miércoles

MARINA



1927. Los dos niños se sientan sobre el tronco deforme de un chopo que se inclina hacia el agua y permite pescar a varios metros de la orilla. El agua es tan transparente que pueden verse como en un acuario a los peces apostados en diferentes niveles, nadando despacio río arriba y río abajo en busca de comida. Valentín mete con cuidado la mano en la lata y saca un saltamontes pardo y otro verde. 
—Elige  —me dice.
Cojo el oscuro por detrás de la cabeza porque no soporto que me muerdan los insectos. Valentín me acepta esas pequeñas cobardías que en otros amigos merecerían el más profundo de sus desprecios. Él se deja morder por las hormigas agitando un palo dentro del hormiguero y poniendo después su mano encima, por las lagartijas que cogemos en las tapias de los huertos y hasta por los lagartos de cabeza azul que atrapa- mos en la garganta con un trozo de caña y un lazo corredizo. Los animales cuando muerden se ciegan en su venganza y Valentín los deja libres, pero ellos siguen aferrados con sus dientecillos de sierra al dedo menudo y calloso de mi amigo, aunque este haga remolinos en el aire con el brazo no se le sueltan.
Ensarto el saltamontes con cuidado en el caparazón que une la cabeza con el cuerpo, así el cebo no se muere y puede durar mucho tiempo agitándose sobre la superficie del agua, intenta volar en busca de una repentina libertad que no tendrá nunca. Los peces suben sin miedo a por el estúpido bicho que se les ofrece sin sospechar la trampa, cuando alguno atrapa el saltamontes hay que dejar unos segundos que se lo coma bien  antes de pegar el tirón y engancharlo.
A pesar de la mueca de dolor que le produce la malaria, quieres recordar la expresión feliz de Valentín en aquel tiempo, la superficie del río es ahora un espejo perfecto donde se repiten los árboles, las garzas, los milanos planeando, las estribaciones de Gredos aún nevadas, la vida que te asombra, la huida de un pato cuando nos ve, la libélula roja que se posa en la punta de tu caña por un instante y parece hecha de metal y fuego, el salto de los peces rompiendo la quietud, los galápagos soñolientos que toman el sol en la orilla. Recuerdo ese preciso lugar, el olor del río, el sol que comienza a calentarme la espalda, una palabra que se me escapa en voz alta que me identifica como un ser extraño, distinto, humano y único entre el murmullo de ruidos del campo. Me asombra mi cuerpo tan sabio, más sabio que yo, mis manos morenas sostenen el peso de la caña y hacen el ángulo preciso entre el hilo y el puntero, el sabor acuoso y verde de los barbos que matamos de un mordisco en la cabeza antes de lanzarlos a la orilla. Aquel día subió del fondo un barbo enorme, pudisteis ver con claridad cómo subía y se iba haciendo cada vez más grande hasta nadar justo detrás del saltamontes verde de Valentín con el lomo casi fuera del agua, pero no mordió el engaño, ladeó su cuerpo antes de hundirse y vimos cómo su ojo amarillo nos miraba, yo imaginé que con desprecio.
Ahora tus manos son nervudas y están manchadas. Muchas veces, cuando bajáis a pescar, deseas imaginar que el pez que tira de la caña y sigue sacando hilo del carrete es el mismo animal de entonces y que Valentín Quintas achina los ojos para intentar ver el remolino a lo lejos antes que el pez saque su cuerpo de oro viejo del agua en un salto formidable y rompa el hilo que le une a su voluntad.
—¡La frontera, ya está ahí la frontera!
*  *  *
Se ha desgastado su sonrisa en el papel fotográfico, pero no en su memoria. Ella tal vez no sabrá nunca que gracias a su gesto y su leve sonrisa Valentín desea sobrevivir, vencer la fiebre y volver a la vida.
—Hans, haznos una foto que quiero enviársela a un amigo de Praga  —dice Olga.
Ahí está la foto, encima del escritorio de jacarandá que te fabricó Gonçavez. Ella y tú sonriendo felices junto a una de las esfinges de piedra de la entrada del Capricho. Ambos con boina, abrazados. Olga con un chaleco largo y sin mangas de piel y tú con una cazadora de paño pardo. Olga nunca tuvo esa foto entre sus dedos pero tú, treinta años después, recibiste un sobre con remitente mexicano de un tal Juan Guzmán. Dentro del sobre está esa foto y detrás unas pocas palabras del viejo barbudo Hans: 
“Me ha costado mucho encontrarte, tú no lo sabes, pero ella me pidió que hiciera esta foto para ti, un abrazo. Juan Guzmán”. 
Hans Gutmann, aquel jovenzuelo que llegó como brigadista desde Berlín donde trabaja de iluminador, se casó con una española y se exilió en México. Había sido uno de los mejores fotoperiodistas de la Guerra Civil y luego lo fue de toda la vida cultural mexicana. Teodoro sabe que Valentín Quintas también guarda una foto de Juan. Es la fotografía de una mujer de la que Valentín se enamoró hace más de veinte años aunque nunca la vio en persona.
—Eso es amor y lo demás historias —se burla Gonçal- vez.
La fotografía está recortada de una revista de las Juventudes Comunistas y aunque la ha cuidado y protegido durante todos estos años el papel ha aguantado mal la humedad de la selva, y apenas se ve ya el rostro de la mujer.
—¿Por qué te gusta esa hembra si puede saberse? —le pincha Gonçalvez— ¿no prefieres estas mozas?
Y le enseña las mujeres desnudas de una revista pornográfica. Valentín se enfada y sale a dar una vuelta con la escopeta ahora que se ha ido la fiebre.
—A ver si cae algún pajarraco  —murmura.
En Brunete, en Guadalajara, en Pandols, en la carretera que bombardean los fascistas camino de Port Bou, en el campo de concentración de Argelès o aquella noche que se le volcó la canoa en medio del río crecido lleno de pirañas, caimanes, remolinos y troncos a la deriva es el mismo Valentín, el niño sabio que engaña a las torcaces y a los barbos, que sólo cree en lo que puede ver y tocar con sus dedos pequeños y callosos y que se atreve decir a Don Emilio el cura:
—Yo a usted le respeto porque da a mi madre un duro del cepillo pero todo lo que cuenta de Dios es mentira. Dios no existe, es un invento de los curas para vivir del cuento.
El joven cura se queda mudo frente a los veinte niños de la escuela y no dice nada.
El Valentín valiente y seguro de la ponzoña en la que está embebida la piedra que le ha regalado el tío Leandro para que pueda acabar con La Lagarta, el joven miliciano siempre armado hasta los dientes que es capaz de pegar un balazo a un fascista a trescientos metros y lanza las granadas con una honda de cabrero y que nunca, ni siquiera cuando se pudría de fiebre en Argelès creyó que la guerra estaba perdida, es el mismo muchacho enamorado de una imagen, de una sonrisa, de una mujer desconocida que recortó de una revista al principio de la guerra.
—Debe ser comunista, pero no me importa  —afirma.
Valentín no sabe que la mujer se llama Marina Jinesta y que hace calor en Barcelona esa tarde de Julio del treinta y seis sobre la terraza del Hotel Colón en la que Hans hace la foto apenas unos días después del levantamiento. A Hans también le gustó Marina. Su melena corta revuelta por la brisa del mar, su camisa de hombre remangada, sus pantalones de peto, el mosquetón prestado al hombro y sobre todo su gesto de orgullo seguro sobre los tejados de la ciudad, de miliciana armada y dispuesta a luchar junto a los camaradas contra el fascismo y contra la opresión que sobre las mujeres imponen los estados, las iglesias y la historia.
 Escribiste a Hans al día siguiente de recibir tu fotografía: 
“Querido amigo, ¿podría enviarme la copia de una foto que usted hizo a una miliciana en la terraza del Hotel Colón?”. 
Le cuentas la historia de Valentín. Su extraño amor platónico que le ha salvado la vida cuando estaba ya todo perdido y sólo la mirada de esa mujer le ha salvado de pegarse un tiro muchas veces. Un mes después Valentín Quintas recibirá un sobre con franqueo mejicano y dentro una fotografía grande y brillante en buen papel Kodak de Marina Jinesta con una dedicatoria que ha escrito la mujer de Hans: “Para mi desconocido amigo Valentín. Un beso de Marina Jinesta”. 
Valentín nunca te preguntará nada del envío. No necesita porqués. No quiere saber cómo ha llegado esa imagen desde tan lejos hasta una casa perdida en medio de la selva amazónica, no lo necesita. A veces sueña, fantasea con volver a Barcelona y buscarla sólo para saber que existe, que es verdad su piel y su mirada orgullosa.
—Es comunista, seguro, pero no me importa.

