jueves

PERDIGÓN


Minitrucha glotona

Hemos ido pasando del hiperrealismo entomológico al impresionismo leonés, del cubismo norteamericano a la ninfa abstracta. En estas “obras de arte” que montamos y pintamos en el torno sólo queda de la ninfa la idea, el concepto, la voluntad del observador de creer que “eso” es lo que imagina, aunque la obra sea una bolita de metal naranja butano tras el que se ha liado una madeja en forma de cono de un color fucsia, eléctrico o pop barnizada luego con un pringue que se solidifica con una pistola de rayos galácticos. Algún veterano montador aún tiene el humor o la añoranza, arqueológica, de colocar a esa ninfa abstracta un cerco, una colita de pluma de gallo de León, como si así el Pollock pudiera acercarse algo a las Meninas.

Pero, ¿es Pollock arte?, ¿es un perdigón una ninfa?. Digamos que es otra cosa, denominémoslo señuelo. Los señuelos de Pollock decoran las casas de los ricos y aburren a los turistas en los museos. Los señuelos de perdigón engañan a las truchas o las enojan o las hipnotizan hasta el punto de que desean morderlos. Más o menos igual que unos de esos guisos que servían en el Bulli.  Así que eso montamos en nuestros tornos, cocina tecnoemocional para truchas, ninfas deconstruidas.

Los montadores figurativos siguen en lo suyo, añorando los tiempos del paisaje, el bodegón y el retrato mosquil. Los hiperrealistas se han convertido en poetas puros hasta montar preciosas moscas desde la filosofía juanramoniana de “el arte por el arte” pero nadie va a mojar sus creaciones en el río. Y el resto, todos los demás, nos hemos pasado a Pollock, hasta las mismas truchas. Todos degustamos admirados los guisotes marcianos de Adriá o sus sucedáneos y atamos un perdigón de colorín a un hilo del cero diez que paseamos por el fondo del río y decimos ¡Ah! Que estamos pescando “a mosca”.  Además pensamos que los emplastos de Pollock y los perdigones cotizan bien en el mercado del arte y de la pesca, ambos son útiles, decorativos y funcionales.

Pero mi hijo el pescador, que estudia biología, arruga la nariz cuando le digo que estamos pescando a mosca con esas ninfa perdigón. Di mejor que estamos pescando al tiento con un señuelo de fantasía. Y nos reímos juntos. Lejos de purismos o integrismos mosqueros, nosotros atamos una ahogada impresionista leonesa, un cubista saltamontes yanki de foan, una realista rhodani que monta cierto famoso amigo o uno de estos perdigones de Pollock según sea el río, el mes o nuestro humor. Somos pescadores, no carcas críticos de arte.

Pero a veces, a la caída de la tarde, cuando los peces comienzan a subir a comer en superficie y me paso a la seda y la seca porque me gusta ver salir a las truchas y enredar con los lances en el aire, pienso que quizá llegue un día de pesadilla en el que en todos los restaurantes nos sirvan sucedáneos de cocina tecnoemocional y que la plaga de imitadores o émulos de El Bulli hayan poblado la tierra gastronómica hasta no existir ningún lugar donde comer una fabada tradicional o una dorada asada sin más. A veces pienso que quizá llegue el día en el que ya no vendan estas sedas de verdad que me gusta lanzar y hayamos olvidado como montar pardones con plumas de león, un día en que pescar a mosca no sea ya otra cosa que pasear un señuelo abstractivo por el fondo del río atado a un hilito invisible.



martes

LLAVE



Vas a levantar la mosca del agua. Ya esta fuera y en ese instante salta la trucha como un delfín para cazarla. No duraría el instante más de una décima de segundo. Al segundo siguiente el pez revoloteaba por el aire hacia la sacadera.

El tiempo se desliza por la tarde. Son casi las diez y aún es de día. Vuelves por una selva de cicutas y malezas muy altas, bajo un bosque de ribera en el que no hay rastro de cultura o destrucción. ¿qué valor tiene esa décima de segundo?, ¿qué magia química y eléctrica ha grabado en tu memoria ese instante?, ¿por qué azar o que milagro se olvidaron de este bosque de maravilla?

También recuerdas las dudas, tu poca fe en el feo trico caramelo, la lentitud con la que ataste la mosca con ese nudo Orvis que te gusta en ese cero nueve que ahora usas y como, a pocos metros de ti, se derrumbó un viejo árbol sin motivo, sin hacer ni gota de viento, porque le tocaba caer después de haber aguantado firme varios años, ya muerto. Fue un estrépito de catástrofe y luego de nuevo silencio y murmullo de agua.

