miércoles

DOBLETE



Pintura rupestre. Cueva de las Piletas
El tiempo se detiene. Es una certeza que el sol se ha parado justo antes de esconderse esa tarde. La enorme cascada de la poza los silencia y el agua es profunda, fría y más transparente que nunca. Ha subido una trucha a su ninfa y no ha caído en la trampa, pero un instante después otra trucha más grande que acechaba detrás de un gran bolo de granito sumergido ha mordido el señuelo de N. Fue en ese instante justo cuando el sol se detuvo a mirar esa pequeña aventura que pasaba en el agua de aquella garganta remota llena de agua de nieve. La trucha se resiste, nada al fondo, pelea duro, al pasar por donde tocó la primera, aparece de no se sabe dónde y se clava en la otra ninfa. Doblete. Disfruta uno de los pescadores del raro espectáculo mientras el otro sufre la tensión de la sorpresa, el riesgo de romper el hilo, el milagro de encestar uno tras otro pez en la sacadera. Y mientras el pescador espectador saborea ese pozo de tiempo otra trucha se clava en su caña. Y luego dos más que se escapan. Nunca truchas grandes pero si peleonas, con músculos entrenados en torrentes perpetuos.

Después el sol ha vuelto a su camino, ajeno de nuevo a los lances diminutos y extraños de los hombres. Pero los dos pescadores han sentido lo mismo, esa quietud total, esa gracia en el aire de la tarde, la alegría infantil del raro lance terminado con éxito, la luz especial que ha convertido la poza en un lugar que se va a grabar a fuego en sus memoria por muchos años.

Han sido tres días de pescar de sol a sol en lugares distintos, difíciles, broncos y al final ha quedado ese doblete de truchas como un remate perfecto. En otro tiempo los pescadores hubieran grabado en la cueva la silueta de los peces con azogue y con grasa para luego rememorar muchas veces aquel instante del sol detenido. Y eso hago de alguna forma aquí con palabras.


LESTRIGONES Y CÍCLOPES


(Fotografía de Francesc Luque) 
Muchos días pescando solo, sin la compañía de mi hijo el pescador. Él va creciendo metido en el vértigo de su vida, sus preocupaciones, sus descubrimientos, sus estudios, con poco tiempo ahora para bajar sin prisas al río. Y a uno le gustan sus dudas y sus inquietudes, pero sobre todo que esté sano y pueda descubrir y aprender las herramientas y habilidades que le harán un tipo independiente, prudente y feliz algunas pocas veces. Lo demás es siempre secundario. El camino que tiene es largo, lleno de lestrigones y cíclopes, como diría Kavafis.

Hay muchas cosas que parecen muy importantes y luego importan casi nada. La difícil y sutil lucha entre el ser y el tener o entre el ser y el parecer, tan socrático y ahora puesto de moda para analizar nuestro mundo desarrollado por el filósofo Byung-Chul Han. Tener todo lo que puede necesitar un pescador, parecer en el río un verdadero y experto pescador. O serlo, muchas veces no teniendo el mejor equipo o la mejor estampa o poca suerte. Pasa en el río y en la ciudad.

Los hijos pescadores se siente muchas veces perdidos en su vida, no saben ni hacia dónde, ni porqué, comienzan a ver o sufrir los azares y pequeñas injusticias, a atisbar las ortigas y los resbalones en el agua que implica caminar, arriesgarse, esforzarse por un logro muchas veces escurridizo, invisible y sin gracia. A ti te queda entonces mostrarle que tu también te mojaste, te caiste, te arañaste con zarzas y ortigas, y que todo eso es parte de vivir al igual que las pocas veces que tocas un gran pez o una pequeña alegría. Poco más puedes hacer salvo echarle de menos a pie de río o recitarle ese verso que te gusta del viejo Konstantino.

