miércoles

CHRISTMAS 2015


El pescador se ha ido ese domingo muy lejos. Ha bajado a la desembocadura de un río pequeño dónde ha sido feliz muchas veces. Todos volvemos siempre a esos ríos, ciudades, abrazos o páginas en los que descubrimos eso que nunca habíamos necesitado para vivir y sin embargo hizo la vida tan dichosa cuando apareció a veces, por un rato, breve como la chispa de un pez saltando sobre el agua. El pescador siente que el aire tan frío le toca como le toca el sol y también el lugar, el bosque dormido, la escarcha de la orilla. Este año no sabe qué decir o qué escribir por qué a pesar de todo se siente afortunado, porque a pesar de todo, tantas veces, siempre, se ha sentido afortunado aúnque muchos de los días de este año han sido tan inhóspitos.

Siempre escribió su propio christmas. Siempre ha pensado que desear felicidad a quienes nos sentimos unidos es algo demasiado importante como para dejarlo a las frases hechas, las estampitas nevadas con estrella, los mensajes ya impresos, el papel satinado. Pero, en estos tiempos tan duros y tramposos, después de tantos años y tanto desencanto, metidos en está época funebrista y sórdida, con tanto ser siniestro gobernándonos… ¿Desear felicidad?, ¿participar del potlach navideño?, ¿aspirar como “Manu” a que un poco de azar nos quite de encima la angustia del dinero?, ¿aludir a la esperanza y al futuro?, ¿propiciar que se incremente el consumo?, ¿guisar viandas suntuosas por encima de nuestras posibilidades? 

El pescador baja hasta donde el río desemboca. Allí los grandes peces siempre acechan, así que lanza con cuidado su señuelo. Sigue manteniendo la misma emoción, nervios, esperanza, las ganas que cuando tenía quince y veinte y treinta y cuarenta años, ante el río. Sin embargo hoy no pescó nada. Ningún gran pez peleó contra su caña. Camina de vuelta, rio arriba, cansado y en paz. Al llegar a casa, antes de quitarse sus ropas de pescador y guardar la caña en el armario del rincón, se pone a escribir este papel virtual a quienes le han acompañado en el azar permanente de este tiempo. Piensa que debería ser breve, conciso, claro:

Que la vida o el azar o el misterio te siga regalando tiempo, salud para que el cuerpo siga siendo un aliado en la aventura de vivir, amigos y amor con los que compartir tanto lo que te duele como lo que te da placer; riqueza suficiente para tener techo, abrigo, alimentos y seguridad; sueños y pasiones para que el tiempo no sea una estepa monótona sino una bosque lleno de quebradas y de arroyos…

Salud y Dicha para este 2015 por venir.










jueves

¿MARZO?


Dibujo de Matt Patterson

Abre el libro de W.B. Yeats y por azar aparecen entre los dedos del pescador los versos...

I went out to the hazel wood,           
Because a fire was in my head,           
And cut and peeled a hazel wand,           
And hooked a berry to a thread;           
And when white moths were on the wing,                    
And moth-like stars were flickering out,           
I dropped the berry in a stream           
And caught a little silver trout.           

Tarde de frío, de ordenar y revisar el equipo de pesca que suele tender al caos como el Universo. Pero también como la casa y la propia vida. Suena de fondo el fuego y la canción de amor brasileña más bonita del siglo XX,  Jobin y Elis Regina diciendo: Sao as aguas de marco fechando o verao / É a promessa de vida no teu coracao…

Pero el orden y sus trabajos es siempre aburrido así que el pescador coge el palo de escoba del ocho, una seda hundida y esa caja de señuelos grandes y coloridos como mariposas marcianas o alevines de los lagos de Saturno. Baja el río bien abrigado. Hay escarcha en la orilla y niebla sobre el agua pero se calienta pronto lanzando con fuerza todo lo lejos que le deja su habilidad y sus brazos ¿Dónde se esconden los monstruos?.

Se va la luz y vuelve a casa, junto al fuego y Jobin, o mejor junto a la voz de Regina que se ríe mientras canta y junto a Yeats y su pequeña trucha, cómodo y abrigado... pero, demonios... ¿cuánto falta para marzo?

MIRAR



¿Por qué si nuestros ojos son los de un animal acostumbrado durante miles de años a mirar lejos hoy apenas miramos unos pocos segundos al horizonte?

