jueves

MIRAR



¿Por qué si nuestros ojos son los de un animal acostumbrado durante miles de años a mirar lejos hoy apenas miramos unos pocos segundos al horizonte?

El pescador imagina que alguien ya ha inventado alguna terapia ayurvédica que utilice el mirar lejos durante mucho tiempo  como fármaco. Porque a él al menos le sirve. Se sienta en una piedra escogida, más o menos alta, y allí descansa, almuerza, mira el río mientras bebe un poco de café del termo, mira lejos el brillo del agua que produce la cascada de la curva, el verde difuminado de los sauces y el verde pardo de las jaras y las encinas del monte que obliga a doblarse al río.

Durante toda la semana anduvo mirando letras dibujadas con luz en una pantalla, gráficos, esquemas, tablas de números y luego mirando cerca papeles y más tarde las vidas de otros transcurriendo en la tele. Pocas veces pudo mirar lejos, hacia el horizonte de fuera o al de dentro, hacia el lugar donde la vista se pierde y sentimos, como si fuera magia, un descanso profundo y perdurable. Ahora sí. Bebe con el café este fármaco de luz, sol, frío, lejanía, su cerebro recupera el placer de mirar muy lejos y de sentir quién es cuando deja atrás su nombre y sus oficios.


Más tarde, mientras camina entre las piedras, al bajar a la única zona arenosa y en apariencia muy segura, ha resbalado. Estaba en ese momento lanzando toda la línea y no ha podido equilibrar el cuerpo y evitar acabar tumbado con la rodilla dolorida. Mirar lejos sí, pero también al suelo. Sonríe. Luego se pasará el resto del día cojeando. Ser pescador no es fácil, ni cómodo, ni tampoco seguro. Como la vida entera de los que miran lejos.

viernes

NOVELA



Ha bajado al Tiétar con la caña más potente que tiene, una diez pies línea ocho. Ha cargado la seda de hundimiento más rápido y los moscorros para pescar tiburones.

¿Qué novela hay detrás de cada pescador?, ¿Qué historia personal y qué desván de memoria llevan al río en los bolsillos de sus chalecos? Somos por lo general silenciosos en estas tierra, no como los yankis o los franceses o los ingleses adictos desde niños a  escribir diarios y de viejos a los libros de memorias. Aquí pocos escriben de sus días de río, muy pocos cuentan lo que les empuja hasta el agua y porqué y hacia dónde. Tampoco él, perezoso y vago para emprender cualquier cosa. Tuvo que ser el hijo pescador quién le empujase. Siente desde entonces la obligación íntima de mostrar y explicar la necesidad de tocar el río y sus peces. Tal vez porque le hubiera gustado tener un diario así de su padre. Quizá porque sabe muy bien que la memoria se deshace pero no las palabras escritas. Hoy lo único que lamenta es no haber comenzado muchos años antes.

El día está frío. Por allí abajo, en lo hondo de ese recodo estrecho, andarán los nuevos bárbaros del norte, los invasores que algún estúpido, irresponsable o iluso trajo de otro lugar para jugar a ser Darwin y cambiar la evolución biológica de este rincón del mundo. Un gran desastre. Ha dudado mucho si bajar o no a pescarlos. Si los ignora seguirán ahí y en nada cambiará su proliferación el no pescarlos. Si los pesca es como si justificase y propiciase su presencia. Tampoco va a cambiar mucho su población porque enganche alguno y le deje muerto por la orilla para que merienden los zorros y los milanos. Pero ahí está, lanzando todo lo lejos que le da su habilidad el señuelo de colores, esperando a que se hunda, recogiendo a tirones y esperando. Lo único asombroso que tienen los siluros es su peso y su apariencia de sapos monstruosos porque su pelea es sosa y torpe, nada que ver con el musculoso barbo o la furiosa trucha.

El pescador descubre, casi divertido, que es la primera vez que no le preocupa clavar un pez o no. Se sorprende pensando que ha bajado al recodo sobre todo a lanzar, a cansar los brazos, a enredar con las sedas y los señuelos, a estar en el río simulando pescar, más o menos.  Hasta que siente el tirón, el pulso, la tensión de la línea, la comba de la caña. Todo dura dos o tres segundos, tal vez cuatro, luego el pez se suelta. Durante toda la tarde no tendrá de nuevo otra picada. Con los brazos cansados vuelve a subir por la orilla arenosa saboreando el paseo. Sorprende a un zorro por el camino. Ve pasar las grullas hacia el sur en formación perfecta, altísimas. En la novela de hoy no pasó nada, no hubo pez, ni anécdota, ni voz. Bajó solo al río y sólo queda de la tarde lo que aquí está escrito.