Pero no te gusta utilizar la manida metáfora del río para hablar de los azares de crecer y aprender a vivir. Pescar es sólo pescar y en el agua sólo puedes “ser” pescador, “tener” o “parecer” no sirven de mucho, de nada. Y sólo se puede ser pescador si pones en ello pasión, ganas, energía, esfuerzo, inteligencia sin que nadie te lo pague o te lo pida o te lo admire. Eso si, como diría Kavafis, desea o busca o: “Pide que el camino sea largo. Que muchas sean las mañanas de verano  en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a ríos nunca vistos antes”. 

lunes

SELVA



Hoy hemos pescado en el “coto selvático”. Nos ha faltado en el equipo el machete afilado para ir abriendo hueco. La verdad es que este bosque de ribera es muy parecido a los que envuelven los igarapés del Amazonas con el único alivio de que aquí hay pocos bichos que piquen y en lugar de calor humedísimo nos envuelve el frescor de la mañana. Tampoco aquí hay rayas venenosas ni pirañitas, sólo truchas salvajes. Pero tenemos lianas de zarzas secas y verdes, cicutas de dos metros, ortigas por todas partes, ramajos y áboles caídos sobre el agua aquí y allá y huecos ocultos por la maleza donde meter el pie y besar el suelo. Sin embargo no encanta el lugar. Aprendimos a pescar truchas aquí, a besar el suelo y probar que se siente cuando se te mete en las botas su agua helada. Vinimos muchas veces de niños y de adolescentes en un tiempo que hoy nos parece, con asombro, muy remoto.

Tocamos muchas truchas, yo acaricié alguna ortiga y V. se cayó un par de veces sin llegar otra cosa al agua que la risa. La mañana era fresca y no nos tocó el sol porque el bosque se hace aquí una  bóveda impenetrable sobre el agua. Los peces son oscuros, preciosos, rabiosos, están fuertes y son glotones,  entran en el fondo a unas ninfas grandes que no atarías en ningún otro sitio. Pescar aquí a seca es solo para artistas virtuosos o masoquistas recalcitrantes.

Luego hicimos a media mañana el sagrado descanso de las cervezas, los callos, el cochinillo frito con patatas y un puñado de riquísimas cerezas de descarte por estar demasiado en sazón que nos regaló la mesonera. Nos acordamos mucho, claro, de los que ya no pescan con nosotros. Ellos nos enseñaron a disfrutar este lugar difícil y secreto. Creo que es lo más dificil de casi todo, aprender a disfrutar los pequeños placeres de la vida que al final se convierten en grandes.

Sólo puse la seca en una tablita. Tal vez fue amor a primera vista o sólo el azar que se posase aquí el amigo. Hizo en mi caña su parada de descanso esta mañana fresca cuando aún el sol no había calentado su cuerpo. Luego salió volando, moviendo las alas con una lentitud inverosímil, parecía que se paraba flotando, así me sentí yo, también. 


miércoles

"F" de .........



Los sociólogos nos hemos pasado muchos años palabreando los límites y distinciones entre naturaleza y cultura, sociedad y biología, historia y memoria, libertad y ley, ciencia y religión, ideología y técnica, cuerpo y alma, ahora mente, cerebro, redes neuronales… Nos gusta la numerería y la palabrería para defender esto y lo otro, no podemos estarnos quietos o callados. Tal vez por eso el pescador vuelve una y otra vez al río para comprobar que los límites son muchas veces fábula, retórica o ruido.

El pescador no quiere caer aquí en la sosa placidez de Thoreau, ni en la diarreica simplicidad de Paulo Coelho, ni en la brillante bilis de Cioran, ni en la aburrida sensatez de Chomsky. Quisiera dejar a un lado las palabras, o lo que las palabras tienen de artificio y volver, gracias a ellas, a ese instante en el que el barbo se acerca a la mosquita negra, la absorbe, se da la vuelta y se pone a correr corriente arriba y él detrás, también corriendo, en plan cien metros lisos, pero con pedruscos, malezas, cicutas florecidas y zarzas amenizando los saltos. Luego sonríe, no hay nadie, sólo él y el pez. Saca la compacta, programa el disparo automático. En la foto no se ve nada, claro. Pero el pescador descubre muchas cosas cuando hoy la mira. La luz que nació en el sol a ciento cincuenta millones de kilómetros entre miles de explosiones termonucleares le acarica la nuca, el agua que llegó hasta allí en meteoritos de hielo ahora la respira el barbo y refresca sus pies. Pero aquí no ve eso. Sólo ve una palabra escrita de otra forma, en forma de silueta que funde hombre y pez. Pero no quiere escribirla. 

viernes

LÍRICA



Cuántas veces escuchaste este diálogo de mala película doblada. En cuántos lugares. De cuántos labios.