El pescador imagina que alguien ya ha inventado alguna terapia ayurvédica que utilice el mirar lejos durante mucho tiempo  como fármaco. Porque a él al menos le sirve. Se sienta en una piedra escogida, más o menos alta, y allí descansa, almuerza, mira el río mientras bebe un poco de café del termo, mira lejos el brillo del agua que produce la cascada de la curva, el verde difuminado de los sauces y el verde pardo de las jaras y las encinas del monte que obliga a doblarse al río.

Durante toda la semana anduvo mirando letras dibujadas con luz en una pantalla, gráficos, esquemas, tablas de números y luego mirando cerca papeles y más tarde las vidas de otros transcurriendo en la tele. Pocas veces pudo mirar lejos, hacia el horizonte de fuera o al de dentro, hacia el lugar donde la vista se pierde y sentimos, como si fuera magia, un descanso profundo y perdurable. Ahora sí. Bebe con el café este fármaco de luz, sol, frío, lejanía, su cerebro recupera el placer de mirar muy lejos y de sentir quién es cuando deja atrás su nombre y sus oficios.


Más tarde, mientras camina entre las piedras, al bajar a la única zona arenosa y en apariencia muy segura, ha resbalado. Estaba en ese momento lanzando toda la línea y no ha podido equilibrar el cuerpo y evitar acabar tumbado con la rodilla dolorida. Mirar lejos sí, pero también al suelo. Sonríe. Luego se pasará el resto del día cojeando. Ser pescador no es fácil, ni cómodo, ni tampoco seguro. Como la vida entera de los que miran lejos.

viernes

NOVELA



Ha bajado al Tiétar con la caña más potente que tiene, una diez pies línea ocho. Ha cargado la seda de hundimiento más rápido y los moscorros para pescar tiburones.

¿Qué novela hay detrás de cada pescador?, ¿Qué historia personal y qué desván de memoria llevan al río en los bolsillos de sus chalecos? Somos por lo general silenciosos en estas tierra, no como los yankis o los franceses o los ingleses adictos desde niños a  escribir diarios y de viejos a los libros de memorias. Aquí pocos escriben de sus días de río, muy pocos cuentan lo que les empuja hasta el agua y porqué y hacia dónde. Tampoco él, perezoso y vago para emprender cualquier cosa. Tuvo que ser el hijo pescador quién le empujase. Siente desde entonces la obligación íntima de mostrar y explicar la necesidad de tocar el río y sus peces. Tal vez porque le hubiera gustado tener un diario así de su padre. Quizá porque sabe muy bien que la memoria se deshace pero no las palabras escritas. Hoy lo único que lamenta es no haber comenzado muchos años antes.

El día está frío. Por allí abajo, en lo hondo de ese recodo estrecho, andarán los nuevos bárbaros del norte, los invasores que algún estúpido, irresponsable o iluso trajo de otro lugar para jugar a ser Darwin y cambiar la evolución biológica de este rincón del mundo. Un gran desastre. Ha dudado mucho si bajar o no a pescarlos. Si los ignora seguirán ahí y en nada cambiará su proliferación el no pescarlos. Si los pesca es como si justificase y propiciase su presencia. Tampoco va a cambiar mucho su población porque enganche alguno y le deje muerto por la orilla para que merienden los zorros y los milanos. Pero ahí está, lanzando todo lo lejos que le da su habilidad el señuelo de colores, esperando a que se hunda, recogiendo a tirones y esperando. Lo único asombroso que tienen los siluros es su peso y su apariencia de sapos monstruosos porque su pelea es sosa y torpe, nada que ver con el musculoso barbo o la furiosa trucha.

El pescador descubre, casi divertido, que es la primera vez que no le preocupa clavar un pez o no. Se sorprende pensando que ha bajado al recodo sobre todo a lanzar, a cansar los brazos, a enredar con las sedas y los señuelos, a estar en el río simulando pescar, más o menos.  Hasta que siente el tirón, el pulso, la tensión de la línea, la comba de la caña. Todo dura dos o tres segundos, tal vez cuatro, luego el pez se suelta. Durante toda la tarde no tendrá de nuevo otra picada. Con los brazos cansados vuelve a subir por la orilla arenosa saboreando el paseo. Sorprende a un zorro por el camino. Ve pasar las grullas hacia el sur en formación perfecta, altísimas. En la novela de hoy no pasó nada, no hubo pez, ni anécdota, ni voz. Bajó solo al río y sólo queda de la tarde lo que aquí está escrito.


miércoles

MOLINO



Piensas en las palabras de E. el otro día sobre como salvar los ríos. En la gracia de encontraros entonces en persona y descubrir que ya os conocíais. Al hijo pescador le cayó bien aquel tipo tan serio que hablaba de los ríos como si conociera de ellos una parte de su alma muy secreta, una parte que sólo pudiera verse después de mucho tiempo junto a ellos mirando lo que nunca se ve, lo que hay que imaginar, la trama de la vida que fluye y lo une todo.

