viernes

VIEJA

(pintura de Les Herman)

En algún momento de nuestra vida los pescadores aspiramos al pez enorme, al monstruo del río, a la trucha gorda y sabia, al barbo o al carpón más obeso del lago. Llega un momento en el que  tocar cantidad es sólo un consuelo, un entretenimiento que no nos aburre pero que tampoco nos llena como antes. Pescamos entonces las pozas hondas y oscuras, las tablas grandes donde las raíces de los sauces forman buenas guaridas y cuevas, las zona de aguas broncas, de cascadas fuertes, con una gran roca en el medio, porque allí, sin duda, acecha ella y sólo ella puede aguantar la fuerza de tanta agua.

No nos andamos entonces con terminales finos ni frágiles cañitas porque sabemos, hemos sufrido alguna vez, como se las gastan esas viejas gruñonas que se las saben todas. Truchas grandes, de más se setenta centímetros, con diez o más años en sus aletas. Además son muy pocas las supervivientes de tantas sequías y de tantos lombriceros, cucharilleros o ninferos con ganas de trucha frita y foto cutre con el pez muerto y algo reseco, perdida toda la bella fotogenia cuando estaba viva y rabiosa. 

El deseo de pescar una trucha grande es una fiebre, una enfermedad difícil de curar. Yo la tengo y no quiero sanarme, aunque ahora no use cañas tipo palo de escoba ni terminales a prueba de cachalotes sino equipos más bien ligeros. Este año le toco a mi hermano y todo mirábamos con envidia a aquella abuela del río entre sus manos.

Mi hijo el pescador también rebusca el truchón. Sueña con vencer a la vieja revieja que le aguarda para luchar en una poza propicia que yo me sé. Me sentaré entonces a disfrutar de esos instantes, a contemplar la pelea, repanchingado sobre la pequeña playa de grava, saboreando esa aventura que él recordará luego toda su vida. Y me dará igual quien gane la lucha. 

Ganaré yo, espectador privilegiado del combate entre un joven pescador y una vieja trucha en ese lugar de paraíso.


lunes

AMOR


Anda mi hijo el pescador mohino y cenizo porque el amor de su vida le ha dejado por un “cani”. Su vida es aún corta y ha tenido pocas experiencias amorosas pero comienza a entender que el amor es a veces dificil, corto, vulnerable. Se rompe el amor de tanto usarlo o de usarlo poco o por otras mil razones y por otras mil comienza un nuevo amor, sobre todo si se tienen trece años.

Mientras tanto el río nunca nos falla. No le puedo contar las veces que el río ha sido un buen amigo, los días en los que no queríamos hablar con nadie y bajar a pescar de sol a sol fue la mejor cura de esas heridas invisibles, de los pequeños rasguños y también de los grandes desgarrones. Tampoco le cuento que a veces el amor no va a entender que prefiramos el agua y las truchas a su tierna compañía.

Pero él es guapo y simpático y seguro que va a pescar muchas "truchitas" este año, sin caña y sin señueño, sin trampa ni cartón, es lo bueno de tener trece años.

miércoles

ONDINAS


Últimos baños del verano. Hoy sólo. Recordando el vértigo de la fácil aventura de cruzar a nado a la otra orilla con mi hijo el pescador cuando era muy niño.

Muchos pueblos del mundo han venerado y sacralizado a los ríos desde hace miles de años. No hay ninguna de las grandes culturas de Oriente, antes de que existiese la historia y los monoteismos, Mesopotamia, Egipto, Siria, China, India, Persia… que no sacralizaran o divinizaran el agua.  
Hoy siguen existiendo pueblos que continúan con sus abluciones, rezos, bochinches y baños purificadores sin  importarles que el río no este limpio o que, como en el Ganges, bajen los cadáveres por la lenta corriente a medio incinerar, convertidos en alimento de cocodrilos, gaviales y peces. 

Nosotros, libres ya de trascendentalismos y dioses, seguimos sintiendo un cosquilleo especial cuando en lugar de bañarnos en la aséptica y azulona piscina nos adentramos nadando en las aguas profundas y oscuras de un río, tocando con nuestros pies las piedras y limos del fondo, sintiendo que nos rodean los peces y las algas pero también el remoto recuerdo de las ondinas, los tritones  y las diosas del agua. Tal vez para nosotros pescar también sea eso, una forma inconsciente y laica de purificación liberadora. El agua nos cubre, refresca y acaricia aunque sea a través del vadeador. Vamos al río a tocar truchas pero también para alejarnos, olvidarnos, dejar atrás la vida urbanícola que nos pesa y agota. Pescando nos limpiamos de toda la suciedades, rutinas, miedos y pesares. En medio de la corriente somos otros, más jóvenes e intrépidos, más sabios y libres. 