A veces no sabes si la vida es una suma de instantes recordables o es el residuo pegajoso y vacío que los une sin más. Si la vida de verdad son los segundos que guarda la escasa biblioteca de tu memoria o las miles de horas o de días que pasaron sin causa y sin perfume.

Por eso te gusta sentir el pez, su tensión, su pálpito entre los dedos mojados. Es la forma más cercana que sientes de tocar de verdad el tiempo que posees y luego, al dejarle libre en el agua, ese tiempo sigue fluyendo a su velocidad de siempre y tú con él, entonces no ya como pasajero si no como protagonista de ese segundo bello y raro que sólo tú tocaste.

Ahora, a medias supersticioso a medias empírico, fabricas nuevos tricos caramelo y no sabes si son un buen señuelo para truchas voladoras o un imán de instantes felices. Todos los pescadores saben que las moscas buenas son una llave mágica que abre una puerta hacia un País de las Maravillas muy secreto. La cerradura está en el agua y es cosa del pescador y de sus dedos, su pulso o su instinto, saber girar la llave, empujar despacio y entrar de nuevo en él.

jueves

ODA


Joya hecha a medias por el artista Henry Duprat y una larva de tricóptero viva.
El pescador se levanta muy temprano, ya sin sueño, sin ninguna pereza para mirar de frente a la madrugada. Le gusta la quietud de todo, la oscuridad de fuera, el olor suave a primavera que entra por la ventana abierta. Se cuela también con nitidez la algarabía de los mirlos y de un ruiseñor prodigioso que no ha parado en toda la noche.

Al pescador le gusta conocer las voces de las aves, sobre todo de estos dos tan literarios, y recuerda la oda de John Keats al pajarillo ese mientras monta en el torno, despacio, unos tricos peludos, saborea un café muy caliente y mira por la ventana, muy lejos, ya saliendo, el hilillo rosado del alba. Monta las moscas con los pelos de las patas de una liebre cazada y ya guisada por él hace unos meses. No desmerecen en nada a las míticas árticas que andan hoy en la boca de todos los mosqueros. Él las ha visto correr entre los charcos de los llanos conquenses y a tocado después sus patas mullidas y secas ¿para qué ir tan lejos a por los pelos mágicos?

Los cuerpos de los tricos los ha montado hoy rojizos, se fía de los consejos de J.M. que anda también un día sí y otro también de maestro mosquero andante metido en los ríos con su hijo, pescador también, enseñándole las mañas y las fuerzas de este arte fugaz o de esta pasión inexplicable. Se lo encontró el otro día en la garganta de A. esperando la hora bruja de la tarde con el chico, su mujer y su otro hijo. Le regaló una mosca con el cuerpo más rojo que la sangre. Dijo: Esto aquí canela fina. Le emocionó ver a los cuatro bajar a la garganta a aprender la lección y disfrutar del agua estando juntos.

Al pescador le gusta la soledad del sábado, meter en la cajitas los tres tricos recién armados y preparar despacio y a conciencia el resto del equipo. Tomar otro café, esta vez con su tostada empapada de aceite y de tomate, su jamón por encima y un zumo de naranja de remate, que hay que cuidar el paladar y las viejas costumbres. Como no hay nadie más en la casa no anda con sigilo ni en silencio, se siente soberano, muy libre, como quién conquista por fin lo que de verdad importa, un día entero por delante para pescar sin el tiempo tasado y sin hora de vuelta.

Disfruta de la ligera misantropía de desear no encontrarse con nadie esa mañana y sentir que el río es por entero suyo. Aunque las horas buenas son las de tarde el pescador no puede resistirse a pisar el agua a eso de las nueve y bailar la danza de bajar y subir los grandes canchos, lanzar los señuelos recién hechos, hundir luego unas ninfas blanquecinas en las grietas donde acechan las pintonas y respirar sobre todo ese primer aire del día fresco y fragante. 

Y no hay nadie. Se siente muy afortunado. Sale el sol sólo para él en ese recodo de la garganta y vuelve transparente el agua. Deben de andar las truchas también recién desayunadas porque sólo le sube alguna inapetente, aunque las ninfas de cabeza de plata y cuerpo marfil si sacan a algún pez de su guarida.

Recuerda los últimos versos del jovencísimo Keats porque otro ruiseñor, escondido en la hiedra que cubre un roble seco de la orilla, se suma al ronroneo de las cascadas: tu himno se evapora más allá de esos prados, del río por recodos, por encima del monte, y queda adormecido en los tristes calveros del valle que abandono. ¿Era un sueño tu canto o visión de borracho? La música ha volado ¿Sigo despierto? ¿Quizá estoy dormido?

