jueves

TIRO


Me pregunta mi hijo el pescador porque nunca uso esa caña tan vieja que guardo en la vitrina. Entonces le cuento su historia... estamos en 1938. 

Llevamos también un paquete para Jan que nos ha entregado un brigadista polaco.

—Es la herencia de un familiar que ha muerto —miente.

No hemos resistido la tentación de abrir la maleta y descubrir que se trata de una vulgar escopeta de caza, una caja de cartuchos, una cañita de bambú y una nota escrita en checo.

Cuando llegamos por fin al puesto de mando sobre la Venta de Camposines el general ordena enseguida la distribución del envío.

Dalmau, el cubano ligón y risueño había aprendido rápido a apuntar con sus cañoncitos del treinta y siete. Le han dado por muerto más de una vez, sobre todo cuando en la quinta contraofensiva ocupaba la cota 496 y durante días, sin interrupción los obuses de la artillería y las bombas de la aviación convirtieron el pequeño monte en un paisaje lunar en el que había desaparecido cualquier atisbo de vegetación. Lo que había sido un bosquecillo de maleza quedó convertido en un desierto la noche en la que Dalmau y cinco de sus artilleros decidieron escapar a otra posición. Habían sobrevivido haciendo pozos y túneles en los que se ocultaban como topos cuando arreciaban los bombardeos y de los que salían sólo para apuntar a los tanques que se aproximaban con un par de cañones Puska-Maklen tan certeros que eran el asombro de todos. Pedimos al general llevar con nuestra gente las piezas para los cañones y los obuses a Dalmau y accedió con un gesto antes de volver sobre sus mapas preparando ya la retirada.

Comienza a llover de nuevo y la noche es muy oscura, las mulas en fila, los hombres agarrados a sus colas y delante un brigadista de piel oscura que parece saberse el camino con los ojos cerrados y lleva, cuando puede, suministros y comida a la gente de las cotas más inaccesibles. La lluvia torrencial silencia cualquier ruido, los relinchos de los animales cuando resbalan por la pendiente, la caída de alguna de las cajas, los juramentos de los hombres que han perdido ya la noción del tiempo y la distancia y caminan sin rumbo asiendo las crines de las mulas como el único cabo que les salva de los abismos que imaginan.

—Joder que el guía es un moro, que me fijé en él cuando llegamos a la Venta —dice inquieto Evaristo.

—Y qué cojones te importa el color de su jeta —le abronco.

Llegamos a la posición de Dalmau pocos minutos antes del amanecer. Ha dejado de llover y ya se ve algo pero no hay ni rastro de los soldados en la posición.

—¡Dalmau Putón! —grita el moro.

—¡Horda salvaje! —grita la inconfundible voz de Juanín desde algún lugar invisible.

Los soldados van saliendo de los escondrijos, unas extrañas cuevas que han excavado entre las piedras y los desniveles. Nos abrazamos todos pero no da tiempo a más, alguien grita.

—¡Ya vienen los aviones!

Y salimos en estampida para los escondrijos dejando las seis mulas solas cargadas con la suficiente munición para hacernos volar a todos. Pero los Heinkel pasan rasantes y descargan sus bombas en otra cota cercana. Salimos de nuevo a descargar las mulas y el moro sale corriendo con las caballerías en cuanto están todas las cajas en tierra.

—Adiós pito corto —dice el moro.

—Hasta luego horda salvaje y ebria de sensualidad —le grita Dalmau parafraseando a la Pasionaria en cierto discurso que había generado tiempo atrás un cabrero importante entre los marroquíes y demás árabes que había en las Brigadas Internacionales.

Llega el siguiente grupo de aviones y corremos con las cajas hasta la entrada de una de las cuevas. La tierra es esponjosa y la lluvia la ha convertido en una espesa pasta en la que las bombas suenan huecas y a veces no explotan. Se quedan clavadas, casi totalmente enterradas en los charcos de lodo. Los defensores han construido una serie de trincheras y estrechas cuevas de entrada diminutas en las que hay que meterse casi arrastrándose. Desde algunas de ellas se dominan a la perfección los pequeños valles por los que comienzan a correr los tanques con la infantería detrás. En cuanto pasan los aviones sacan un poco los cañones de las cuevas y apuntan con cuidado.