http://www.rtve.es/alacarta/audios/mujeres-malditas/mujeres-malditas-marina-ginesta-04-12-19/5459228/ 

1956




1956. (…) Tu padre murió de repente de un infarto pocas semanas después de que tu abandonases Corea. Te demoraste en Berlín. No querías llegar a tiempo del entierro ni ver su cuerpo inerte metido en una caja. En el cuarenta y cuatro, cuando te hirieron la segunda vez y tuvieron que operarte en América, tu padre nunca te preguntó por la guerra, sólo por los ríos que veías allí abajo, cuando cruzabas los cielos de todos los países. Te sacaron la pequeña esquirla de la espalda que se había clavado en una costilla y te recuperaste pronto. El cirujano del hospital de campaña donde te hicieron la primera cura pensaba que tenías afectado el pulmón, pero apenas pasaste una semana en el hospital y luego dos semanas en casa. Seguías teniendo mucha suerte. Tu abuelo Eliot pidió el trozo de metralla. Era muy anciano, debía de andar por los noventa años. Ya no oía nada y apenas hablaba, pero seguía teniendo una vista perfecta y unos dedos mágicos para tallar la madera y domar el metal. Hizo con la esquirla un alambre fino y fabricó diez anzuelos con ese acero templado que había salido de un fleje del trim donde dio el proyectil del cañón del 20. del Focke-Wulf que te cazó desde las tres y en picado.
Dos semanas después de haber pescado en el río Henares estáis en León. Está fallando algo del motor derecho del Beechcraft y mientras los mecánicos buscan el problema os habéis escapado con su camión al río Órbigo que era uno de los ríos marcados por Papá Hemingway en la hoja del mapa que te regaló en París. Ayer, ya de vuelta, volasteis muy bajo, apenas a dos mil pies, y aquel pequeño río te pareció tallado en cristal de Bohemia. Brillaba como si el maestro vidriero hubiera dibujado miles de estrellas juntas en la panza finísima de una copa de vino. Caminas ahora por su orilla al acecho, con lentitud y silencio. Comienza julio. Pica el sol, veintidós grados, cero viento, soledad absoluta. Bill y Dan han decidido pescar por debajo del puente Paulón. Usas como señuelo un tricóptero grande que había montado tu padre con uno de esos anzuelos especiales “de tu avión”. Las truchas suben, toman sin recelo la mosca, pelean con furia. Una, dos, tres, doce. Luego te sientas en un trozo de hierba rala a mirar un frente tormentoso que se acerca por el oeste a buen ritmo. 

El avión alemán cayó sobre ti desde la izquierda. Mirabas hacia Clécy y el río Ome que pasa junto al pequeño pueblo. Había sabido cubrirse con el sol. Viste sólo algo grisáceo cruzar por encima, el estrépito del impacto, las chispas, el aire helado entrando por el boquete del fuselaje, el aguijonazo por debajo del omoplato, la vibración bestial de la palanca y la caída del morro al perder el trim. Helmer y Willy fueron a por él pero no lo alcanzaron. El piloto del Focke-Wulf había ido de caza libre y sabía muy bien cómo cazar pilotos distraidos. Hoy aquel instante de furia se ha convertido en el alma de acero una pequeña mosca que flota sobre este río del norte de España. A veces, por un segundo, sientes una punzada de dolor en la costilla y sonríes. Estás vivo, sigues volando, has descubierto un país de agua donde pensabas que sólo había tierra seca, ¿qué más quieres? Llegáis a Aeródromo de León casi al anochecer. Los mecánicos os dicen que era cosa de un filtro de la bomba de combustible. La han limpiado y ya está listo. Escuchas a uno de los mecánicos afirmar que el taller donde estáis sirvió para el mantenimiento de la Legión Cóndor. Decidís volar a Madrid aunque ya sea casi de noche. No hay luna. Desde arriba se ven las mortecinas luces de los pueblos. Casi toda la tierra está a oscuras.
Siempre habías pensado que España sería igual que Oklahoma. Un secarral invivible sin ondinas, nereidas o náyades. Lleváis casi un mes en este país y aún no se te ha pasado el asombro por tanta maravilla y belleza. A ras de tierra, en los pueblos casi medievales, las carretas mal asfaltadas y peor trazadas o en las ventas donde a veces paráis a comer algo y beber vino malo o cerveza caliente, ¡ay perdone! ¡no ha venido hoy el del hielo, señor!, es fácil tocar la miseria, el desastre, los rastros de la guerra ganada o perdida. Pero por encima de todo, a diecisiete mil pies de altura, el país es distinto. Estabas muy equivocado. Demasiadas lecturas al pie de la letra de aquel Don Quijote que también atesoraba tu abuelo. El secarral manchego, la España esteparia, el horizonte duro con sangre, sudor y polvo de los viejos poetas para ti ya no existe. Ya te lo había dicho Ernest en París mientras tomaba caviar con una cucharada sopera de una lata de un kilo y bebía Clicquot a morro en medio de habitación. ¡Chaval!, ¡si te gusta pescar no hay país más fabuloso que ese! Sabía de tu hazaña en el cielo y te avergonzaba bastante que se lo contase a todos los que celebraban la liberación de la ciudad inventándose el lance. Describiendo las maniobras de tu avión con dos cucharillas vacías mientras una mujer que se parecía a la Dietrich te sonreía con un rictus burlón. ¡Marlene este chico es un héroe! ¡encima pescador!, ¡los ríos más llenos de truchas que hay en el mundo están en España!, ¡en ese país hay miles de torrentes de agua bravas y limpias!, ¡nada que ver con estos ríos mansos de Francia! ¡si España es el país más montañoso de Europa después de Suiza! Aunque te habías leído The Sun Also Rises, no recordabas los momentos de pesca de los protagonistas en el río Irati o en el Bidasoa. Hemingway sacó de su macuto una guía, arrancó la hoja de un mapa y te fue marcando lugares y ríos de Navarra y la Rioja donde había pescado ¡cientos y cientos de truchas! Aún conservas ese papel. Todo era verdad. En cada vuelo contemplabas cientos de ríos con buena corriente llenos de afluentes, infinitos arroyos, pequeñas lagunas, manantiales y fuentes de agua cada uno con su exótico nombre de raíz árabe o celta escrito en los mapas que os ha pasado el ejercito español. No entiendes el porqué de este sangrante contraste entre el cielo feliz y la tierra baldía. La pobreza ancestral de este país con la belleza salvaje del agua que corre desde la nieve y el hielo de las sierras. Al día siguiente voláis sobre la Meseta norte y parte del Cantábrico porque esa zona está despejada de nubes. Toca fotografiar una parte de Burgos y de Santander. Durante el vuelo de vuelta has tomado nota de esa parte del Ebro que aún sta emboscado y fluye furioso. No has dejado de acordarte de los ojos de la mujer que se cruzó contigo ayer en la pista. (…)
De “España no es país para ríos” (Ensayo inédito)