- ¿Te vas?
- Si, me voy a pescar.
- ¿A estas horas? No sé qué misterio tiene para tí eso de la pesca.
- Yo tampoco. Nos vemos.
- ...(mohín de disgusto)


No hay nada peor que cotillear en el face las fotos de los amigos remotos, de los amores lejanos y llevarte el bofetón de la natural decadencia, las calvas, las canas, las ojeras permanentes, las gorduras, la belleza perdida que ya no encuentras y casi no recuerdas, tampoco en tí mismo. Resacoso, me bajo de la cama, caigo por el suelo y me voy arrastrando a cuatro patas hasta el baño. Lleno la bañera con el agua a punto de ebullición, echo una bomba de fresa, un chorrón de aceite de menta y me meto dentro a ver si se me disuelve el engrudo mental, las telarañas que me han crecido bajo los ojos y la tristeza inmensa de la mañana. Suena en el Spoti la voz de Germán: el azul del mar inunda mis ojos,/ el aroma de las flores me envuelve,/ contra las rocas se estrellan mis enojos/ y así toda esperanza me devuelve. / Malos tiempos para la lírica. Casi todos los amigos adolescentes que pescaban entonces, que compartían conmigo madrugones y ríos, ya no pescan.

Mientras todo se va deshaciendo menos esta resacosa tristeza, recuerdo como si fuera ayer esta música sonando por primera vez y tu desperezándote a las once de la mañana y alargando la mano para buscar un cigarrillo que te quite el sabor amargo de una noche de excesos. Entonces todos fumabais menos yo, pero me gustaba, que cosas, el sabor a tabaco en tu boca de fresa.  Trasteaba en tu cocina con la cafetera vieja, exprimía el zumo de dos kilos de mandarinas e intentaba resucitar las sobras de bacalao al pil pil que te había guisado antes de ayer, el día que nos habíamos conocido en el sentido bíblico, por primera vez, tras haber compartido algunas noches de licores y achuchones en el Elígeme. Desayunamos el pilpil reconstruido, el café bien cargado y los dos grandes vasos de zumo de mandarina y descubrimos que aquel era el mejor desayuno contra cualquier resaca. Te estaba explicando despacio los pasos tan sencillos que tiene hacer emulsionar la gelatina del bacalao con el aceite templado cuando comenzaste a tararear “malos tiempos” y a reírte y a besarme los labios brillantes de aceite y ajos fritos.

No entendías que renegase del pueblo y que, sin embargo, muchos sábados y no pocos domingos volviera a sus ríos tras las truchas. Había huido del pueblo, mi hogar era Madrid, el Elígeme, la Vía Láctea, el Barbieri, el Avión, el Comercial, la Princesita, el Casapueblo, la calle, pero volvía a la montaña, a sus torrentes con los ojos brillantes a pesar de las resacas y las sirenas urbanas... En aquel tiempo la noche se adobaba con cubatas de todos los colores, sobre todo de güisqui y de ron, acompañados con la pastosa cocacola y otras melazas infames. La movida y postmovida imponía además otros excesos venenosos, polvitos blancos, elixires cáusticos, gotitas para soñar y santamarías de todos los orígenes.  Eran tiempos de excesos, de perseguir sin interrupción lo sublime, de creer que en la noche boca arriba todo era posible. Los cubatas, los polvos, las pastillas, el humo radioactivo… llevaban a descubrir extrañas compañeras de cama cuando el sol del domingo rozada el medio día. Supongo que yo era entonces “el raro”, aunque no llevas el pelo teñido de azul,  por ser capaz de hacerme doscientos o trescientos kilómetros de ruta para acabar en un río con una caña en la mano. Nunca explicaba gran cosa. Tan sólo decía: “me voy a pescar, nos vemos”. Y Madrid quedaba muy lejos, en un limbo irreal y remoto.