A pesar de la lentitud del día y de las últimas estrofas de la oda metidas en la memoria, nunca has sido muy contemplativo sino más bien todo lo contrario. Te gusta mas sentirte trotarríos, mosquero andante, impenitente nómada, culo de mal asiento, incansable enreda, pescador siempre ligero de equipajes. Crees que estarte quieto en un sitio como este es cosa de místicos y comodones, de sedentarios torpes, de turistas vagos, de gente que no sabe que en el camino y río arriba siempre hay otro charco mejor, otro pez más grande, otro recodo aún más bello, otro instante de trucha.

A eso de las once con el sol calentando, por sorpresa, en la última poza que decides pescar, ha subido un truchón del fondo, ha tardado bastante porque el sitio es profundo. La lucha ha sido hermosa aunque ha ganado el pez, o por eso. Seguro que Keats hubiera escrito algo si hubiera estado allí, en medio de la música, el agua y el instante. 

Por ejemplo: Ni perlas ni pepitas de oro. Los tricópteros que viven aquí, el ruiseñor, la trucha, el pescador ya disfrutan de fortuna y de dicha.


lunes

BARRUNTO



Comenzamos a pescar y nos olvidamos de todo lo demás. O no. Hay veces que, a pesar de poner toda nuestra atención en dónde lanzar la mosca y dónde poner el pie, el cerebro sigue enredado en otros problemas y otras preocupaciones. Imposible desconectar aunque una y otra vez, en apariencia, nos hemos olvidado del mundo y estamos centrados sólo en lo que pasa en el torrente.

Incluso no nos damos cuenta, al principio, de estar distraídos. Estamos allí, después de un largo viaje, para tocar unas truchas y disfrutar de una buena tarde por delante pescando a nuestro gusto. Además el día está medio nublado, hay varios tipos de insectos cayendo al agua, los peces están puestos, el nivel de agua es el ideal y no hay más pescadores que nosotros en el tramo. Y sin embargo una y otra vez fallamos la tomada, clavamos a destiempo, tropezamos en la piedra más fácil, nos sentimos nerviosos al ver que nuestro compañero de pesca saca una trucha tras de otra sin aparente esfuerzo y nosotros apenas unas pocas. Cambiamos de color de mosca, de tamaño, de tipo, de forma de rastrear los charcos y la cosa sigue desigual.

Entonces nos damos cuenta, estamos pescando, si, pero una parte de nuestro cerebro, quizá unas pocas neuronas, siguen liadas, preocupadas, metidas en otra cosa que no es el río. Nos sentimos entonces irritados, irascibles, nerviosos. Hemos deseado mucho estar pescando allí y ahora que está todo a favor lo hacemos mal, descentrados, sin entrega, sin poder olvidar los problemas de la vida, no demasiado graves, pero si lo bastante como para no dejar de pensar en ellos por unas horas.

Y al día siguiente es casi todo lo contrario. Uno se siente centrado, limpio, entregado, metido en la pesca, atento a todo, sensible al equilibro, las distancias, las palabras que trae el agua y que susurran donde estará la trucha, cuándo subirá y a qué. ¿problemas?, ¿qué problemas?. No paro de coger peces y mi compañero falla, cambia de señuelo, se le lía el sedal, impreca, bufa… al final dice lo que uno no dijo ayer: joder macho, estoy distraído, no me concentro, estoy pensando en otra cosa. Sonrío. Hoy es él el pescador con las neuronas turbias.

Ayer, al final, desesperado, decidí sentarme, desarmar la caña y dedicarme a contemplar como pescaba el compañero, su inspiración, tino, instinto, fortuna, gracia… Pero hoy, libre por fin de polvo y paja, soy yo el que me siento una bailarina entre los canchos, no me canso, me salen todos las lances y casi todas las clavadas.

Es difícil olvidarse de todos los problemas en el río. A veces es posible, otras no y no de pende la cosa de nuestra voluntad o nuestros deseos. Intento dejarlos lejos casi siempre, uno tiene ya sus trucos y sus trampas, suelo entrar al río con el cerebro limpio y las neuronas concentradas en la pesca, pero ayer un problema me distrajo, me enredó y no pude disfrutar como esperaba de la tarde.

Pero la tarde de hoy lo ha compensando. Me siento feliz de haber repetido agua, de no haberme vuelto a la ciudad el domingo mohíno y escocido por el fiasco de ayer y dedicar estas horas preciosas a las truchas, esta vez con sosiego y pasión, concentración e instinto, ganas y libertad. Lo siento por mi compañero que le toco arrastrar por el agua su barrunto.