Vivimos las certezas agridulces de la ciencia y la técnica, de que el progreso y gran parte de la felicidad humana no dependen ya de dioses volubles, caprichosos o vengativos sino de nuestra voluntad, iniciativa, investigación, trabajo, cooperación, curiosidad o agallas para cambiar lo negativo del presente e imaginar un futuro mejor.  

Pero seguimos necesitando los ríos igual que hace miles de años y no sólo para beber agua limpia y regar lo fértil, también para meternos en medio de la corriente y sentir muy cerca su tacto vital y sus misterios. 




lunes

PRESAS



(Fotografía de la desaparecida Talavera La Vieja)

Hasta hace unos veinte años, cuando tenía sed, si estaba por encima del pueblo, solía beber de las gargantas (Cuartos, Alardos, Jaranda, Cuacos, Minchones…) y nunca tuve ningún problema. El año pasado en Laponia volví a recuperar dicha costumbre o privilegio, beber el mismo agua que respiran las truchas que pescamos. Hoy, en casi todos los ríos de España, es imposible beber con seguridad.

Puede parecer algo nímio pero beber a morro del torrente o llevar colgada una tacita de madera de abedul, tomar un poco de agua y saborear su pureza es un acto que me sorprendía mucho allí en Suecia y me llenaba de una alegría extraña. Me sentía igual que si estuviera bebiendo un precioso y raro licor.
Hoy, todos los pescadores conocemos muy bien la dudosa calidad del agua de los rios trucheros de España que se supone que son los más limpios. De los otros no hablamos, por no llorar.
Este verano, además, he podido comprobar como una garganta purísima y llena de peces, en la sigo bebiendo a morro en su parte alta, como tiene la parte baja embalsada por una pequeña presa, esa parte está muerta, llena de lodos y sedimentos, de barro supurando burbujitas de metano. Habitualmente esos fondos no se ven en ninguna presa porque los cubre el agua. Esta situación se ha explicado por los biólogos en mil estudios, pero verlo en vivo y directo sobrecoge. No había ni barbos. Los peces no son tontos y suben por encima del desastre a las tablas y pozas limpias y bien oxigenadas, pero esa parte del río, aunque sea pequeña, está destrozada. Es fácil proyectar estos datos, esta realidad, al resto de ríos represados. Recordé la lucha en la que participé para salvar Riaño. Recordé la entrevista que hice para un estudio a un emigrante de un pueblo desaparecido bajo las aguas de Valdecañas y como, al recordar con una precisión asombrosa a su Talavera la Vieja, se ponía a llorar.
 Seguro que ganamos y progresamos mucho gracias a tantas presas y pantanos que salpican España.
Y también perdimos.
Mucho.


sábado

VIAJES


(Fotografía de Robert Capa)

Hubo años de acercarte a los ríos todos los sábados y domingos  y años de estar en el agua sólo unos pocos días. Pero todos te parecen muy lejanos, como si hablases de una vida que no fue tuya. Tal vez por eso quieres escribir de muchos de esos días, para no olvidar, para entender porqué, para recuperar a ese que fuiste.

Salías de la ciudad de madrugada y recorrías en soledad cientos de kilómetros de noche para llegar al río al amanecer. Te gustaban mucho esos viajes. La música en la radio, el ronroneo del coche, las luces en lo oscuro abriendo tu camino.

Ahora duermes siempre cerca del río en el que vas a pescar y has perdido la sensación de esos viajes largos pero al levantarte hoy has recordado los días de ir a los barbos cuando entonces pocos los pescaban, de llegar a la vez que la luz al río, de bajar por el barranco conocido y sentir que ese pequeño valle te hablaba del principio de los tiempos del mundo, de cuales son los colores de la alegría y de que significa de verdad la vida, lo salvaje, la plenitud. Has recordado que al día siguiente subías mucho más arriba para tentar a las truchas. Caminaba kilómetros de orilla porque siempre te parecía mejor la tabla o la poza siguiente y hubo días de querer llegar al nacimiento del agua. No te explicabas cómo habían subido hasta allí los peces por unas cascadas de varios metros de caída vertical.

No había entonces caminos, ni carriles, ni facilidades. Pescabas todo el día hasta estar de verdad agotado ya muy arriba y seguías para bajar las difusas trochas de los animales salvajes mientras caía la tarde.

Tal vez haya pasado mucho tiempo de ese recuerdo pero no te importa. Este año, cuando al otro lado del sedal peleaba contra ti una gran barbo o una buena trucha, todo era igual.  

