Al pescador le
gustan las montañas, da igual el horizonte, el idioma o el río. Le gustan las
aguas batidas, las torrenteras, las pozas con música, la espuma limpia, que la
corriente empuje y se ponga bronca con la lluvia. Los ríos medio mansos de llanura
le desconciertan o los ríos apresados, de aguas condicionales y vigiladas, tan tristes.
Al pescador le
gusta que la tierra esté inclinada y haya que subir por donde nace el agua. No ha
sentido que le cierren o estorben nunca las montañas sino que le protegen, le cuidan y le
entienden.
Me dicen que
tienen mucho encanto los ríos de llanura. No lo dudo, pero a mi me gusta que
suenen mucho antes de acercarnos, mientras bajo por el brezal al amanecer y ya
nos advierte de su humor cambiante.
Las montañas,
aún por civilizar, urbanizar, doblegar y secar apenas se dejan poner nombres o taladrar
pequeños túneles de hormiga o quemar su fina piel botánica. Seguirán ellas creciendo cuando no quede de nosotros
ni una ruina. De ellas mana el agua que hoy nos cubre y nos refresca, en la que
respiran las truchas y nosotros, de algún modo también.
Hoy, verano
abierto, el pescador echa de menos los brillantes días de abril, mayo y junio,
dejándose llevar por el perfume extraordinario de tanta agua llovida verdeando
todos los paisajes.
Hoy, agosto de
secarral, el pescador se mete en el Tormes con el agua alta y la sombra en la
espalda a jugar con una pequeña efémera amarilla y a contemplar al hijo tocando
truchas metido en un vader y unas botas que fueron antes suyas.
Crece el hijo
igual que las montañas, tal vez más rápido, como crecen las truchas en la
memoria.