—Tápate los oídos y cierra los ojos —grita el cubano.

Y al instante parece como si se fuera a hundir la tierra del estruendo. Trozos de tierra desprendiéndose de las paredes del cubículo, humo picante y un doloso zumbido en los oídos que no desaparecerá en muchos días.

—Te dije que te taparas los oídos coño, disparamos así para que sea más difícil que nos detecten.

Cuando se aclara el humo veo abajo un tanque incendiado, pero vuelven los aviones alemanes sembrando de bombas el cerro una y otra vez. Para la gente de Dalmau todo esto parece ser una rutina, pasada de aviones y bombardeo, intento de avance de los tanques y la infantería, vuelta a sacar la punta de los cañones, apuntar, disparar, nueva pasada de los aviones y obuses de artillería intentando aniquilarnos, así una hora, dos, tres, cuatro horas. Deben ser las doce cuando todo se para, no vienen más aviones, los tanques se retiran.

—La hora de comer —dice alguien y los soldados comienzan a abrir las cajas de comida que hemos traído.

—Cojones, esto es una escopeta como las que usaban los señoritos de mi pueblo para apiolar venados y este palillo es una caña fina para pescar truchas —afirma quién ha abierto la caja para Jan por error.

—No es una escopeta camarada —le corrige Dalmau quitándole el arma de las manos— es un rifle exprés de lujo, Holland&Holland, inglés con grabados en oro. Este chisme vale una fortuna, pero sólo sirve para cazar elefantes y no tanques, ni Chirris, ni Messer. Y este palillo es una estupenda caña americana de bambú refundido


Nos han caído encima docenas de bombas durante toda la tarde. Ya no escuchamos las voces de los otros, sólo un zumbido agudo y lejano y el estruendo opaco de las granadas cuando explotan, la vibración suave de los aviones cuando hacen el picado sobre nuestra posición. No nos hablamos porque no podemos oírnos, estamos sordos, solo los gestos y los ojos nos sirven para decirnos cosas, abrir de nuevo el agujero por donde sacamos los cañones, limpiar sus mecanismos, cargar, apuntar, disparar, esconder de nuevo las piezas, aguantar la rutinaria pasada de los aviones, Dalmau se encarga de apuntar con una de las piezas y logra un acierto de cada cinco tiros para asombro del general y maldición del enemigo. A mi solo me asombra que sigamos vivos, que ninguna de los cientos de bombas que caen por todas partes haya entrado por pura ley de la probabilidad por alguno de los agujeros y nos reviente a todos.

Está apunto de ponerse el sol y Juanín grita a uno de los soldados que recorra las posiciones y averigüe cuántos cañones quedan en uso para mañana. Entonces aparece Jan cubierto de barro de la cabeza a los pies, con algunas heridas en la cara y en las manos pero sonriente como siempre.

—Nos han caído cerca una granada y se ha cargado el cañón —dice a Dalmau.

No nos reconoce. Tenemos todos el mismo color pardo, la misma costra de polvo húmedo.

—Hola Jan, veo que aún no estás muerto.

Nos abrazamos y le entrego la maleta.

—Te he traído de Madrid un regalo de tu amigo Héctor el polaco para que te distraigas un poco y nos caces unos conejos para la cena o unas truchas del Ebro.

Abre con cuidado la maleta de buena piel de avestruz y bisagras de bronce y no puede reprimir el asombro cuando descubre el arma y la caña de pescar. Toma la nota y lee en voz alta y en castellano: «el viejo se ha ido al infierno, estará feliz cazando monstruos en la oscuridad, dejó sus libros y sus armas y esta caña para ti y yo respeto y acepto con gusto su decisión. Firmado: Hans».