CORBETT

Había ahorrado lo suficiente así que se despidió de la mina. España estaba revuelta pero más peligro veía en Alemania. Cuando había subido a Berlin en marzo, su jefe de departamento en la empresa de exportación de wolframio lucía una llamativa insignia y se había dejado crecer un extraño bigote. Sentía que todo volvía a repetirse. Pronto el mundo volvería a oler igual que aquella trinchera del Somme. Había perdido a todos sus amigos en aquel barrizal de Le Transloy y entre sus cuerpos pudriéndose había perdido también todas esas palabras: patriotismo, gloria, valor, honor, destino, raza, orgullo. Sólo los ríos turbulentos y limpios le daban paz, sólo tocar el cuerpo escurridizo de los grandes peces le hacía sentirse un hombre de verdad libre. Sobre todo los grandes barbos comizos que engañada con moscas de salmón a la salida de las corrientes violentas del Tajo.
Un compañero que había estado en los pozos de Irak le había hablado de los grandes barbos que habitaban el Tigris y Jim Corbett, a quién había conocido en la guerra, le describió aquellos elegantes peces de escamas doradas que se atrevían a nadar en los turbulentos ríos que bebían del Himalaya. Y ahí estaba con sus cañas y su bicicleta. Pescó primero el Mangar en un afluente del Tigris tras aquel viaje larguísimo desde Estambul en el destartalado Baghdad Railway. Ahora, dos meses después, después de esta última semana encima de un mulo, siempre nervioso por el olor de las fieras, andaba tras su primer Golden Masheer en el río Sarjú como le había apuntado en un viejo mapa del ejército Corbett,
Lanzaba el sedal en oblícuo como si estuviera en el Dee y luego recogía a pequeños tirones una gran mosca montada en faisán dorado y pelo de ternero blanco. Cuando clavó el primer Masheer parecía que hubieran atado al final de la línea un tren. Media hora después consigió aorillar el gran barbo de oro en un arenal propicio. Entonces vio al tigre.


PD: Sigue pendiente un viaje al hoy Corbett National Park y toda esa zona frontera con Nepal, aún salvaje y practicamente deshabitada, de los ríos Sarju, Kosi, Kali... para intentar ver a los últimos tigres y pescar a mosca el precioso Golden Masheer. Pocos hicieron tanto por proteger la vida salvaje de la India como Jim. Pocos conocían con tanta profundidad a los grandes felinos. Corbett además nacio allí, en Naini Tal, a los pies del Himalaya. Todos sus libros los escribió y publicó ya muy viejo y destilan una sencillez, una precisión y una belleza que ya no se encuentra. Pocos conocen que Jim Corbett era además un excelente pescador a mosca.

viernes

EPICURO

λάθε βιώσας, Láthe biósas, traducido por García Gual como “pasa desapercibido mientras vivas” o “vive en lo oculto”, lejos de las ciudades, agazapado y atento al mundo, pero invisible. Eso dice Epicuro de Samos en el 250 a.C., alumno aventajado de Aristóteles, opuesto al concepto de “destino” o “fatalidad”, defensor del placer y la prudencia. Láthe biósas, hoy, en medio de la intemperie, a medias emboscado y a medias caminante, a medias indomable y a medias derrotado. El viento es frío y placentero, el agua está por fin transparente y los barbos suben a las hormigas sin timidez. Al resguardo de un chaparro, sobre un suelo tapizado de pequeñas bellotas, me siento y estoy cómodo, abro el termo de café con coñac y saboreo no ser nadie aquí ni para el halcón ni para el pez ni para la garza ni para ese escarabajo.
No es fácil pasar desapercibido. Los humanos damos miedo casi siempre. No es fácil hacer caso a Epicuro de Samos y aprender a tocar el placer, saborearlo, conocer su tacto. Por suerte luego llegó muchos siglos después don Claudio Rodríguez con ese verso de “la más honda verdad es la alegría” que es estar hoy a pie de agua, tocando monte, rodeado de noviembre, nubes veloces y buena ropa de abrigo, varios kilómetros río abajo hasta donde debió de estar el Tajo. En medio del agua se mantiene una chopera muerta, sumergida, que lleva cincuenta años con las ramas verticales hacia el cielo. No podemos hacernos invisibles, pero si camino muy despacio y con el sol de frente por la orilla los barbos no se asustan ni se espantan los gansos de la hondonada. Me llevo unas cuantas bellotas para plantar en casa en semillero. Si metes cada una en su hueco, cubres de arena la semilla y mantienes la humedad, germinan muy pronto. λάθε βιώσας, “pasa desapercibido mientras vivas”, pero deja algunos arboles luego tras de ti, no por que nadie te premie el trabajo o luego honre tu memoria sino porque sí, o por Epicuro o por don Claudio o por los que vendrán después, coño.


jueves

GEOGRAFÍAS

Dice Alberto Manguel entrevistado por Jorge que “todas nuestras geografías son imaginarias”. Las geografías del mundo que inauguraron Heródoto, Eratóstenes, Estrabón, Ptolomeo o Al-Idrisi también son imaginarias, y por eso son tan reales aunque hace muchos siglos que las transformamos, civilizamos, explotamos, degradamos, destruimos.
Antes de tocar la tierra de un nuevo lugar, una ciudad aún desconocida, una selva, bosque o río lo hemos imaginado muchas veces, se coló en lecturas y relatos, en palabras escritas en libros o en voces amigas que nos contaron. Ríos imaginados, vividos o pescados por otros en otros tiempos. El Yukón de London, el Nilo de Burton, el alto Tajo de Sampedro, el Mississippi de Twain, el Congo de Conrad, el Órbigo de Delibes, el Tigris de Egeria, el Danubio de Fermor, el Two-Hearted de Heminway, el Colorado de Habbey, el Tormes de Unamuno, el Blackfoot de Maclean, el Tiétar de mi abuelo, el Wainganga de Kipling… todos me hablaron antes de este río que toco hoy, este agua eran aquellas aguas a la vez imaginarias y reales. Sin embargo no llevo ningún diario de mis andanzas, soy poco riguroso y sistemático con mi topografía, soy vago y olvidadizo para los mapas y las intemperies, apenas tomo algún apunte a vuela pluma o alguna mala foto porque si voy a pescar no estoy a ninguna otra cosa. Nadie va a seguir el rastro de mis torrentes por estos escritos borrosos salvo los amigos que a veces me acompañaron a pescar y supieron imaginar.


miércoles

DICCIONARIO




No hay nadie en el río. Es un día de diario, laboral, de obediencias y rutinas. Aquí en el agua sólo los animales siguen en la fiesta de la vida, aunque sea arriesgado, haya peligro, frío, poca comida, un depredador, un azar. Sacas la seda con cuidado, atas una “irresistible”, intuyes al pez. El cielo no se tomaba por asalto porque no hay ningún cielo, salvo para los creyentes en los monoteísmos milenaristas, y el infierno siempre fueron los otros y también aquel fracaso de futuro que nadie de los de abajo había inventado. Aquel desastre, este, el realismo capitalista.