Esperas las lluvias y con ellas que vuelva la chispa mágica que a veces te empuja hacia delante. Mientras tanto hay que seguir, nunca rendirse. Has dejado el coche junto al puente y bajas la ladera campo a través durante mucho rato, aprovechando a veces las sendas de los animales y otros pasos nada, la intuición, la memoria de haber estado otras veces. El barranco está muy verde, cubierto de hierba alta aunque sea octubre. La bajada es complicada, con muchas rocas escondidas y sueltas. Tardas un rato en llegar hasta las ruinas del molino que durante muchos meses se encuentra bajo el agua del pantano. Ahora está como debió ser antes, con el río corriendo a su lado igual que hace cien años o doscientos. Los barbos están apostados en las orillas cortadas pero a la mínima vibración del suelo blando se esconden. Caminas muy despacio, medio agazapado, lanzando con delicadeza y arañando luego la superficie con el saltamontes de floan. Es un lugar perdido, sin cobertura de móvil, encajado entre dos paredones de granito viejo muy erosionado sobre los que crecen carrascas y jarales, retamas y algún olivo aislado que sabe dios como llegó hasta allí. Te gusta el siseo de la línea cuando está en el aire, la levedad de la caña, en apariencia tan simple y tan perfecta en su funcionalidad de objeto. Te gusta no llevar casi nada, ni siquiera chaleco, apenas un ligero arnés con dos bolsillos en los que cabe todo lo necesario. Te gusta sentir tu cuerpo cuando hace el esfuerzo de intentar lanzar lejos, esa armonía misteriosa de la que poco tiene que ver tu voluntad, la sientes casi un instinto y te alegra que así sea.

Piensas en las palabras de E. del otro día sobre como salvar los ríos. No deja de ser una forma de salvar también lo que somos, lo que soñamos, lo que de verdad es importante. Recuerdas también lo que decían los otros pescadores. Puede ser que haya tantos tipos de pescadores como personas. O tal vez no tantos. Los hay que piensan en los peces y lo que los peces les dan si hay muchos, si son grandes, si la pelea está reñida. Los hay que piensan sobre todo en los ríos y lo que el agua esconde o muestra a quién sabe mirar y sorprenderse. Pero para mirar y descubrir, el río debe de estar también detrás de tus ojos, de tu memoria, haber leído mucho sobre ellos, estudiado lo que son, lo que atesoran, lo que crece dentro y casi siempre es invisible. Hay pescadores que se fotografían con el gran pez, orgullosos de su justo triunfo. Otros en cambio se fotografían lejos, muchas veces de espaldas, sin pez ni logro. En esas imágenes se ve sobre todo el agua, la belleza extraña del momento, la luz del día, parte del bosque de la orilla y en algún lugar, sí, el pescador con su caña. Está allí, pero si no estuviera nada cambiaría. Tal vez ambos sean el mismo pescador. Entonces sube un buen barbo a tu señuelo y dejas de pensar, te gusta la fuerza, el empeño del pez, la carrera que emprende río arriba, lo templado del día, la quietud de todo, la fortuna de estar, la maravilla.