Vuelve de pronto el chirrido de los aviones, el temblor de las primeras bombas. Escucho perfectamente el silbido agudo que se acerca y el estruendo del mundo derrumbándose sobre nuestras cabezas. Doy brazadas en la tierra caliente con los ojos cerrados, siento que nado dentro de la lava de un volcán. El calor me asfixia, me quema la cara y las manos, cuando logro salir a la luz descubro que el azar ha hecho por fin su trabajo y ya no hay cueva, ni hombres, ni cañones, sólo un amasijo de cuerpos rotos, trozos de chatarra y barro caliente. Como muertos vivientes que regresan de sus tumbas van saliendo los soldados que aún están vivos de debajo de la tierra, Dalmau se arrastra por el barro con una de sus manos destrozada. Otros se van tocando todo el cuerpo buscando las heridas que no sienten, que no duelen, Evaristo grita algo que nadie puede oír y Jan, de rodillas, intenta sacar el maletín de debajo de unos cascotes humeantes. Entonces vemos contra el sol la silueta del avión que hace un giro amplio para volver sobre sus pasos aunque los demás Messerschmitt ya se retiran.


Imagino al piloto joven, arrogante, hermoso, embriagado de la precisión de su máquina flotando sobre el horizonte naranja, casi rojo. La voz de su jefe de escuadrilla.

—Felicidades Franz, la cota está por fin despejada.

La respuesta embriagada del piloto.

—Voy a dar una última pasada para ver el trabajo y dar gusto al dedo.

—De acuerdo, nosotros ya nos vamos a casa. Vamos abriendo el vino para festejarlo.

No hay lugar para esconderse, el piloto nos va a aniquilar con sus ametralladoras, todos estamos pegados al suelo tenemos la certeza de que para el piloto somos un sencillo e inerme blanco inmóvil. No sabemos que no puede vernos, que para él somos pedazos de roca tapizando un suelo ocre iluminado en oblicuo por los últimos rayos de sol que dejan escapar las nubes.

Unos instantes antes de que el avión nos pase por encima veo a un miliciano que se levanta, quita de las manos la maleta a Jan, saca el rifle, mete dos cartuchos y apunta al aparato. Sólo espero el momento en el que suenen las ametralladoras del Messerschmitt y el soldado caiga destrozado, pero el avión pasa sin haber disparado, veo entonces salir el fogonazo del rifle y al soldado caer de espaldas.

—Hay resistencia —grita el alemán por la radio en el momento en que siente en el timón de cola la vibración que le indica que le han alcanzado.

—Déjalo para mañana Franz. Por hoy ya les dimos su ración.
Le ordena el jefe de escuadrilla.

Pero el piloto no hace caso, gira varias veces el timón a derecha e izquierda, arriba y abajo para asegurarse de que el alcance no es grave.

Nos acercamos corriendo al soldado que se ríe mirando al cielo con el labio partido sangrando copiosamente. Puedo leer sus labios lo que grita una y otra vez.

—¡Le he dado a ese cabrón nazi!

El avión de la vuelta otra vez en el horizonte. Esta vez un giro corto, un navajazo rápido sobre el sol antes de volver en picado hacia nosotros. Ahora sí vemos los fogonazos blancos de sus ametralladoras, las salpicaduras de tierra que se acercan y Jan en pie con el Holland&Holland encarado. Recuerda que su amigo el barón nunca había querido reparar el muelle del segundo tiro, que el cartucho de la recámara es tan inútil como un cigarrillo húmedo, «iam mens praetrepidans avet vagari, iam laeti studio pedes vigestcunt. Ya mi corazón, impaciente, ansía viajar, ya mis piernas, alborozadas, recobran sus fuerzas» recuerda al viejo barón, el gran cazador del que ha aprendido los secretos de los bosques, cómo seguir el rastro de los búfalos por los herbazales, dónde apuntar cuando carga el león y no hay más lugar para trepar que el propio miedo. El miedo es la más fabulosa de las armas con las que cuenta el cazador, susurra Von Beumelburg al oído asombrado de un adolescente que bebe por primera vez licor de ciruelas. En ese segundo antes de apretar el segundo gatillo Jan se fía de su miedo, se apoya en él para apuntar el rifle, sabe que ningún cazador regalaría jamás un arma rota. La ráfaga está a punto de llegar. Imagino la mueca rabiosa del piloto alemán atenazando el timón con el botón del disparo presionado con fuerza y Jan pensando por un instante «hay que apuntar al piloto» pero en otro instante rectifica y piensa no, «al motor». Esta vez escucho levemente el estruendo del express haciendo eco en el valle a pesar de mis oídos reventados. La desaparición instantánea de la hilera de balas que se aproximaba, el brusco cambio de rumbo del avión, el chorro de humo negro y espeso que sale del costado del aparato mientras se aleja y va perdiendo altura en una lenta parábola hasta chocar contra el suelo y explotar en una llamarada parecida al color del sol.