Hay días que te abandona el entusiasmo. Lo mejor entonces es caminar a favor o en contra de la brisa, al amanecer, buscando la orilla, un hueco entre la maleza para llegar al agua, meterte en ella, dejar en tierra la derrota, el desastre y sus tristezas. En mi vida vi tanto “entusiasmo e inteligencia”, tan clara la mezcla de placer, celebración, lucidez, rabia y deber ciudadano. Un deber ácrata, horizontal, espontáneo y autogestionado. Por un tiempo soñabas que estábamos viviendo los comienzos de “la Comuna de Madrid”. Podemos surgió de aquello porque a los menores de 30 se les estaba negando el futuro y a los mayores de 30 se les amenazaba en silencio con la ruina y la incertidumbre. Nada ha cambiado de aquello, salvo alguna nueva forma de costumbre. Tras el sangriento y el exilio de tantos en el 1871, Willian Morris se negó a calificar la Comuna de París como un fracaso, para él era un lugar donde partieron los “peregrinos de la esperanza”. Y por ahí siguen los peregrinos de la esperanza de aquellos días del 2011.

Sales del río y vas más lejos. Necesitas caminar con horizonte así que has elegido aquel embalse en el que se va hundiendo de nuevo nuestro dolmen. Caminas rápido, como con prisa, aunque no tengas ninguna. Siempre fue para ti un placer caminar a este ritmo hacia ninguna parte. Luego, ya lejos, caminas al acecho, muy despacio, con lentitud de garza. Wittgenstein, antes de enfangarse en su maravilloso “Tractatus”, proyectó un “diccionario para las escuelas primarias” decía eso de: “nómbrame las tres mil palabras que usas en tu vida corriente y te diré quién eres”. Imaginaba que si dejamos de usar determinadas palabras que nos venden y que usamos como si fueran nuestras y nos atrevemos a utilizar otras el mundo cambia, no sólo el de las voces, también el que tenemos por delante y nos rodea, limita y enmudece. Junto al agua mis palabras son otras. Siempre lo fueron. También otro el entusiasmo, que no depende del logro o su salario, ni del reconocimiento o lo que puedo comprar o vender con mi trabajo. Un entusiasmo pueril que depende tan sólo de un pez frágil que luego se va, que solo he tocado unos segundos para entender la maravilla y su sentido. De vuelta a la ciudad quisieras mantener en ella esas tres mil palabras que viven junto al río y nombrar de nuevo las tres mil que se decían entonces por las calles, hace ya ocho años, ajenas al posibilismo, el trampantojo y el vacío de hoy. Esa es la lucha de mañana.


ELECCIONES


Vivía dentro de una despreocupación inteligente e informada, protegido por la campana de un sistema sanitario público excelente y de unos genes aceptables. Primero se fue L. por un estúpido accidente en el que no conducía él, en un tramo recto y de día, tal vez por un despiste, el cambio de un CD o una avispa. Luego F. de un cáncer de hígado tras una vida esnifando todo y pudiendo volver no demasiado grillado para contarlo. La tercera fue M. suicidada cuando tenía todo eso que la publicidad pega con un adhesivo extrafuerte a los objetos, los trabajos, y las familias ideales. Todo es precario, frágil y breve aunque no lo pensamos, si acaso atiborramos este vacío con románticas retóricas o algún resoplido transigente, pero no lo sabía.

Caminó largo rato monte abajo hasta el final del pequeño río, un torrente más frágil que todos ellos, pero mucho más fuerte, también. El sol y la brisa de septiembre le tocaban con mimo, olía a lluvia y a cantueso seco. Muy lejos, en aquella ciudad, se habían quedado las viejas palabras del cascarrabias de Benjamin “lo que impulsa a los hombres y a las mujeres a rebelarse contra la injusticia no es el sueño de liberar a sus nietos sino el recuerdo de la esclavitud de sus ancestros”. Les había costado mucho llegar hasta aquí, fueron esclavos, siervos, proletarios y la flecha de la historia es más bien un boomerang perverso en estos tiempos. Nada les decía que no pudieran volver a ser de nuevo prisioneros sin tiempo, nada les dice que no lo sean ya, o pronto, casi pasado mañana. La posibilidad de rebelión nacía de esta libertad de poder gastar, incluso derrochar, tiempo en pescar y en pensar. Por ejemplo redefiniendo los significados de la palabra "progreso" antes de que el río estuviera seco y los insectos dejasen de ser la música de la vida, antes de que se extinguieran los ríos salvajes, los hombres y las mujeres, los amigos y amigas, que amaban lo salvaje. Eso hubiera dicho L. hubiera hecho reír a F. hubiera dejado en silencio a M. Y eso le ha hecho a él caminar por allí, hacer unos falsos lances suaves y perfectos hasta que cae el escarabajo a la distancia justa de los morros del barbo. La farsa electoral a repetir queda muy lejos. También diría L. que no es nihilismo, ni despreocupación, ni ignorancia sino la lucidez de saber que la lucha por ganar o perder es otra muy distinta y distinto es el juego, los protagonistas o el peso que tiene cada cual en el desastre futuro o la posibilidad de no seguir con esta destrucción. F. diría soisunosrojosdemierda. M. serviría más vino en los vasos y seguiría preocupada por la nota de Física y química.

Queda lejos el ruido, la crisis sucesiva, las retóricas absurdas y los relatos hegemónicos que hay que vender. Junto a él sólo caminan hoy L. F. y M. a los que les encantaba el olor de la lluvia y el cantueso seco, reírse de todo, cantar y discutir de todo, beber del río y nadar desnudos.
O eso quisiera hoy, esa compañía.
 
 

martes

ZERYNTHIAS

Los grandes barbos se han acercado mucho a la orilla, ávidos de comer la hierba tierna que ha quedado sumergida o las pulgas de agua o algún alevín o cangrejo desprevenido. En un embalse hay poco que comer, casi todo el agua está vacía de vida. Pero hay recodos, entradas de arroyos, ahora secos, que tienen una antigua belleza abandonada. La mínima humedad propicia el nacimiento de un poco de hierba verde y hasta flores. Eso buscan los peces y él. Enciende la pipa y se sienta sobre un tocón. El humo se va por la mañana fría y cruzan sobre la voluta, como jugando, dos Zerynthias ruminas enceladas, las mariposas parecen pequeñas vidrieras multicolores. Aunque sea su forma de avisar a sus depredadores que son veneno para el pescador son una forma de celebración gozosa de un instante de mínimo placer y soledad. 