Luego sigues bajando. Ya dejaste atrás el molino derrumbado. En otro tiempo hubo allí gentes que hacían harina con la fuerza del agua de este pequeño río y luego pan caliente con la harina y luego, junto al fuego, en octubre, hablaban tal vez de peces y futuro.




viernes

PALABRAS



Eres el niño, el chaval, que se despierta antes de que comiencen los ruidos en la casa y aguarda con los ojos abiertos a que venga A. para llamarte. Fuera aún es noche cerrada. No muy lejos está el río y en él habitan las truchas y también la pura alegría.
Eres el niño, el chaval, que ayer preparó la caña, la línea, el chaleco, las red y los señuelos con una minuciosidad que nunca va a poner en las tareas escolares o en la ropa con la que se viste de diario.
Eres el niño, el chaval, que salta de la cama sin pereza, se viste en dos segundos y recorre la vieja casona grande a oscuras hasta llegar a la cocina y desayunar sin ganas un poco de café y unos churros que compró A. con ese gusto y esa sabiduría que tuvo siempre para estos lujos del comer.
Eres el niño, el chaval, que nunca tiene miedo a la fuerte corriente, ni a las tormentas grandes, ni a la oscuridad del bosque, ni a la soledad delante, ese que pesca río arriba durante muchas horas, todo el día, por orillas salvajes, alejado de A., cada uno a su ritmo, conectados sin embargo por  una misma pasión e idéntica dicha.
Eres el niño, el chaval, que pensaba que esos días y ese tiempo de felicidad intensa por el que merecía la pena aguantar tantos días de bruma gris, se repetirían año tras año sin demasiados cambios importantes salvo los propios del azar de los peces y de las estaciones o que su cuerpo por fuera va cambiado y por dentro también, sin darse cuenta.

Una madrugada, mientras aguardabas con los ojos abiertos a que fuera la hora de salir de la cama, coger la caña y bajar al río te diste cuenta de que eras el niño, el chaval y también un hombre en la mitad de su vida, que ya no había nadie haciendo café y llevando a la casa grande de tus abuelos el tesoro de unos churros recién hechos, nadie bromeando y conduciendo muy deprisa el coche en plena noche hasta llegar el puente viejo, nadie delante o detrás de ti en el gran río, bastante lejos, y sin embargo pescando allí contigo con idéntica pasión y la misma alegría.

O quizá sí, ahora le ves, al acabar la curva de la poza negra, brilla su caña cuando lanza, medio oculto por un sauce grandísimo que lleva allí, en este río y en tu memoria, desde siempre. No es A., es un niño, un chaval, más alto ya que tú, delgado como un junco, ágil como eras tú, divertido, ocurrente, sociable, como tú no eras. Si, ahora le ves con claridad, ha salido del bosque y se ha sentado a esperarte en la pequeña playa que hay en el charco de las nutrias, sin saber aún que el tiempo, el más precioso, el único que sirve, es siempre irrepetible y tan frágil. Sin saber que tú cuando eras un niño, un chaval, a veces también te sentabas allí a esperar a A. para tomaros juntos el bocadillo de jamón y contemplar el espectáculo del agua.

No hay añoranza, ni tristeza. No hay pesar, ni pérdida. No somos ni más ni menos que ese pez que acecha en la cabecera profunda de la tabla y que luego tocarás por un segundo en tu red. Ni más ni menos que la libélula roja que pasa y el sauce grande que siempre conociste. Ni siquiera porque tu tengas a las palabras para engañar al tiempo o para poder volver a veces a cuando eras un niño, un chaval, hace ya mucho, como si fuera hoy. Pero el hijo pescador ha comenzado también a usarlas. Eso quería decir.


martes

MOSTAZA


Pintura de Colin Woolf
Cuando pesco me encuentro muchas veces con trozos de memoria, son como retazos de algas que se quedan en las zonas estancadas de la orilla que se llenaron de agua con la crecida y aguardan ahí hasta que el sol las seca y las convierte en costra. “sólo la memoria da valor a la vida. Al final de la vida todos somos igual de pobres, no tenemos entre las manos más que ese frágil e invisible tesoro, creo que es lo único que nos queda de un mundo inmenso ya desaparecido”. Me lo susurró al oído. Yo entonces no lo entendía. Ella ya había estado en Londres y en París varias veces y se había pasado un curso entero estudiando en Estados Unidos, en una pequeña ciudad de California cuyo nombre ya no recuerdo. Una amiga común me aseguraba que había escrito una novela de más de quinientas páginas mucho mejor que “los hermosos vencidos” de Cohen. Yo apenas había ido de vacaciones, año tras año, a un pueblo del levante más alguna escapada breve a ciudades cercanas. Intenté al menos emular su mítica novela pero no me salió más que una ridícula y presuntuosa historia de menos de ochenta holandesas que escribí de una sentada durante las tediosas mañanas de agosto que trabajé de socorrista de piscina para ganar algún dinero.