Jan abre la báscula. Saltan las dos vainas metálicas humeantes. Se agacha a recoger una de ellas, le tiemblan las manos mientras mira de cerca la nítida marca que ha dejado la aguja en el pistón. Ni una mueca, ni un gesto. Sopla el cañón del express y murmura algo en checo que no logro escuchar.

Todos gritan, le abrazan, él alza el rifle y da un grito largo y fuerte que retumba en los valles ya en penumbra. No grita el soldado valiente sino el cazador.


—Jan nos salvó el pellejo —me cuenta Evaristo mientras va ordenando los papeles que me ha traído— aunque te parezca increíble abatió un Messerschmitt con un rifle de caza ante nuestros ojos el día antes de la retirada del Ebro. Él siempre recordó aquel instante como el mejor tiro de su vida. La caña, ahí la tienes, él me la regaló antes de irse. Nunca la he usado pero siempre me ha dado suerte. Es tuya.



...Y el hijo pescador se queda en silencio, imaginando aquel instante de una guerra remota.

LUCIO



Pescó el primer lucio cuando tenía veinte años. Sus peces naturales habían sido siempre las truchas y los barbos, los ríos y los torrentes de montaña. Pero siempre le pareció simpático aquel pez de boca enorme, apetito insaciable y preciosa librea de verdes fluorescentes y azulados.

Amanecía aún cuando trotaban ya hacia el sur, esta vez con el hijo pescador. Quería ver el brillo de sus ojos cuando luchara por primera vez con uno de esos peces.

Le gustaba conducir así, todos dormidos, mientras el recordaba otros tiempos y otros años. Días de dormir en la orilla del Orellana rodeado de alacranes y de paz.

Él era de ríos limpios, de caminar siempre, de acechar las aguas rápidas y cristalinas, pero hoy era invierno y quería ver como luchaba su hijo el pescador con un lucio, a ser posible grande. Esa primera pelea nunca se olvida. 

Conducía despacio hacia el sur una mañana muy fría de enero y salía entonces el sol. La felicidad nunca se olvida.


miércoles

TIEMPO DE REGALOS


Foto de Berta Drost

Las truchas se entregan al amor y nosotros al amor de la lumbre, a recordar ríos y reflejos, a inventar moscas y escribir de los días en el agua.

La sierra se va cubriendo de nieve y el oro viejo de los robles va escondiendo las setas y la vida. Paseo por la garganta abrigado de invierno, protegido del son de la tristeza por la alegría de las cascadas y del musgo. Saboreo también este tiempo de forzoso descanso. Fuera del río todo es malo, cerca del agua la crisis angustia menos, se deshace, se aleja. ¿quién necesita más que un río y un plato de sopa?

Descanso en la poza del Águila, en la cueva de la mole de granito que para la corriente, que ha parado las crecidas de siglos y otros tiempos peores, imagino a la trucha en el fondo, creciendo y acechando en lo oscuro, una trucha muy vieja y muy grande que vive en esa cueva, en esa poza, en este sueño.

Llegará de nuevo marzo, abril, mayo. El tiempo es un regalo. Una fortuna.


Así que os deseo felicidad, este sería mi "christmas"

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO NO NOS IMPORTAN,
la vida es el presente, el instante que late,
los minutos de hoy y de mañana.
Quienes nos venden la fábula
de futuros mejores y lejanos,
de aguantar los mordiscos
por un quizá mañana,
son los de siempre.
Los que robaron almas, tiempo,
 trabajo, besos, vidas y palabras
y nunca saborearon carestías, asperezas, 
vacío, pobreza y desamparo.