Mario Satz en su precioso libro “el alfabeto alado “pone en boca del maestro vidriero y joyero de art nouveau René Lalique una frase que para nuestra cultura judeocristiana sería una justificación del egoísmo o por el contrario una celebración del placer si bebemos el vino resinoso de los griegos amigos de Epicuro de Samos: “¿Acaso no es mejor, mientras esperamos lo que nos falta, concedernos a nosotros mismos lo que creemos merecer?” Por eso se ha escapado de la ciudad, para concederse una mariposa y un recodo de orilla revivido, el silencio de las ocho de la mañana en la intemperie y el recuerdo de las palabras de un joyero francés meticuloso. Merecemos tiempo para leer y caminar, salir de la ciudad, desconectarlo todo, fumar despacio, hacer volar sobre los barbos un escarabajito negro atado a un veinte. Creemos merecer esas nimias libertades que son gratis, cercanas, posibles y fútiles. No son ninguna libélula o cicada de oro y amatistas montada por Lalique, ninguna gloria, reverencia o aplauso, sólo una viruta de tiempo soberano, una voluta de humo, un pez peleón por ahí abajo y esta brisa fría que por fin huele a otoño y monte. “¿Acaso no es mejor, mientras esperamos lo que nos falta, concedernos a nosotros mismos lo que creemos merecer?” la bisutería de un amanecer sólo nuestro y dos Zerynthias que no pudo copiar René ni pudo llevar prendida ninguna marquesa en el escote.
 

METAXIA


Sale antes del amanecer, llega en penumbra, camina de memoria por las sendas hasta tocar el agua. Ha dejado atrás el vampiro del móvil. Hace tiempo que ha aprendido que al río sólo hay que llevar ganas, malicia, alegría y si acaso un poco de Platón. El griego lo llamaba “metaxia” un estado de la conciencia intermedio entre la realidad sensible y el fundamento del ser. “Flow”, “estar en gracia”, “sentido kinestésico”, el cuerpo y la mente unidos e igual de preparados para sentir y reaccionar en consecuencia, sin distracción, como si la caña, el sedal y el señuelo también fueran una parte de su brazo. Y si llevas el móvil, incluso apagado, esto es imposible. Por eso has vuelto a la máquina de fotos “tonta”, al cibersilencio.

Por eso hoy has vivido maravillas: dos flamencos jóvenes han estado a punto de posarse a tres metros de ti y en el último segundo han remontado, les has visto los ojos y has sentido el flujo de aire de sus alas ¿en qué estaban pensando? Tal vez ha sido el contraluz del sol saliendo. Luego ha pasado un murciélago revoloteando con torpeza sobre ti, desayunando los mosquitos que atraía tu olor. Más tarde has levantado los gansos tras subir la loma, protestaban como viejas consuegras perezosas, entonces has escuchado la voz ronca y encelada de un ciervo. Y después el sol saliendo. Joder. Ves el sol saliendo tras el monte y entiendes por qué los hombres inventaron a dios y las primeras religiones. Te sorprende que sea gratis, por qué nadie de Silicon Valley no ha patentado aún este espectáculo. Y luego el pez corriendo, sacándote el backing casi entero, quemando el hilo en tus dedos.

A eso de las once te retiras. Dios ya calienta demasiado. Entonces el camino de vuelta, abandonar Platón por Skinner, encender el móvil, conducir hasta a la ciudad, volver al disfraz y al ruido. Pero aún así sonríes, sabes que la maravilla seguirá ahí muchas madrugadas, que es gratis, que es tuya, que es fácil, solo hay que levantarse al alba y apagar los chismes, sólo hay que ejercitar la metaxia en la naturaleza, dejar de ser rata de laboratorio, volver a los griegos.

lunes

QUIMERA



“Desolación de la quimera” decía el amigo Luis. Y sus primeros versos parecen hoy cortados a medida : “Todo el ardor del día, acumulado / En asfixiante vaho, el arenal despide. / Sobre el azul tan claro de la noche / Contrasta, como imposible gotear de un agua, / El helado fulgor de las estrellas, / Orgulloso cortejo junto a la nueva luna / Que, alta ya, desdeñosa ilumina / Restos de bestias en medio de un osario (…)” Cortaron a ras la joven encina para leña, tal vez para hacer picón que se vendió con unos céntimos y luego calentó en algún brasero de un hogar autárquico y helado. El embalse anegaría las dehesas, bosques de robles, carrascas y alcornoques, perdidos y huertas, olivares y frutales, secanos y barbechos de ese horizonte sumergido, así que se dio desveda para arrasarlo todo aunque apenas dio tiempo a cortar unos pocos árboles de las más de siete mil hectáreas que cubriría el agua a partir de ese año. El NO-DO número 1.173 el 28 del IV del 1965, con el embalse ya lleno hasta los topes, da cuenta de la inauguración del “salto de Valdecañas” por parte de Franco, su señora de madrina del sarao y el pájaro de Fraga sonriendo, con discursito de José María de Oriol, el dueño de la cosa y de lo que la cosa iba a generar con el agua de todos a partir de entonces y hasta el fin de los tiempos.

La quimera tramposa del franquismo sigue muy viva en todos estos pagos. Quimera, Χίμαιρα, hija de Tifón y de Equidna, que vagaba por las regiones del Este aterrorizando gentes y engullendo animales. Hoy las tierras de alrededor del erial que es el embalse son secarrales y montes para caza, secanos miserables que viven de la PAC y miles de tocones de encinas centenarias fosilizados por el agua y el sol de las sucesivas subidas y bajas del nivel al albur del negociete hidroeléctrico. Hay poco regadío y el agua se escatima hasta a los pueblos de alrededor que sufrieron el expolio. Las cuernas calcinadas encontradas representan muy bien el valor para algunos de este paisaje por el que caminamos.  El agua empantanada ha convertido en pedregal y arena muerta el suelo que pisamos, la cubierta fértil de la tierra hace ya muchas décadas que yace en el fondo del embalse junto con las miasmas de Madrid, Toledo, Talavera y cuantos pueblos vertieron al río sus deshechos durante estos cincuenta y siete años. Frente a nosotros brilla algún coche de lujo aparcado en una calle de la llamada “Isla de Valdecañas”. El estropicio es perfecto. Del río no queda nada. Tampoco del progreso que prometía aquel NO-DO, salvo la momia disecada del general golpista, el chorro de millones que engorda algún bolsillo y la rara belleza que a veces propicia el cielo, las escamas del pez o estar en compañía del hijo pescador y de mi hermana. Me quedo con la quimera de Cernuda, con su desolación y su memoria.

miércoles

VACASACIONES

(I) Estos potlatch veraniegos harían las delicias de Veblen y Sombart. La emulación y la aspiración a lo definido como lujo, exquisito, exótico o remoto satura la propaganda vacacional y el buzoneo colorín con playas llenas de arena de arrecife y cocoteros, hoteles con piscina infinity lapislázuli, remotos viajes al confín asiático o al equinoccial caribe. El consumidor necesita sentir encima, bien clavada, la etiqueta de la felicidad, probar que puede derrochar siquiera unos pocos días pagando el precio que sea de otro contrato basura. Marx también alucinaría en este siglo XXI en el que todo ya es mercancía, en el que no hay ningún espacio de intimidad, comunicación o afecto en el que no haya un intermediario robando pequeñas o enormes plusvalías.
Pero al lado de casa tengo lingotes de oro y selvas pequeñas a salvo de los Lope de Aguirre del negocio, sólo para mí. Gratis.

(II) En España, en 1918 se aprobó la ley que concedía 15 días de vacaciones a los funcionarios públicos. En la Constitución de 1931, con la Segunda República, se aprueba una Ley laboral que logra una semana de vacaciones al año a todos los asalariados (tras la dura y larga Huelga de la Canadiense de 1919 se había conseguido la jornada de ocho horas que convirtió a España en el primer país del mundo en establecerla por ley). No, el tiempo para el ocio diario, semanal o anual, las vacaciones, nunca fueron un regalo fácil, costó mucha lucha y mucha sangre. Hoy disfruto de este tiempo para “la pereza” que diría Lafargue y agradezco a todos esos luchadores generosos estas horas de soberana libertad, agua pura y plata vieja en forma de pez.