Luego, ahora, revisando las fotos, siento que he sido feliz esas dos tardes. Han sido muchas horas de privilegio con mi hermano y mis amigas en una de las gargantas más bonitas del país. Eso queda.


jueves

TRAVER




Tras haber leído al gran John D. Voelker me queda la música de sus palabras. Me gusta la falta de prudencia y la libertad con la que expresa su pasión por la pesca este yanqui, la forma elegante y barroca que tiene de explicar su amor por los ríos y los peces. Los españoles, muchas veces fanfarrones a la hora de vocear los muchos y grandes peces que hemos tocado, somos más “vergonzosos” a la hora de explicar porqué pescamos, tenemos un estúpido sentido del ridículo del que aún no nos hemos liberado.

Me queda la música del gran Voelker, más conocido por su seudónimo de Robert Traver y, ahora que nadie escucha, me atrevo a seguir con su canción y mi propia letra mientras camino por la calle de la ciudad, porque en un rato no estaré en ella sino lejos, pescando:
Pesco porque en el río dejo de tener nombre, edad, problemas y palabras sobre el porvenir.
Pesco porque en los ríos encuentro la soledad querida tan alejada de la soledad odiada y de las obligatorias compañías de la vida ordinaria y cotidiana.
Pesco porque metido en el agua me siento feliz sin necesitar más objetos, ni lujos, ni deseos, sólo tiempo por delante que ningún reloj tasa, un tiempo sólo mío y una libertad que se acerca mucho a la soñada.
Pesco porque en los lugares donde viven los peces corre la brisa, fría o templada, huele a bosque y el sol centellea como si acabase de nacer la vida.
Pesco porque los peces saben explicarte muy bien cuales son los secretos de la vida, su sentido, su clave, su misterio, sin retórica, ni trampas, ni discursos; basta ver la ganas que tienen de nadar de nuevo cuando los sueltas.
Pesco porque nada es mentira en el río, cada suceso tiene su sentido y hasta el azar parece que se mueve por las leyes invisibles de la naturaleza; leyes que también nos tocan a nosotros, aunque nos creamos superioress y distintos.
Pesco porque en el río he encontrando y aprendido todas las virtudes laicas que nos hacen mejores personas: ética, humildad, tesón, paciencia, quietud, alegría, preguntas, sueños…  y porque en medio de la corriente he sentido lo pequeño y vulnerables que somos, no menos que un alevín de trucha o una libélula que acaba de salir del agua.
Y ahora pesco porque es la única forma que tengo de enseñar a mi hijo el pescador cuales son las tareas que tiene este oficio de padre, donde están mis límites e ignorancias y cuales son mis destrezas y escasos saberes.
Pintura de Jason Bordash

martes

LEONESA



El pescador se sienta a descansar, secarse al sol, comer el bocadillo. No le ha costado quitarse el poco equipaje que ha traído al río. Ha bajado ya sin vadeador, ni chaleco. Le gusta mucho pescar en estos días de primavera avanzada, con el agua casi templada, en su garganta preferida. Disfruta del minimalismo de llevar sólo la caña y una cajita con diez secas, diez ninfas y cinco ahogadas. El sombrero, la sacadera, un minibocadillo de panceta envuelto en papel encerado que le cabe en el bolsillo de la camisa.

Lleva ya muchas horas pescando, tal vez el día entero, porque llegó al río a las diez de la mañana y ahora serán las seis de la tarde. Recupera el calor pegándose a la piedra como los lagartos de cabeza azul que viven allí junto al agua. Nada le pesa. Ha nadado, perezoso, en una poza grande y se ha sumergido con los ojos abiertos hasta el fondo para sentir las capas más frías y los colores impresionistas de los reflejos del sol en las rocas ocres del fondo.

Prendió esas ahogadas en la espuma de la caja de hoy por azar. Las vio abandonadas en uno de los cajones en los que guarda algunos señuelos de poco uso. Tan raras, tan antiguas, tan simples. Las probó el otro día, más o menos a esta hora de la tarde, más por enredar o jugar que por interés en pescar con ellas y fue enganchando truchas en casi todas las posturas. Primero junto a una ninfa, luego ya dos moscos solos, uno paja y otro marrón tras una seda del tres. Como apenas se hundían, podía ver las vertiginosas cebadas de las truchas entre dos aguas. Hoy hará lo mismo. Es la hora de los mosquitos ahogados, hasta las ocho que cambiará a la seca y anudará sus despeluchados y pequeños tricos de pelo de corzo.

