo bajo el edredón, cierra los ojos, regresa sin querer a otro tiempo. Estos primeros días de calor pescaba todo el día con A. y a la hora del almuerzo paraban en “La Cueva” de Silverio a comer callos picantes y cochinillo frito con patatas regado con abundante cerveza. Luego seguían pescando hasta el atardecer, sin prisa, metidos en la selva de la orilla. Sauces, zarzas, ortigas, cicutas, helechales. Acababan rendidos y felices, con olor a trucha en las manos, buscando la senda de regreso entre cientos de cerezos en flor.

Con la boca seca por la fiebre desea el sabor de esas cervezas heladas compartidas, del cochinillo frito, del pan pringado de tomate, de las patatas crujientes y perfectas. Del olor sobre todo que tenían aquellas huertas de Garganta la Olla armadas en diminutas y primorosas terrazas, el run run de los miles de insectos, el parloteo del mirlo de agua, la furia de las truchas al morder el señuelo, la umbría rota por el sol que se filtraba entre las hojitas recién nacidas de los árboles.

Y entre la fiebre vas nombrando de nuevo las palabras de Felipe Benítez Reyes que preparaste al despedir a A. aún incrédulo de no poder repetir esos días. Imposible costumbre la de algunas ausencias.

Todo lo perderé salvo el recuerdo
de los días aquellos luminosos
en que la vida aprisionaba con firmeza
la flor caudal y humana
de una ambigua emoción inexpresable
que cada cual concibe
como felicidad.






lunes

PIENSO



A pesar de llevar un equipo tan sofisticado hay algo de primitivo y ancestral en estar aquí, junto al río, acechando a los peces. La voluntad y la certeza de habernos alejado de horarios y prisas, deslizándonos por el día, caminando con una inteligencia y unos modos que no parecen nuestros, sigilosos, atentos, muy despiertos a todo.

Percibimos lo que pasa con una intensidad que no se da en otra parte. Los sentidos se afilan, el antepasado cazador y pescador que un día fuimos se rebulle bajo la piel urbanícola con la que nos disfrazamos. Llevamos muchos chismes y materiales modernos pero no hay mucha distancia de la caña de palo, el sedal de crines y el anzuelo de hueso.

Me gusta este despertar, esta forma de sentir la vida junto al agua. Nos llenamos de un optimismo inexplicable, una vitalidad que no parece nuestra, unas energías que alimentan el esfuerzo y el camino sin parecer agotarse.

He sentido lo mismo en Laponia y el Amazonas pero también en el río de mi vida, asequible y cercano. El desafío y el deseo es el mismo, caminar y pescar, acechar y tocar a los peces más sabios, comprobar otra vez que podemos medirnos con el río. No se trata de luchar o vencer, no va la cosa de éxitos o cantidad de capturas sino de estar, ser y sentirnos pescadores en el único medio que apenas ha cambiado en miles de años. Tampoco nuestro instinto piscatorio.

Creo que el sabio griego no dijo “pienso luego existo”, tal vez hubo en el camino algún error de traducción, yo imagino que dijo “pesco luego existo”, más bien…


sábado

DEBAJO



El río sigue muy lleno de agua y hoy también de soledad, de ausencias no queridas con las que el pescador carga por la orilla.

Esta mañana ha venido al agua a respirar, a tocar el presente, a sentir la fuerza sutil y brutal de estar vivo. Tenía diez años la primera vez que bajó a esta tabla larga y abierta, A. le mostró que debajo de las piedras estaba el mejor cebo. Al levantar un gran royo medio sumergido vio con sorpresa la maravilla de aquellos seres de fragilidad sobrenatural y de belleza extraterrestre. Nunca ha olvidado aquella tarde suave de primavera, los colores deslumbrantes de todo, las miles de bogas y barbos remontando los rápidos, aquellos pequeños seres que bullían en su pequeño puño ahuecado.

Luego, durante muchos años, A. le fue mostrando otros secretos, pericias, trucos, virtudes de los pescadores de truchas. Todo eso que aquí, en este blog, de otra forma, ha intentando explicar al hijo pescador, aunque una y otra vez ha descubierto que algunas experiencias y saberes no se dejan pescar por las palabras.  Pero desde hace unos pocos días A. ya no está, aunque sigue viviendo en el cielo de la memoria, que es el cielo precario de los que no creen en el Cielo. 

Le vienen a los labios las palabras de Norman MacLean: “El río fue excavado por el gran diluvio universal y corre sobre las piedras desde el sótano de los tiempos. En algunas de las piedras hay gotas de lluvia y bajo las piedras están las palabras y algunas de las palabras son las de ellos.” El pescador se agacha y levanta una piedra muy suave y redonda bajo el agua batida. Descubre que debajo siguen bullendo  esos seres extraños y frágiles que un día se convertirán en pequeñas hadas oscuras, pero recuerda sus palabras, las de él, protegidas del olvido por este río aún salvaje y limpio y cuidadas por todas las truchas que cogieron aquí juntos.

Camina aguas abajo hasta la Poza Cortada y se mete en medio de la represa destruida para pescar despacio, vadeando contra la fuerte corriente. No siente el tiempo ni el cansancio. Ve las primeras hadas de la primavera, diminutas caenis, la chispa azul de un martín, el sol dando un brillo intenso a este rincón del mundo donde ha llovido tanto. Piensa que somos igual de frágiles que esos bichos parduzcos que se agarran a las piedras bajo el agua. Pero con la memoria vuelve a cuando tenía diez años y A. le descubrió que debajo del agua había maravillas y también junto a ella si eres pescador, aunque, como hoy, estés solo.



lunes

BAILANDO



Cinco días lloviendo sin parar. La garganta crecida. Millones de litros de agua emborrachando a la primavera. Cuando salga el sol no sé lo que va a pasar. La sabia y la sangre de la vida llenarán de flores la intemperie, la ribera, el horizonte. Hay quien se engaña y piensa que las estaciones son iguales a las que ya vivimos, imaginan que este abril será más o menos similar al abril pasado, que el tiempo se repite y es previsible. Pero nada lo es en nuestra vida. Ni previsible, ni repetido.

No se repetirá este día, ni ninguno. No se repitió ninguno en el pasado aunque nos engañamos pensando que siempre habría por delante otro día de río, otra temporada, otra trucha.

Llueve mucho. Las gargantas bajan imponentes. Son un espectáculo para los turistas. Las personas entran y salen del paisaje con rapidez, se hacen la foto, vuelven al coche, temen mojarse, ¿de dónde nace ese miedo al agua?. Nosotros seguimos, arropados, arrullados por la maravilla de la lluvia. Esta sensación de estar bien protegido por el vadeador y la chaqueta impermeable. Abrigado, caliente, cómodo. La lluvia cae a ratos suave y a veces furiosa. Me gusta mucho sentirla, estar dentro del río. Pesco despacio, caminando con prudencia. Adivinando los pasos seguros entre tantos remolinos y rápidos, entre tanto derroche de agua pura que no tiene precio, ni mercado, ni trampa.  Se me mojan y enfrían las manos y la cara pero esa sensación es también placentera. Me indica que estoy vivo, sano, fuerte, tranquilo, con ganas, muy despierto. La naturaleza es generosa. Me siento afortunado de estar aquí y ahora, pescando bajo la lluvia como dice la canción de la película, más o menos.