(III) Al pescador le gustan los caminos poco transitados, las sendas perdidas, las rutas invisibles. Pero entiende el interés gregario de la gente por hacer el Camino de Santiago o la Vía de la Plata, esa complicidad que nace de caminar con otros desconocidos que acaban siendo amigos, el rito iniciático y toda la turistización de la cosa. Pero él prefiere la soledad del agua. Su sueño de camino, su aspiración, sería recorrer un río pescando desde su desembocadura marina hasta su nacimiento en las cumbres. Un río que no estuviera encarcelado por presas ni herido por ponzoñas. Caminar corriente arriba durante días y días, ligero de equipaje, con la caña en la mano y pararse a descansar en los pueblos que decidieron hacer el hogar junto a sus aguas respetando su cauce y su destino.
No sabe el pescador si aún existe algún río así en España, pero ese sería su camino ideal, desandar la vida que da el agua sabiendo que las riberas son siempre lugares difíciles para caminar y que tardaría por tanto mucho tiempo en llegar al nacimiento. Menudas vacaciones.
Hay quienes aspiran a caribes arenícolas, exotismos tailandeses, metrópolis pintorescas o salvajinas safarianas, comodidad y foto de revista. Pero su sueño es sólo ese. Pescar río arriba sin parar, comprendiendo porqué algunos peces viven y necesitan ese viaje hacia el mar de ida y vuelta, descubriendo como va cambiado el paisaje, la fauna, el horizonte, la temperatura y el bosque a medida que ascendemos de lo salobre a lo dulce. Además ir río arriba no tiene pérdida aunque no existan caminos o indicaciones hechas con conchas peregrinas, basta seguir la filigrana del agua, su escritura barroca sobre la tierra salvaje, sólo hace falta leer todo esos signos que fueron tallados durante muchos años para que fueran leídos por los que entienden. Esa es mi senda del peregrino.

(IV) Nada sabe mejor que una cerveza casi helada a eso de las siete de la tarde, mientras esperas a que comience un rato de sereno en la poza la Vena. Has llevado, para vivir este lujo, un pequeño termo en el que caben dos latas que has escondido a la sombra del helechal junto al chorro. Luego te has metido en el agua, has nadado con temor infantil a monstruos y ondinas hasta la cabecera, sintiendo las capas de agua más cálidas y luego las más frías acariciando tus pies. Te has sentado entre las piedras, donde rompe la corriente, en esa pequeña piscina de burbujas que conoces tan bien, has extendido la mano, sacado una de las latas, la abres con mimo y das un trago muy largo hasta sentir casi dolor en la garganta. Entonces la has visto salir de lo oscuro y cebarse a un torpe saltamontes verdoso que ha caído entre dos hojas de sauce. Pero no has saltado deprisa para montar la caña, atar al sedal un señuelo peludo y lanzar ahí sobre el agua negra que sin duda la esconde. Has seguido bebiendo despacio, entrecerrando los ojos, comenzando a sentir el frío placentero en la espalda y luego te has puesto al sol para secarte y beber la segunda cerveza. Pasan libélulas rojas, tábanos grandes que hoy te perdonan, caballitos azules, varias veces un martín y luego una tórtola. Nada sabe mejor que un gran sorbo de tiempo bien frío en medio del calor de Junio y la certeza de tener ahí delante una trucha, que tomará tu engaño o no, pero eso es ahora algo nimio. Ya la cazaste antes mientras descansabas bajo del chorro, bebiendo ese primer trago largo, con los ojos casi cerrados, el corazón leve y la belleza entera del mundo a tus pies. Exageras, claro. Habrá más belleza por ahí, en otras partes.


jueves

EDÁFICA

Siempre que viajo visito los mercados y también los ríos que tocan las ciudades y los pueblos. Hay pueblos construidos junto a grandes ríos, otros al lado de ríos pequeños, algunos junto a simples arroyos. Pero siempre me produjeron una tristeza profunda e inquietante aquellas ciudades que crecieron lejos de cualquier vena de agua. También las que habían dejado secar el arroyo que en un tiempo más o menos lejano les daba agua y peces, baños en verano, riego para las lechugas, paseos con frescor. O las que habían ensuciado y matado su río hasta convertirlo en una cloaca infecta.
Hace años que los embalses y las canalizaciones han alejado totalmente la conexión vital, mítica y memorialística entre los cauces de agua y los pueblos, la lluvia es para sus habitantes muchas veces una molestia, un estorbo. Ya nadie habla de ondinas o nereidas. La sequía es una abstracción que pocas veces afecta a necesidades vitales del ciudadano. Sólo los agricultores mantienen más o menos cierta conexión de cariño hacia el agua, aunque tampoco demasiada, más allá de considerarla un ingrediente más de sus rentabilidades y beneficios.
Pero el Calentamiento Global está tocando ahora otros ríos invisibles, el de las aguas fósiles que se esconden en lo oscuro, el de la humedad de la tierra. Ya se habla, por fin, de sequía edáfica. Comienza a ser crónico el déficit de humedad de los suelos tantos agrícolas como forestales. Esa humedad que se mantiene en la tierra y evita que nuestro horizonte sea un desierto, esos ríos subterráneos que cruzan España por debajo y hoy son robados por bombas y pozos legales e ilegales.
La sequía edáfica es invisible pero es mucho más terrible que el vaivén temporal de los ríos superficiales. La humedad de la tierra depende de la lluvia pero también de la cubierta vegetal que la cubre, el tipo de agricultura que practicamos y el uso que damos a las infinitas pequeñas arterias que al final confluyen en un río.
Cuando la mitad del país sea un secarral invivible, un desierto sin cuento, un espacio definitivamente muerto, se clamará buscando a los responsables del desastre. Fuimos todos por olvidar las ondinas, las nereidas, los duendes y las náyades. Por olvidar que nosotros, nosotras también somos de agua.


He ido a por mi ración de “carne de oso”. Las rocas se reflejan en el agua. No ha hecho calor aunque ya todo está seco. Lanzo en las sombras, sale algún pez, camino largo rato entre las piedras buscando quién sabe, un comizo gigante, la brisa fresca de las ocho de la mañana, su olor a camomila y hierbabuena, algún corzo abrevando. Esta vez mi “carne de oso” ha sido un puñado de poleo salvaje recolectado en la orilla del río que luego, ya en casa, he utilizado para aromatizar un gazpacho espeso, fresco y fino al que no añado pan ni agua, lo hago sólo tomates, pepino, pimiento rojo, ajo, sal, gotas de vinagre y aceite de oliva. Todo muy triturado en la batidora de vaso y luego pasado por el chino.
Primo Levi, sefardí, químico, escritor, antes de que intentaran destruirlo en Auschwitz como nos contará en “si esto es un hombre”, era un chico deportista y un aventurero algo inconsciente y atolondrado. Un día sube con un amigo a la montaña, se queda aislado y tiene que pasar la noche en la intemperie helada con una hoja de lechuga como único y ridículo alimento. Muchos años después escribirá: “Eso es la carne de oso, y ahora que han pasado tantos años, lamento haber comido tan poca, ya que, de todo lo que la vida me ha dado de bueno, nada ha tenido ni de lejos, el sabor de esa carne, ese sabor que uno experimenta al sentirse fuerte y libre, libre hasta equivocarse, y amo del propio destino”. Desde que leí estas palabras en “el sistema periódico” es como denomino a estos momentos de placer y libertad que son preciosos y escasos. Los que gustan de la “carne de oso”, envueltos en la intemperie deseada, saben de qué hablo.