Todo aquel enorme amor que sentía entonces la memoria lo ha convertido en un grano de mostaza. Quizá menos. Más de treinta años después descubrí que esa grandilocuente frase susurrada en mi oído el día de nuestro primer beso no era suya. La encontré hace unos días, para mi sorpresa, en un libro recién traducido. Me asombró que en ese grano de mostaza cupiese también un recuerdo tan minucioso. Busqué su teléfono en la guía, hubo suerte. La llamé. Llevábamos treinta años sin hablarnos. Le conté el descubrimiento en el libro de Salter. Se reía. Me dijo que también se acordaba. Teníamos dos granos de mostaza. Ella no se había convertido en la gran escritora que todos creímos, era ama de casa. Yo tampoco era nada. Quedamos en vernos en el lugar del beso. Así lo llamó ella. En esa zona del río, antes tan solitaria, hoy había un pequeño restaurante y una zona represada para atraer bañistas. Pedimos un arroz, una botella de vino. Apenas había casi nadie. Era fin de verano. El famoso día de los besos yo había bajado muy temprano a pescar. Ya de vuelta casi me tropecé con ella y dos de sus amigas, tomando el sol desnudas en un pequeño triángulo arenoso de la orilla. Había tenido una mañana afortunada. Llevaba el cupo de truchas y todas eran muy hermosas, o a mi me lo parecían, acunadas en el bodegón de helechos de mi cesta. Pero estaba cansado, sudoroso, apestando a pescado, avergonzado por mirarla a los ojos y no poder dejar de ver a la vez sus preciosas tetas. Dejé en la arena la caña, las botas, el cesto al cuidado de sus dos amigas y nos fuimos caminando y hablando hasta la poza grande de más arriba. Me quité toda la ropa con pudor y me tiré a nadar. El agua estaba muy fría. Ella se quedó sentada en una de las piedras de la orilla. En mitad de la corriente se me había escapado muy temprano una trucha muy buena. Imaginé, mientras flotaba en el agua y me dejaba llevar por la corriente, que debía de estar allí abajo, escondida, mirándome. Volví junto a ella. Dijo, me gusta que seas pescador. Muchos años después allí estábamos. Me preguntó si seguía pescando, si seguía escribiendo. Dentro del diminuto grano de mostaza recordaba con detalle su forma de besar. Se lo dije. Se levantó. Nos besamos. Ahora besaba distinto. Nadie se parece a como es de joven. Con los años apenas nos quedan unos pocos granos de mostaza que no sirven para aderezar nada. No nos contamos nada. Con dieciocho los cuerpos son torpes. Hoy creo que también son muy sabios y libres, como nunca serán después. Recuerdo bien el sol en su piel mojada, como si ese brillo viniese de dentro.

Ahora voy poco a este río, pero siempre que llego a la poza me acuerdo del truchón que no logré atrapar y de su cuerpo, sus ojos cerrados mientras el sol la secaba el frío del último baño. Ambas siguen ahí, en alguna parte. El agua está igual, las rocas no han cambiado, continúa una brisa muy tenue rozando las hojas de los sauces, el calor del sol me atraviesa la ropa y me toca por dentro reviviendo una euforia primitiva y agradable. La trucha aquel día apenas tocó mi señuelo. Se retorció, pude ver su librea oscura y su tamaño. Se fue. Se escondió en lo más hondo del río y de mi memoria. También ella. Tenía unos labios blandos y húmedos, muy sabrosos de besar, una lengua pequeña y dulce, el pelo negro muy rizado, las manos sobre mi cuerpo, la voz siempre ronca.

A tenido que pasar demasiado tiempo para descubrir el sentido de la frase que me dijo al oído: sólo la memoria da valor a la vida. La trucha sigue ahí. Estoy seguro. Por eso vuelvo al río cada año. También ella.


Foto de Daniel Sourhard

miércoles

METRO



Imagina el privilegio. Elegir un pequeño tramo de río, un tramo bien pequeño, cerca de él un lugar cómodo desde el que mirar, una piedra grande con sus líquenes y su musgo por ejemplo. Después, durante un año, observar lo que ocurre allí día tras día, en el agua y fuera de ella, con ojos de naturalista inquieto del siglo XIX, de poeta vagabundo del XX, de ecobiólogo del XXI. Imagina el privilegio de saber luego pasar a palabras escritas lo que has visto, lo que sabes, lo que has sentido allí, sin moverte de ese lugar pequeño y, en apariencia, tan limitado.