Sientes de forma muy intensa esta mañana que es un privilegio estar vivo, sano, seguir siendo un pescador.

miércoles

MORRISON





(Ilustración de Travis J. Sylvester)

Le gusta dormir en la vieja casa ahora que nadie la habita. A pesar del frío abre la ventana de par en par para escuchar al río y se entierra bajo tres edredones. Hacía lo mismo hace mucho tiempo, con doce o catorce años. Antes de meterse en la cama se preparó la cena, ordenó las cajas de moscas y montó la caña para luego no perder el tiempo en el río. No piensa en nada. Se deja llevar por el sonido del agua. Es un rumor fuerte, ronco, profundo, lejano. Ha dejado encendida la chimenea para luego, dentro de unas pocas horas, hacerse un bocadillo de panceta y un café de puchero para desayunar. A veces se mueve un tronco al ir convirtiéndose en brasas o crujen las vigas de roble del tejado. Todos esos sonidos le tranquilizan y entra pronto en el sueño. Duerme, se va lejos.

No ha necesitado que suene el despertador. Salta sin pereza de la cama alta de latón sobredorado y se viste muy rápido, sin embargo desayuna despacio, saboreando cada bocado y cada sorbo de café. No se peina, ni se lava. Esconde su pelo desordenado debajo de la visera, luego se lavará el sueño en el torrente, con el sol ya alto.

Es noche cerrada cuando coge el camino. No se quita de los labios la musilla de “And it stoned me” de Van Morrison. La primavera no ha cerrado aún las trochas del invierno y sólo tropieza dos veces, pero la luna sigue grande y su claridad le sirve para no tener que encender la pequeña linterna. Llega a la poza con la primera claridad despertando los brotes de los árboles. Se sienta en una piedra y descansa un poco. No hay nadie en el río ni habrá nadie en varias horas. Tal vez luego se encuentre con algún pescador que baja por la otra orilla, pero en ese momento saborea esa quietud, esa soledad, el nacimiento del día en el charco umbrío de “la vená”, oscuro, grande y difícil, de orillas cortadas y llenas de maleza.

El pescador dice algo, habla para si mismo pero no se escucha. Sigue cantando en su cabeza el viejo Morrison. Ha visto una tímida cebada no muy lejos de la estrecha rasera y lanza con un rodado un moscazo de pelo de ciervo. El señuelo allí quieto, sobre la limpia superficie, oscurísima siempre, le parece al pescador que tiene poca vida, poca gracia, es un señuelo feo y piensa en mover un poco el sedal pero no le da tiempo. Algo la ha hecho desaparecer bajo esa superficie de cristal sin agitar el agua. Tarda medio segundo en hacer nada, en entender que ha pasado aunque el niño de catorce años que fue un día se ha dado perfecta cuenta y actúa por él. Clava suave, con la mano izquierda, y el sedal se desplaza despacio hacia las raíces de los sauces y luego, aún más despacio, poza arriba, hacia la curva de la corriente. Se mete más en el agua hasta sentir la arena y la pendiente que en dos pasos le cubriría entero. No puede avanzar más. No puede caminar por la orilla izquierda llena de trocos y maleza, ni por la derecha llena de zarzas y rocas afiladas. Tira un poco de la línea. Sólo un poco. Entonces el pez sale disparado y chirría la carraca del seguro como nunca. Luego se para. Se queda el sedal flojo. El pescador recoge rápido unos metros hasta sentir de nuevo el peso inmóvil. Cruza por el charco un mirlo de agua. Los primeros rayos iluminan las jaras de lo alto. El pescador dice algo, pero no se escucha, ni tampoco canta ya Morrison. Oh, the water. Hope it don't rain all day.  Joder. Vuelve la carrera del pez hacia la derecha y vuelven los tirones hondos. El pez se apoya en su peso y no en su fuerza. Piensa. Se sabe seguro en su casa, en la poza más profunda de la garganta. En cuanto quiera se lanzará río arriba y se romperá el hilo con las pizarras del fondo. De improviso se descuelga despacio hacia lo somero, hacia la rasera más estrecha de las dos en las que se divide el charco. No se puede creer que venga dócil hacia el lugar más fácil, justo donde él la espera.

Deben ser las diez cuando se sienta frente al molino viejo. Se quita la gorra, se lava la cara. El agua está helada. Saca del bolsillo del chaleco unos higos secos preñados de nueces. Se levanta una suave brisa fría. Allí, al ser un lugar más despejado, los botones de los árboles ya tienen sus hojitas de un verde intenso, casi fosforescente. La mañana es muy limpia. Saca el pequeño termo de café que guarda en el bolsillo de atrás del chaleco y saborea su calor, el tiempo lento, el recuerdo de la gran trucha negra. Saborea la alegría que le hace sonreír como un bobo mientras contempla hacia abajo esa tabla larga y soleada, luego mira hacia arriba cómo se vuelve a cerrar el bosque escondiendo los charcos que más le gustan, hondos y revueltos. Le parece increíble que no haya nadie, que tan pocos bajen hasta este río siendo ya abril. Vuelve Morrison a su cabeza. Sigue pescado. No existe el tiempo.

sábado

LAURI



Nos pasamos muchas horas montando nuestras moscas. Ponemos en este trabajo mucho esfuerzo, atención, cuidado, mimo, imaginación… y sobre todo mucho tiempo, mucha vida.