Hace tres mil años fabricaron el muro, equilibraron las piedras para hacer un hogar, sujetar la tierra fértil en los bancales, construir un molino de agua para moler trigo y hacer el pan, machacar las aceitunas y hacer aceite, quizá eso sería unos cientos de años después. De todo eso queda la higuera y el almendro, las ruinas, los indicios, nada más. Los barbos siguen subiendo por ahora, su empeño de millones de años se mantiene. Nosotros apenas llevamos aquí esos pocos miles y ya abandonamos este arroyo. Tal vez solo sea una pausa urbanícola, un vacío temporal mínimo entre los puñados de siglos de campeo, una huida equivocada aprovechando la inercia de la flecha del progreso. Tal vez no. Al menos no hemos aniquilado este pequeño río, salvado de milagro, por olvido. Otros, tan cerca, no han tenido esta suerte.
Este barbo tiene parientes en los norte de África. La Península Ibérica estaba totalmente aislada del resto de Europa desde el Oligoceno-Mioceno. Luciobarbus bocagei y comizo se diferenciaron del resto de especies ibéricas hace unos 3,7-6,9 millones de años, este margen de error, este intervalo es enorme, ya lo sé, nosotros por entonces sólo éramos ardipithecus, no más grandes ni más listos que un chimpancé. Los comizos tiene mucho más genio, son más depredadores, más tragones y más arrogantes pero el represamiento de los grandes ríos que ha hecho el chulo homo sapiens les ha ido fatal. Hay cada vez menos. El Antropoceno que bautizó Crutzen ha transformado el mundo pero su registro geológico sólo lo podrán constatar los marcianos del futuro. Encontrarán preciosos fósiles de comizo y botellas de agua mineral de plástico chafadas. O tal vez el sedimento radioactivo de un escape aquí al lado y otras chatarras que hoy usamos.
En la orilla la temperatura es fresca, por encima del murete del molino ya hace mucho calor. Así entiende uno lo que son los microclimas y como el agua y la vegetación transforman por completo nuestro bienestar en tan solo unos metros de distancia. Los coleópteros se ponen ciegos de polen y néctar, para ellos son tiempos de abundancia y tienen que aprovechar. También los nemópteros andan de orgía. Los grandes comizos te pueden sacar la línea entera si tienen agua abierta, pero aquí no es el caso, corren río arriba rabiosos por mi molesto juego. Yo sólo he visitado este río treinta y cinco años. Algunos años no vine ningún día y sentí que era una pequeña traición, una forma invisible de abandono que a mi me dolía, temía que al año siguiente ya nada existiera. Hoy comparto con los amigos este rincón del mundo. Ya está en ellos.


Los visito y los disfruto con inquietud. Son ríos frágiles, con estíos acusados, a veces corre un hilito de agua, pero si corre y es agua limpia, no importa. La vida se conforma muchas veces con poco, con casi nada, pero si falla el poco todo muere. Basta un “pequeño” vertido puntual, una derivación ilegal, una motobomba para chupar gratis. Basta una agresión con esa arrogancia o esa ignorancia que solemos tener hoy los humanos para que el río se extinga. Correrá agua de nuevo en invierno o cuando haya una tormenta pero ya no será un río. Y no habrá denuncia, ni escándalo, ni tristeza pública, ni exclamaciones y condenas en las redes sociales. Nadie sabrá que ha muerto. Conozco algunos, ya demasiados, medio secos o sucios, o secos del todo y llenos del todo de mierda por todo el país. El calentamiento global hace lo suyo, pero hay quien se empeña en acelerar el desastre. Pero defenderlos es luchar contra el olvido que seremos...

lunes

DUENDE



Pescamos en un lugar apartado, vaciado, olvidado, y sin embargo, a su manera, aún intacto. El agua fluye limpia y transparente, el jolgorio de la vida hoy está en su apogeo. Nos sentamos a descansar rodeadores de flores y del zumbido de los insectos liados en lo suyo. Tal vez sea porque estamos en un día de optimo climático o porque somos amigos y estamos juntos haciendo lo que nos gusta, o quizá porque el paraje mantiene una extraña belleza agreste, rota, fuera del tiempo humano y nuestro tiempo íntimo se acompasa al ritmo de lo salvaje, pero nos invade un extraño bienestar.
Y más allá del agua, cientos de duendes volando, nemoptera bipennis, flotando sobre el suave calor de mayo. Un insecto endémico de España, un bicho amenazado, frágil, raro, elegante, con cuatro pares de alas, con las primera vuelan, con la segundas engañan a sus depredadores si les fallan sus colores disruptivos que las adornan, un camuflaje maravilloso que los hace desaparecer en cuanto se posan en una avena seca o una retama de flores amarilla. Cada vez tienen menos lugares donde vivir, no les vale cualquier suelo o vegetación y su ciclo reproductivo es muy extraño. Las hembras ponen los huevos sueltos, duros, pocos, a penas diez o doce, una sola generación al año, parecidos a pequeñas pelota de golf. Los huevos se asemejan a una semilla cualquiera, las hormigas se los llevan al hormiguero y cuando nace la pequeña larva monstruita, cabezona y caníbal, con unas mandíbulas carnívoras adaptadas para comer larvas de hormiga, se pone a la tarea. Como al final huele igual que ese hormiguero, se mueve muy poco y está llena de polvito, las hormigas confiadas no le atacan y vive dentro del hormiguero durante uno o dos años hasta convertirse en otra cosa, un duende volador. De adultas las nemópteras comen polen y de paso polinizan las flores que luego generan semillas abundantes de las que se alimentarán las hormigas así que la evolución ha tramado este ciclo de interdependencia sutil, un triángulo maravilloso que cuando lo descubrimos nos llena de asombro.
Pescamos sin usura, sin prisa, disfrutando del brillo de la luz sobre el río, de la aspereza de las piedras o su suavidad pulida por el agua. Los peces van y vienen. Nos sentamos a ratos en la orilla a contemplar la vida, a ver fluir este tiempo tan ajeno a los ritos destructivos del progreso. Las casi invisibles nemópteras llevan aquí millones de años y tienen mi respeto y mi cariño. Depende de nosotros que este suelo, este pequeño río y este rincón del mundo siga así, intacto y vivo. La vida salvaje es muchas veces sutil y poco visible, desconocida y fragilísima. Quién viene a pescar a este pequeño curso de agua se acuerda luego siempre. Quien ha visto volar a docenas de nemóptera pennis no lo olvida nunca. Los duendes existen, no lo dudes.