Luego pasó el tiempo, los años, el derrumbe de todo, el éxito hoy de las ginebras celestes y las vodkas patateras, la desaparición tal vez de los mejores. Los que se intoxicaron tantos años con zumo de neón y de garrafa, con los cubatas metílicos y los polvos siniestros ya no bebían otra cosa que buenos Riberas bendecidos en guías escritas por estrellas de cine, dipsómanos ilustres, sibaritas pijos o glotones castizos. Ayer te ví llegar. El bar de entonces ya no se llamaba como aquella película de Alan Rudolph. Nos saludamos de nuevo ante la barra, pedimos vino tinto como en los viejos tiempos, nos contamos la vida en cuatro frases con la certeza de que sobraban casi tres y luego nos fuimos cada cual a su historia y a su vida. Hace poco murió Germán. Qué casualidad. Hoy también desayuno zumo de mandarina y pil pil recalentado antes de bajar al río. Tu te casaste, hace ya muchos años, con alguien de buen parecer, con trabajo de bancario bien retribuido, no pescador, por supuesto.  Yo sigo en Madrid y sigo tras los peces, en dos mundos bien distintos que no he dejado de amar. Hoy preparo los bártulos y los mapas para cabalgar como entonces durante doscientos kilómetros y tocar el agua. Tal vez no he crecido, no he salido de esos versos de Coppini, de mis ríos, de mi gusto por desayunar café solo y cenas recalentadas contra los malos tiempos para la lírica.


martes

OCIO


Acuarela de Jason Bordash

Es una aspiración de millones: tener tiempo de ocio para gastar, para consumir, para simular por unas horas o unos pocos días que somos unos rentistas desocupados, unos deportistas guapos y a la moda, unos intrépidos exploradores de documental televisivo, unos viajeros en busca de lo más prístino y auténtico de lugares remotos y bien acondicionados para el turista.

El negocio del ocio es enorme. En el caso de España es un sector productivo que nos sacó de la autarquía franquista y nos permitió acercarnos a la Europa más desarrollada. Sol, fiesta y precios baratos. Animados por el éxito alicatamos sin ton ni son las playas y los paisajes más bellos, llegó la burbuja ladrillil, las paellas de plástico, los menús turísticos con derecho a litro de sangría y el enorme etcétera de desastres que sobra comentar aquí. Hoy el ocio sigue siendo importante para la economía española y dentro de ese ocio se sigue entendiendo como necesaria la urbanización de lo salvaje.

Los pescadores a mosca no somos millones y desconozco si gastamos más o menos que el golfista sesentón, la adicta al sol y playa o el devorador de paellas radioactivas y pinchos de cocina tecnoemocional. Derrochamos nuestro tiempo de ocio persiguiendo peces en lugares limpios y salvajes, huimos de muchedumbres y hordas turistícolas, aunque nosotros mismos seamos también, de una forma peculiar, raros turistas, viajeros y exploradores.

Hoy, además de las ruinas ilustres, las ciudades antiguas, los museos de renombre, las playas chiringuitadas y los melindres autóctonos, tira del turista la naturaleza, sus paisajes, parajes, rutas, montañas, bosques, ríos, fauna... Llega al río el dominguero de siempre, pero también el urbanícola, el ciclista, el fotógrafo, el excursionista o el curioso disfrazado en Decathlon que quiere asomarse a lo salvaje que ha visto tantas veces en la televisión. Ya no estamos solos.

No es por elitismo ni por exclusivismo, pero el pescador sigue buscando rios sin nadie. Gusta de saborear una forma de ocio que no requiere comodidad alguna, ni interacción con nadie, ni asfalto facilitador o sendas señalizadas. Le basta la “soledad sonora”, una caña de pescar y un gran bocadillo de tiempo. No por huir de la gente o aborrecer a los semejantes sino porque el pescador quisiera desaparecer en el paisaje, ser parte del río, salir de esa burbuja indigesta del ocio masivo, olvidarse que es “demasiado humano”.

Siente por tanto que no pesca “por ocio”, ni para gastar su “tiempo libre” o “entretenerse” de los muchos días de tedio laboral. Tal vez suene presuntuoso escribir que baja a los ríos porque estos son su “camino de conocimiento”, el lugar donde entiende “los secretos de vivir” y descubre las respuestas de las “preguntas míticas”. Pero como escribir esto le suena en verdad grandilocuente y vacuo, prefiere decir que pesca sólo porque le gusta y porque es libre para malgastar su vida en lo que quiera. Somos soberanos de una parte de nuestro tiempo, un tiempo de libertad para gastar al lado del agua sin otro fin que tocar un pez, sin otro sentido que pisar el fondo del río, sin otro fundamento que jugar con una seda y posar un diminuto señuelo a flor de agua. 

"selfie" con la cámara apoyada en la hierba...