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO SERÁN AHORA,
la vida es estar juntos, el instante en la calle,
los días de encontrarnos y de reconocernos.
Quienes nos venden la trampa
de que sigamos mudos y obedientes,
de aguantar la historia entera
por un quizá mañana,
son los dueños de todo o casi todo,
Los que mataron a Peter Pan, Corto Maltés, John Silver
y hasta al capitán  Ahab y su ballena,
la imaginación de nombrar el porvenir,
la libertad del pan,
el amor a destajo,
la hermandad de los hombres,
las mujeres, los perros, las estrellas.

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO HABRÁ QUE LUCHARLOS
como siempre contigo y también con el otro,
la otra, el extranjero, la extraña y el que fuimos,
y brindar con memoria y con buen vino
por el tiempo de hoy, por ti, por mi,
por los que llegan, por la tierra que da,
el aire que regala, el sol que nos conmueve,
y sobre todo por hoy, por no demorar nada,
que la vida es ahora solamente.
Que la vida es ahora, en este año.




martes

NORTE



Bajaron siguiendo el pequeño arroyo durante horas. Caminaban sobre un colchón de musgo de varios metros de espesor. Vieron los rastros de los troncos cortados por los castores, los chillidos de cientos de lemmings furiosos que no se apartaban a su paso, el barrunto sordo de las alas de los urogallos en las zonas más abiertas.

De pronto el río Sastsan ancho y profundo de curvas suaves, con zonas estrechas de rápidos y otras extrañamente someras y calmas.


La tormenta pasó de largo. No necesitaban hablarse demasiado. Pescaron durante todo el día sin tomarse ni un rato de descanso. Se olvidaron de comer. Para beber sólo tenían que inclinarse sobre el agua. 

Eran hermanos de sangre, pero también de río, no importaba cual, ni dónde. No estaban lejos del Círculo Polar, se veía con claridad el blanco lechoso de unos glaciares. 

Pensó que deberían inventarse aún las palabras precisas para describir toda esa belleza. Él creía que sabía suficientes palabras para describir el mundo y había descubierto allí que se equivocaba.


Subieron río arriba durante mucho tiempo, a veces juntos, otras veces turnándose sobre quién hacia volar las primeras varadas. Su hermano, en poco más de media hora, cogió quince truchas sin moverse en la curva honda de una tabla muy ancha. Dos dobletes. Una trucha grande le sacó toda la línea de reserva antes de partir el sedal. 

El aire era limpio y fresco. Le gustaba tocar los abedules, su corteza de joya, su tacto de ser vivo, casi caliente.


No necesitaban reposo ni quietud, no por ansia, ni por aprovechar el día sino porque se habían olvidado de todo menos del río y de las truchas, incluso de sí mismos. Pero antes de volver, ya muy tarde, aunque el sol seguía allí con arrogancia, se tiraron sobre la hierba y se durmieron. Luego subieron de nuevo por el arroyo perdido hasta la pista 

Se juraron volver allí. Repetir de nuevo los días sin noches y sobre todo volver a saborear esa sensación, ya en la cabaña, de quedarse dormidos antes siquiera de apoyar la cabeza en la almohada y seguir soñando con ríos y truchas.


Ha pescado con su hermano muchos años. Le gusta compartir tiempo y agua con él. Volverán este año, por julio, al Norte y a los sueños.


viernes

HAMBRE



Comer junto al río. Saborear con hambre las sencillas viandas sobre el lujoso mantel de líquenes y musgo seco del cancho alto sobre la poza la “Vena”, rodeado de jaras en flor, tomillo y brezo.

El madrugón, la caminata, la danza de equilibrista entre las piedras de la orilla con  la caña en la mano, el vadeo, la tensión de pescar… dan mucha hambre y el pescador siente cómo las golosinas van reconstruyendo el cuerpo y el ánimo.

Un poco de queso ahumado de Cantabria, membrillo casero, buen salchichón de Vic, picos de pan sevillanos, una lonchitas de ántima que la navaja sueca corta con gracia.  Para mojar los labios llevan una pequeña botella de tinto bueno. De postre unos higos secos rellenos de nueces.