PD: Mi agradecimiento al entomólogo Víctor J Montserrat Montoya que se pasó 9 años de investigación detectivesca para descubrir y conocer la vida intima y larvaria de este pequeño duende.

miércoles

ÚLTIMA VENTISCA



Entonces poca gente caminaba por el monte al atardecer con el viento del norte haciendo crujir las hojas secas de los robles mientras la helada cubría de escarcha las jaras. Pero en esas horas, él y yo nos apostábamos en los pasos, junto a los madroños más duros, en las bañas de limo oscuro donde había huellas recientes de algún buen jabalí. Ahora sé que nuestra admiración era recíproca. No había para mí olores más deliciosos que los de su carpintería, el aroma de los troncos curándose al sol, las tablas recién cortadas de abeto de Canadá, pino Soria, castaño gallego y roble de Kentucky. Admiraba la precisión con la que ajustaba una puerta o torneaba gruesas vigas de nogal, lijaba el detalle de un arcón o barnizaba a muñequilla una silla de encargo. Envidiaba la realidad tangible de su trabajo, las horas de esfuerzo convertidas en objetos bellos y perdurables. Ahora sé que él pasaba las noches junto a la chimenea fascinado, leyendo una y otra vez los cuentos de Horacio Quiroga, los relatos de Chaves Nogales o las historias de Kipling y que envidiaba en silencio cómo surgían las palabras de mis dedos para construir frases que definían con precisión un hecho, evocaban con nostalgia un recuerdo, traducían por arte de magia imágenes y tiempo en las palabras negras sobre el papel blanco del periódico. Un día le regalé aquel libro con todos los cuentos de Quiroga encuadernado en piel de tafilete y él me fabricó en su taller una soberbia culata de raíz de nogal al stutzen con el que todavía cazo.

Ahora sé que no distaba mucho su trabajo del mío, que es muy parecido trabajar la madera o el lenguaje, la sierra o las teclas de la máquina de escribir y que nuestro deseo secreto era haber podido intercambiar nuestras profesiones. Yo me pasé muchas tardes en la serrería, sentado sobre una pila de tablones, observando su trabajo y él muchas sobremesas explorando mi biblioteca mientras yo acababa de escribir el artículo para el Heraldo de Madrid o la revista Ahora. Para la gente él era el carpintero de Jara y yo el periodista de la capital; él salió pocas veces de la Vera y para mí viajar lejos era sólo una rutina laboral. Pero no era muy diferente nuestra visión del mundo, nuestra fe en la razón y en la ciencia, en la cultura y en la educación para todos, la solidaridad como única ley entre todos los hombres, una visión cruda pero optimista y armónica de la naturaleza, la crítica moral y política al poder y sobre todo la convicción de que las libertades del ciudadano y su propia responsabilidad debía regir su destino, pero todas estas ideas fueron antes y después despreciadas por unos, y por otros tachadas de anarquistas o de revolucionarias en el peor de los casos. Pero nosotros nunca hablamos en serio de otra cosa que no fuera la caza, la pasión instintiva por acechar a los animales, la decisión de tener nuestras propias leyes y no utilizar otros medios que nuestras piernas, un rifle ligero y la experiencia que dan los amaneceres de aguardo en los robledales, las muchas tardes de espera en el riachuelo, los días de caminar por la sierra, las incontables noches al resguardo de un chozo con el fuego calentando nuestro cuerpo y nuestra imaginación. Para nosotros la caza no era un deporte, no se trataba de una competencia entre hombres en pos de trofeos o cantidades de piezas, sino una forma de entender el mundo. La naturaleza, la vida, no escondía para nosotros su violencia, su tragedia o su crueldad, pero tampoco su belleza y su hechizo.

Entonces el campo era la forma de vida de mucha gente y no el idílico espacio para el ocio y la contemplación que es ahora para miles de habitantes de las ciudades que ven en cada animal un rasgo humano y se creen que el campo, el bosque y la montaña son un idílico paraíso confortable. En aquellos años no era difícil ver un lince o escuchar el aullido de los lobos muy cerca del chozo y seguir el rastro de un gran jabalí desde la cuerda de Jaranda hasta Tormantos. Entrar en la sierra cubierta de nieve era entrar en un mundo salvaje en el que una ventisca podía traerte la muerte dulce del frío o un mal paso hacerte caer al abismo de un barranco. Después él me ha contado que nuestra sierra fue refugio de fugitivos y maquis, de guardias a la caza del hombre. Más tarde desaparecieron los lobos, los linces, los pastores con los que muchas veces compartimos las chozas y el fuego; llegaron los furtivos empujados por el hambre terrible de aquellos años y después los furtivos por diversión o negocio, los excursionistas de fogata y basura, los carriles y caminos por todas partes y los cazadores sin otro objetivo que acumular piezas, competir por el trofeo o la estupidez de matar más que el otro. 

No creo que el mundo fuera mejor entonces que ahora, pero en aquellos días, con apenas treinta años, recuerdo nuestra última cacería como si fuera ayer. Era también noviembre y caminamos por toda la cuerda nevada de Tormantos, en dirección norte, detrás de un gran jabalí herido al que veíamos aparecer y desaparecer a lo lejos. La bala del "nuevetres" apenas le había rozado el lomo y su rastro de sangre se agotó en pocas horas. Caminamos a prisa durante mucho tiempo creyendo que el jabalí estaba cada vez más cerca, que en la siguiente loma, en la próxima vaguada, tras esa retama estaría por fin visible y al alcance de nuestras balas. Entonces éramos jóvenes, orgullosos, fuertes, arrogantes, estúpidos y ningún jabalí herido iba a jugárnosla en una sierra que creíamos conocer como la palma de la mano. Al atardecer del segundo día, agotados y hambrientos, comenzó una ventisca terrible, nos hundíamos en la nieve hasta la cintura a cada paso y nos perdimos al poco tiempo. Con la ropa de entretiempo, sin refugio ni más comida que cuatro higos secos rellenos de almendras y sin posibilidad de encender fuego, era seguro que no amaneceríamos con vida. Nos arrastramos por la nieve hasta un gran tocón de roble y nos acurrucamos juntos a esperar la muerte.

No creo en la magia, ni en nada trascendente por encima del sol, pero lo cierto es que el jabalí apareció de pronto a diez metros de nosotros, era un impotente animal de pelo canoso que parecía aún más grande y más irreal con las crines cubiertas de nieve, las orejas tiesas y las navajas amarillentas, enormes. Comenzó a caminar despacio, mirando de cuando en cuando hacia atrás como para asegurarse que le seguíamos. Nos arrastramos tras él hasta que una hora después, casi sin luz, adivinamos a unos metros los chozos de los pastores. La bestia siguió lentamente caminando por la vaguada del arroyo hasta perderse en la penumbra para siempre. Nunca hemos hablado de aquel día, no nos preguntamos qué nos hizo no levantar las armas y disparar al jabalí cuando apareció tan cerca en medio de la ventisca o por qué se convirtió en nuestro extraño guía.
Al día siguiente volví a Madrid, se acababa de proclamar la República. Después, un después de muchos años, guerra, exilios, olvido... él estuvo en el Ebro y luego con "la Nueve". Yo me exilié en Londres y luego en México. supervivientes de todo un siglo que se acaba, volvimos a encontrarnos en el pueblo.

A veces el tiempo parece una montaña inmensa llena de infinitos rincones donde se esconden los recuerdos; otras veces, sin embargo, el tiempo es sólo una brizna seca escondida bajo la nieve en la que no cabe casi nada de memoria, pero ahora mis palabras son de las montañas y no de las briznas, de los recuerdos hermosos y no de la memoria débil que tenemos los viejos. Hoy, por fin, intercambiamos profesiones. Yo hago juguetes de madera para mis nietos y él escribe cuentos para los suyos sobre lobos audaces, jabalíes sabios, auroras boreales, selvas impenetrables y tormentas terribles. En estos últimos años, de vez en cuando, a pesar del frío y la vejez subimos a Tormantos, hacemos aguardos al atardecer en los robledales llenos de bellotas y esperamos con impaciencia la próxima ventisca para desaparecer, como aquel gran jabalí, de un mundo en el que las sierras y las montañas sólo son postales que recorrer en todoterreno y no ese lugar mágico, violento y hermoso en el que una vez nos descubrimos libres y vulnerables.