jueves

ALICIA


Hay truchas se te meten en el sueño. Truchas brujas, mágicas, ojalá ondinas disfrazadas de pez. La has tenido toda la tarde subiendo a comer mosquitas a unos pocos metros de ti y has contemplado con todo detalle la forma de su cabeza, la gracilidad de sus baños, la librea oscura de su piel y sobre todo ese tamaño de superviviente, de trucha arrogante, orgullosa de su edad y sus aprendizajes, enorme. Se ha burlado de todas tus moscas y mañas hasta el anochecer. Luego, ya en casa, cuando te has medido en la cama, se ha colado en tus sueños y aparece una y otra vez subiendo a la superficie de un río transparente a través del que puedes ver todo, hasta el futuro, y nunca toma tu mosca. 

A veces el sueño cambia. Luchas con ella, en una tabla grande, honda y con corriente, metido en el agua, con una caña ligera. Sientes el sol en la espalda y a veces la sombra verde de los sauces te deslumbra. Descubres que los pies saben dónde de pisar y cómo. Suena el freno y el sedal corta el agua. No se rinde el pez, conoce bien el agua, quiere llevarte al hueco que hay debajo de la espuma y luego a las raíces sumergidas y después descolgarse tras la cadena de raseras, corriente abajo. Te sientas a mirar su piel, el brillo del agua, el musgo de las piedras. Ya libre la trucha, te tomas tu tiempo para volver a pescar. Saboreas lo que nadie ha visto y el sueño se repite, pero es distinto, siempre.

Alicia se coló por un espejo. El tuyo es de agua. Vas al río y tocas las maravillas.


domingo

HERIDA


La heridas en la piel de la memoria de la infancia dejan las cicatrices más indelebles y dolorosas.  No quiere decir que luego duelan menos o dejen menos surcos o que su mordisco ya no nos espante. Pero de adultos conocemos de qué va el dolor y podemos adelantar los analgésicos o las dosis de olvido y disimulo suficientes para no gritar.

Tal vez su pertinaz aspereza personal o su gusto por estar solo y no necesitar casi nunca compañía vengan de aquellos días. Haber perdido al padre con quince años tras contemplar la larga tortura que algunas enfermedades anticipan. O con dieciséis haber despedido a su amigo más despierto, alegre, vivalavirgen y mejor pescador en un pueril y estúpido accidente de automóvil. Y las constantes despedidas de después.

Las heridas de las truchas tuvieron que ser muy profundas y graves pero se libró del mordisco hambriento de la nutria o del picotazo de la garza o el cormorán y siguieron vivas. Luego aguantaron más peligros, riadas otoñales, formidables sequías sin cuento y otras aventuras difíciles mientras se curaban. Y ahora están aquí entre tus dedos. Reconoces en ellas algo que tu también has sentido. Las tratarás entonces con más mimo que a las otras y las dejarás nadar de nuevo en la corriente cristalina de la libertad como sólo se dejan marchar los amores más íntimos y verdaderos, con la minuciosa  certeza de que os encontraréis de nuevo otra mañana y otra tarde. Quién sabe cuándo o dónde. Adiós amigas, cuidaos mucho.




martes

INTEMPERIE



Es universal el gusto de los humanos por comer en el campo. Debe ser algún recuerdo remoto de nuestro inconsciente colectivo, de cuando no éramos sedentarios sino nómadas, de la época del mundo en la que no teníamos casa, ni propiedades, ni patrias y nuestro hogar era la intemperie. Comer en el campo es siempre algo muy especial, muchas veces una fiesta. Nos sentimos siempre bien ya sea el festín una paella, un asado o un sencillo bocadillo.

El pescador ha venido muy temprano a lo alto del torrente. Ha caminado una hora desde la vieja casa de campo de sus antepasados hasta el recodo del río donde ha lanzado por primera vez el señuelo. Luego ha seguido pescando varias horas hasta sentirse agotado y con hambre. Entonces ha buscado una sombra espesa bajo un sauce y ha extendido sobre una piedra musgosa las viandas. Apenas una cuña de queso de cabra del Ibor, un taco de cecina de León, un churrusco de pan y la bota de vino. Tras el segundo trago se siente bien, como si no necesitase nada más en el mundo.

Saborea la densidad del queso, el ahumado de la carne, la frescura del tinto, sin sacar las piernas del agua. Le quedan aún muchas horas para pescar y saborea también esa certeza. Comer en el campo, junto a un río transparente, con tiempo por delante, le hace sentirse libre, igual que se sintieron sin peso muchas generaciones de antiguos pescadores antes de que existiera la historia, la agricultura y las palabras escritas. La comida sabe mejor allí, sin cubiertos ni mesa, sin mantel ni maneras civilizadas, dejando que los dedos y la vieja navaja toquen los alimentos.

El vino le ha limpiado parte del cansancio, le ha dejado el ánimo templado para seguir subiendo la tarde entera. Queso, pan, cecina, vino. Alimentos sólo en apariencia sencillos, sofisticadas golosinas de civilizaciones antiguas que él sigue disfrutando en cada bocado. Recuerda que cada año la industria de la alimentación saca al mercado quince mil nuevos productos que comerán millones de consumidores creyendo que son "comida". Pero a él sólo le hacen feliz esos alimentos milenarios, tal vez su sabor también se guarda en el inconsciente colectivo, un lugar de su memoria de pescador que también tiene su hijo, goloso y glotón como él, y todos los pescadores que conoce.

Da un último trago largo a la bota antes de guardar la comida en el macuto y volver a pescar. Se lava las manos en la corriente, entierra los dedos en la fina arena del fondo y luego se limpia en el pantalón. Toca ahora atar una seca grande que imita a un saltamontes.