Hay quienes piensan que para saber de ecología hay que hacer intrépidos viajes al Amazonas o a los últimos bosques boreales, estudiar los arrecifes de coral australiano, las selvas donde se esconden los últimos gorilas de montaña o los manantiales ácidos donde resisten las bacterias más raras y antiguas del mundo. Pero David George Haskell nos demuestra que no es así con una claridad, amenidad, belleza y precisión que se encuentra en bien pocos autores científicos.

Él apenas escoge unos palmos de bosque, un cuadrado de un metro por un metro, su mándala, y observa durante un año lo que ocurre allí mismo y en sus alrededores.  Su inclasificable ensayo fue finalista del Pulitzer en el año 2012, el libro “en un metro de bosque” (Turner Noema 2014) debería estar en el menú de todos los estudiantes de biología, pero también en el de cualquier pescador curioso que no sólo se acerca a los ríos para lanzar su seda y tocar peces.

Hay libros que uno admira y de los que uno aprende secretos de la vida maravillosos. Puede ser una novela, un libro de poemas, un ensayo de arqueología, historia, sociología, biología o de cualquier cosa, porque ese libro trasciende la materia que lo limita en apariencia y nos toca lugares de la inteligencia, la memoria y la curiosidad que nos transforman como lectores y como personas. Pero unos pocos libros, además de todo esto, los sentimos nuestros, durante su lectura, de una forma misteriosa, descubrimos que también los hemos escrito nosotros. Este es uno de ellos.

Imagina el privilegio, durante un año, de poder observar sin prisas un pequeño tramo de un río que amas con ojos de naturalista inquieto del siglo XIX, de poeta vagabundo del XX, de ecobiólogo del XXI, de pescador curioso. Lo que siempre quisiste ser. Tal vez, sin tu saberlo, lo que siempre has sido.


martes

COMPLICIDAD II


Nunca aspiré o esperé que el hijo pescador se me pareciera en algo. Ya carga con su medio saco de genética, el resto es cosa suya y si es distinto o muy distinto, pues mejor. Su personalidad, su mundo por venir, sus experiencias, sus secretos, sus dudas, sus pasiones son diferentes a las mías y eso me gusta.

Nos une sin embargo la complicidad que dan los ríos y los peces. La complicidad entre un padre y un hijo pescador es una preciosa fortuna que no tiene que ver con la genética y sus dramas, ni con la emulación y sus impuestos, casi es azar o suerte.

Escribo aquí las mismas palabras que he escrito esta mañana pensando en el amor profano y sus misterios, de los que el hijo pescador va aprendiendo la música a su modo:

La complicidad se descifra apenas en un gesto, una palabra común, una mirada, un saber que sí. Poca cosa más es el amor que complicidad y cuerpos mutuamente hambrientos. Lo demás es literatura, toneladas de mala, unas gotas de buena. Complicidad es la única palabra que resiste la lupa y la balanza. Las demás son chatarra: afinidad, fidelidad, convivencia, compañía, familia, puf… Si buscas un afín vete a una secta, si quieres alguien fiel cómprate un perro, si necesitas borrar la soledad con convivencia no te alejes de la tribu, si ansías compañía visita siempre un bar o una parroquia. Pero si eres cómplice de quien amas, necesitas poco más, puedes ser distinto, infiel, solitario a veces y a ratos muchedumbre. El amor de los cómplices es de seda y acero, soporta el duro sol el tiempo y el frío de la historia.

La complicidad con el hijo pescador participa también de estos sedales. Somos distintos pero nos une el río, la pasión por pescar. La complicidad que a veces tienen dos pescadores que caminan por orillas diferentes del torrente, cada uno a su aire, a su ritmo y sin embargo juntos.

ESCRIBIR



Ernest Hemingway tardó quince años en dar forma al cuento “el viejo y el mar”.

Antes había escrito la simplona y rosa novela “adiós a las armas”, la chorrada de “fiesta”, la llena de mala leche “tener o no tener”, la venenosa obra de teatro “la quinta columna” o la farragosa y estereotipada “por quién doblan las campanas”, además de muchos cuentos, la mayoría muy malos, apenas uno o dos buenos. De aquella panda prefiero la escritura de Dos Passos, Faulkner, Steinbeck o sobre todo a Scott Fitzgerald.  Pero “el viejo y el mar” es otra cosa. Ese cuento largo vale mucho más que toda la obra de Hemingway de antes y de después. Sólo un apasionado pescador además de un gran narrador podía escribir esa historia. Sólo un apasionado escritor además de buen pescador podría haber invertido quince años en dar forma a ese cuento tan sencillo y profundo, tan claro y potente cuyos únicos protagonistas son un pescador, un pez y el mar.