Recuerda entonces de el dónde y el quién y el cuando. Hace veinte años visitaba León por trabajo y un amigo, el único que pescaba con una cuerda de moscas, le había encargado hilos de seda en una mercería de novelón de Galdós y también la compra misteriosa de unas plumas de gallo que vendían en una tienda de caza y pesca de esas de mostrador de madera, bichos disecados y armero con escopetas paralelas no demasiado relucientes. Ya en la tienda, le gustó una vieja caña de tres tramos de bambú del país, de segunda mano, y la compró aunque el precio le parecía excesivo. La joven dependienta, al protestar él por tener que dejar allí unas cuatro mil pesetas, le regaló una bonita caja de madera, tapizada por dentro con una lámina de rústico corcho en la que había prendidas diez moscas ahogadas fabricadas con pluma de gallo de León. Las he hecho yo, me enseñó mi padre, las vendemos muy bien en la tienda, son muy pescadoras.

El azar hizo que luego se encontrase con ella, por amigos comunes, en una tasca del barrio húmedo la última noche antes de volver. Le gustaron sus ojos azules, tan raros en su sur, su acento tan medido y castellano, su gusto por Galdós, Benedetti, Ángel González y sobre todo, tan difícil, le gustó que supiera de truchas y de pesca. Aquella noche, con amigos delante, se despidieron con una hasta otra y un casto beso en las mejillas. Ahora sabe, tras el tiempo vivido, que si hubieran tenido más días por delante, habría habido complicidad y risas más cercanas, quien sabe si amor, quién sabe si ríos y noches compartidas. Eso fabula hoy el pescador mientras ata sus moscas de León, las que hizo ella hace tanto, aquella veinteañera regordeta y simpática, pescadora y lectora de novelones viejos y poetas de exilio. Y no quiere perder ninguna. Cuando alguna vez engancha en un árbol, las recupera con habilidad y cuidado, son su pequeño tesoro descubierto.

Tras el baño, se viste y sigue pescando. Las ahogadas son mágicas a esta hora, no hay postura que no mueva truchas. Se le queda sonrisa de tonto ante el descubrimiento de pescar tanto con moscas tan simples, tan antiguas, tan raras. O tal vez la sonrisa se la pinte el recuerdo de aquella noche lejana, de unos ojos azules y una voz que con pasión le nombró de memoria un verso de González “No fue un sueño, lo ví. La nieve ardía”.

Son las siete, ya es hora de seca, se dice. No ha perdido ninguna y guarda sus preciosos señuelos mojados en la caja. Las ahogadas leonesas pescan muy bien con sedal pesado, el pescador sabe que es un hecho objetivo que nada tiene de mítico o de mágico, pero quiere pensar que hoy, y el otro día, ha pescado tanto porque esos mosquitos los adobó ella con sus manos. A él le gusta eso, fabular, escribir, enredar con las palabras la memoria. Luego, por la senda de vuelta, oscureciendo, medio perdido entre helechos y zarzas, muy cansado, no quiere preguntarse que habrá sido de ella, al contrario, vuelve de memoria a la tasca aquella, a su voz, a su cuerpo de entonces que le pareció gracioso y deseable. Imagina que pasó poco tiempo y él volvió a la pequeña ciudad, a su tienda. Escribe que se acerca al mostrador y dice: quiero más moscas, de esas que haces tú

Y todo fluye.

sábado

GOULD


Trucha Verata

La piel de las truchas la pintaron los milenios. Me gusta Stephen Jay Gould y su teoría del equilibrio puntuado que explica cómo la evolución mantiene largos periodos de estabilidad interrumpidos por momentos cortos y poco frecuentes de bifurcación evolutiva. Así que en algún momento de la historia de la vida en el agua la piel de las truchas se llenó de manchas, sombras y pintas.

Su piel es delicada, con escamas pequeñas y, como muchos peces, sus colores de ensueño palidecen o desaparecen si ellas mueren. Sé que sería mejor ni tocarlas, pero me gusta cogerlas con la mano, meterlas en el agua y sentir en los dedos el rabotazo de huida a su refugio.

Sus dibujos, pintados tan despacio por el tiempo, nos describen maravillosos paisajes fractales, raras simetrías, bellísimas combinaciones de color en su piel viva. Como si fueran joyas barrocas que inventó un artesano antiguo, diminutos lienzos coloreados por Monet con los óleos de la genética, el azar y la adaptación al medio, estiletes damasquinados forjados en el crisol de la vida con los metales más brillantes de la tierra. Pececillos de frágil acero que cortan el agua y reflejan el sol.

Trucha Lapona