El río esta muy lleno de agua. En ese momento el sol comienza a alejar el frío de esa mañana de primavera. Las hojas de los sauces son aún muy tiernas y los mil verdes del bosque de ribera son intensos y brillantes repitiendo una forma de rara belleza que ya existía mucho antes que los hombres inventasen la palabra.

Habla el hijo pescador de todo eso y su compañero se emociona porque no aprendió de él esas palabras, nunca le habló así de este paisaje. Y por romper cualquier barniz de trascendencia hablan luego de las truchas tocadas y de la que vieron salir bajo la piedra, negrísima y grande, que se burló primero del señuelo en forma de pececillo del hijo pescador y luego de tu ninfa de cabeza anaranjada y pelusa de liebre.

No hay descanso. Tras la comida breve siguen río arriba. Durante muchas horas, hasta el atardecer no hay otro mundo que ese torrente ancho y bronco.

Recuerdan hoy ese momento en la ciudad.  Un día de finales de otoño. Tienen hambre de río.




martes

INVULNERABLE


Dibujo de Gordon Allen

Agotado. El sol calienta los últimos minutos del atardecer. El pescador se sienta sobre una gran piedra con vistas a un largo tramo de río. El musgo seco está caliente. El sonido del agua es bronco y duro, se desliza por el aire igual que el Martín que vuela rapidísimo hasta el recodo del fondo.

Le gusta sentir el tiempo, cerrar los ojos, tocar el tacto suave del corcho de la caña. A veces teme que todo eso desaparezca para siempre. Ahora sabe que eso es posible. O teme que él no pueda bajar y ya sólo exista la música del agua en su memoria.  Se siente vulnerable. Muy pocas veces se siente así. Antes nunca.

Entonces ve a su hijo pescador salir a lo lejos, en la curva del recodo. Camina entre las piedras como si danzara los compases de una música ancestral. No mira otra cosa que el agua, sus pies, los oscuros remansos junto a los remolinos donde acechan las truchas. Sube despacio, sin dejar ningún lugar sin registrar. Todo le parece frágil en el atardecer menos él y el agua. El joven pescador camina con gracia por la difíciles piedras de la orilla esquivando las zonas muy pulidas, los canchos mojados y peligrosos, las ramas bajas de los sauces. Desde tan lejos puede sentir que es incansable, que su sangre fluye como fluye el río, de forma potente y descuidada, con toda la fuerza de la primavera y la vida.

Tarda media hora en subir pero la tarde se hace larga, la luz se estira dentro del tiempo. Me siento muy cansado pero saboreo este agotamiento físico. Gracias a él estoy aquí sentado y disfruto mirando como pesca el hijo. Veo el fulgor de la trucha que se retuerce sobre la superficie, su gesto tranquilo al recibirla, cómo se inclina en el agua para soltarla. Me siento entonces, de nuevo, invulnerable.


viernes

SHADOW - the old monster trout -



Under the great broken willow I first discovered the shadow. I thought it was a sunken log, so I cast the bait casually into the deep pool that lay under the stump’s exposed roots. I looked again toward that place to fix my gaze on a dark and nearby point where the late afternoon sun wouldn’t blind me, and that’s when I noticed it.

A fisherman sees things no one else sees, imagines the origins of the water, admires the beauty of a caterpillar hanging from its silk, the undeniable allure of a spider walking on the water, the hunch that behind a rock, that rock and not another one, the fish is hunting.

With a couple of oar strokes I approached the willow’s remains. In half a second the deluded and fanciful mind of a fisherman can imagine the most enormous fish, the monster, a mythical animal, and ponder the unique privilege of outwitting the river’s wisest creature. But the next second the fisherman’s objective and scientific mind tears down the fallacy and collects arguments to show that the afternoon light, the muddy waters and the tinted silt at the bottom created an imaginary fish which is but an illusion, a lie, a shadow. But the shadow was gone.