Emulamos o imitamos las moscas clásicas, las de los campeones, las que rastreamos en los ríos de Internet y nos parecen que tienen buena pinta y las que nadan y vuelan de verdad en los ríos de nuestra vida. Todas esas moscas las montamos a nuestro modo, variando los tamaños, los colores, los hilos, las plumas, el tipo de anzuelo o los mil ingredientes que forman su receta gastronómica. También inventamos alguna mosca con más o menos fortuna.

A mi me gustan las moscas con nombre y con historia, las que siguen resistiendo el paso del tiempo y las modas en las cajas de miles de mosqueros, las que se convierten en un patrón de montaje y tienen un autor conocido, sea nuestro bisabuelo de Astorga o Norman Means.

Por eso me ha gustado la Lauri Damsel fly de la foto, que ha creado Jorge para Laura. Seguro que hará fortuna, que funcionará y durará en nuestra cajas de moscas muchos años. Me parece un bello regalo de amor, mucho mejor que unas rosas de invernadero o un trozo de carbono cristalizado. Los pescadores sabemos bien lo que vale un gesto así, lo que hay detrás, lo que significa. 

Seguro que ella también.




MARCA



Entre una cuerda de piano y un pelo hay un abismo. Y durante estos años uno ha pasado ya por todos los niveles del existir sea a lance o a mosca: dacrones, trenzados, fusionados, nailones o fluorocarbonos de todos los diámetros y colores… He jugado sobre seguro con hilacos que podrían arrancar el tapón el río y probado luego a luchar contra buenos peces con sedales finísimos.

Hoy vivo en la ligereza, cañitas cortas y blandas, sedas del dos con fluoros del cero ocho o hilos para lance fusionados del cero cuatro, moscas del dieciocho al veinte, ondulantes de dos centímetros, pececitos de apenas cuatro. Subo o bajo de estos niveles según el río o los peces, pero tampoco demasiado. Donde pesco tampoco hay ningún monstruo y rompo muy pocas veces.

Cuando pesco en mi tierra el equipo también se ha ido aligerando, apenas una cajita con las moscas o los señuelos del día y cuando ya hace buen tiempo paso del vadeador. Esos días me gusta madrugar, caminar río abajo hasta la poza en la que comienzo a pescar desde hace treinta años. Voy prospectando así la garganta, sorprendo a las nutrias y a los patos, al jabalí y a las perdices, al amanecer y al rocío en los helechos. Luego comienzo a subir despacio y sin prisas, con todo el día por delante. Cada charco, cada tabla, cada poza me cuenta alguna historia en la que yo estuve presente. Reconozco las piedras y los árboles, los vados y las sombras. Si tuviera que decir cual es mi hogar nombraría a este torrente. Sin embargo de mí no queda nada en él. No dejo ninguna marca memorable, ningún rastro que me nombre. Lo he pisado muchos años y en él no queda ni una huella, ni una señal. Nada. Cada año crece la maleza en las imprecisas sendas y el agua de las crecidas borra de la arena las pisadas de mis botas. Sólo a veces, dejo encima de una piedra otra piedra allí donde picó una trucha buena por temor a olvidar, pero no olvido por ahora y la pequeña piedra la tira el viento o el agua o la nutria.


Tengo dicho que cuando muera dejen aquí las cenizas sin mayor ceremonia, por eso de que el abono de uno sirva al menos para algo y que siga el ciclo de la vida, junto a un gran alcornoque del que nunca sacan el corcho. Desde él se ve la curva del río donde se junta dos gargantas y la poza del águila más abajo.
Claro que uno quisiera poder seguir otros treinta años bajando por este sendero y que el río siga teniendo agua y truchas, pero el futuro es siempre dudoso. Uno espera que este río, como es natural, le sobreviva, aunque hoy tampoco eso es seguro. Joder.  
Pero no seamos pesimistas, ni funebristas.

Quedan muchos meses para la próxima temporada y a veces me sorprendo imaginando tácticas para pescar tal poza o tal recodo. Allí donde sé que se esconden las truchas grandes, una pequeña piedra marca el lugar, no en el río, en mi memoria.