I blinked several times to erase the red circle caused by the sun’s myriad rays reflected on the river’s surface, looked once more at the spot where the worm was submerged and noticed the shadow just above. I set the hook with all my might and saw the small whirlpool made by the fleeing fish, just as I fell backwards with the line all in a tangle.

A fisherman’s mind is sometimes a detailed encyclopedia of fish species. A mammoth trout? A big pike? The grandfather of all perches? A catfish? I sat up angrily thinking that whatever it was, it would be far away, but on looking anew at the roots of the willow I saw the motionless shadow and imagined it looking at me as if challenging me, ridiculing me, looking down on a rival that would never be able to humiliate it.

A fisherman’s behavior is sometimes as unpredictable as the flight of a dragonfly or the words of a madman. Without fully understanding my behavior I sat on the bow and took out of its tube my bass fly fishing rod and baited it with a fly that looked like a blood-red dragonfly. I am a lousy fly fisherman, but on that cast the line traced a beautiful, slow arch and the fly landed delicately just above the shadow. In the split second that separates the slight movement of the tip from the tug at the end of the line, the most fitting of questions crossed my mind: “What on earth am I doing fishing for a monster with a few colored feathers?” At that moment there arose a great commotion beneath the fly, the rod was almost torn from my hands and as I gripped it firmly, and I felt the unmistakable click of a snapped line. On the water’s surface, a few meters away, floated the feather dragonfly.

I didn’t see the shadow again for days, though I spent many hours casting flies of all colors into the dark corners of the river. Sometimes a fisherman’s will is exasperatingly steady and nauseatingly patient. For weeks on end I’d forget about the Shadow and go to other rivers and gorges, but on certain Fridays its memory would haunt me like a recurring nightmare and I’d go back to the river, to the spot with the sunken willow, and scour every suspicious corner, casting the same and the only red dragonfly that first tempted the Shadow. Sometimes I’d catch a big fish, almost always a huge perch that would attack the lure viciously and try to escape relying on the brute strength of its tough, tapered body, but I scorned them all, and they barely got to the net exhausted and defeated after a hard-fought battle lasting several minutes, and I’d release them as if they were small fries barely worth the effort.

Fisherman’s avocation sometimes borders on insanity. He can lead a normal life with a normal job and a normal family, but his free time and his thoughts are given over to rivers and water.  A mystical instinct drives him to get up early, tolerate the bitter cold, days without a bite and [nightmarish dreams] dreams bordering on nightmares, to scrutinize the weather and the moon, and to devise schemes, traps, lures, and meticulous tactics to outwit animals that swim, masters of their shadowy, liquid world.

One year, on a late afternoon very much like that day’s, I saw the Shadow once more as it swayed on the gentle current that crossed a sand bar, its dark and monstrous profile in stark contrast against the clear sand. I could even glimpse its eyes staring at me despite the many meters of water separating us. This time I didn’t have my fly reel but I cast a small crab-shaped lure as delicately as I could. What followed next is difficult to explain. The Shadow lashed out angrily and the line, this time a high-strength braided fishing line, snapped with a bang.

There were now no more rivers but that one, or any idea but that of catching the Shadow with my own two hands. Time and again in the afternoon following work I’d drift downstream exploring the river bottom, dredging every corner of the shore with my red-feathered dragonflies, anxious for another encounter which was never to be.

I’m old now and my fame as a great fisherman extends beyond my country thanks to my books on the art of catching trophy? fish, but I know I’m just an average fisherman and that neither years nor experience give us the necessary wisdom to penetrate a river’s simple secrets.

Yesterday, while cleaning up the attic of the house where I now live and which used to be my father’s and his father’s before that, I found an old fishing diary, my grandfather’s I assumed, though of little interest aside from its sentimental value. Heaped in between most of its blank pages were the rivers visited, the weather, the catches, the phases of the moon, who was with him, train schedules. Only what was written on the last page left me paralyzed, the only sentence in faded but still legible ink:

"Today I fought the Shadow again".

Time doesn’t exist for a fisherman, even if his body does give in first. Time for a true fisherman is a dragonfly floating in the late afternoon that never comes to rest, a dragonfly red like the blood of fish and men.