A todas las novelas de Hemingway les pesa el paso del tiempo, hoy a todas se les ven los cartones y las costuras salvo a “el viejo y el mar”. Le digo al mi hijo el pescador que merece la pena, una de estas tardes de vacaciones, coger el libro, una buena sombra, un gran vaso de granizada de limón y volver a leer.

Mejor si estás junto al mar.

Coda: Me gusta mucho el cuento “el gran río Two-Hearted”, son apenas nueve páginas minimalistas en las que el lector va rellenando con mucha facilidad todo lo que las palabras omiten. Si además el lector es un pescador entenderá mucho más lo que no está escrito y permanece escondido para los no pescadores.


RODABALLO


Al hermoso rodaballo tuve la fortuna de pescarlo esta mañana en una pequeña bahía metida en la rompiente. Imposible viajar sin una caña y no buscar un rato para lanzar el señuelo al agua. Las manzanas las he robado del huerto del vecino. Parece abandonado, tiene el murete caído y sobre las pierdas rotas y desmoronadas ha crecido ya el musgo. Tras pelar las reinetas saco con la mandolina unas hojitas casi transparentes. Del rodaballo he cortado los filetes con el cuchillo finlandés y he partido su carne traslúcida en tacos del tamaño de un bocado.

Siento que se ha perdido el placer de contemplar. Sin sentir el tiempo. Sin esperar nada. Contemplar este mar, la forma de pequeño caracol de un ombligo, la piel rugosa del rodaballo, la madera de abedul del mango de mi cuchillo, la resistencia tranquila de los viejos manzanos tras el muro. Envuelvo cada dado de pescado, tras salpicar de sal y de pimienta, con dos o tres lonchas de reineta que he mantenido en agua con zumo de limón para que no se oxiden. Sujeto los pequeños paquetes con un palillo y los horneo a fuego fuerte cinco minutos.

Me gusta mirar el Sauternes al trasluz cuando el día está a ratos cubierto y a ratos el sol rompe las nubes. Cerrar luego los ojos. Oler su perfume extraño. La boca recuerda. Tardo un poco en tragar. Descubro que en los dados de pescado está encerrado el mar y el otoño. El mordisco es consistente pero las fibras del pez se deshacen muy rápido. Casi me da pena limpiar con el vino ese sabor untuoso que han sabido guardar tan bien las hojas traslúcidas de la manzana. Vuelvo al vino. Bebo despacio. Está frío. El corazón de cada bocado de pescado sigue caliente.

El rodaballo me lo dio mi habilidad de pescador y el azar, las reinetas estaban allí para cogerlas. El vino fue un obsequio de amistad guardado muchos meses. No ha costado dinero este festín, pero su precio es alto. He tenido que pagar con muchos días. Siempre demasiados. Tal vez por eso aprecio mucho más cada sabor. Luego he vuelto al mar con la caña de mosca para lanzar sobre la espuma. Tal vez burlar una lubina. Tras hacer el nudo me quedo mucho rato mirando la rompiente. La tarde no se acaba. No tengo prisa. Me demoro en ponerme en pie y sacar línea. No quiero perder nunca el placer de contemplar.

jueves

HIPÉRBOLE



Se dice que los pescadores siempre exageran sus capturas, sus lances, sus éxitos, el tamaño del pez, su peso, la dificultad de la captura. A los ojos del pescador todo es grande, extraordinario, sorprendente.  Pero no porque quieran mentir o porque necesiten vivir en la hipérbole o porque quieran presumir de su habilidad o su suerte.

La razón de este asombro permanente, de considerar cada suceso que vive a pie de agua como algo extraordinario y de que los peces que toca siempre sean más grandes que lo que el peso digital o el sistema métrico marcan es que sus ojos no perdieron el brillo de la infancia, su mirada sigue siendo la mirada del niño que lo ve todo muy grande, enorme, inmenso…

Esa forma de mirar comienza a perderse al filo de la adolescencia, cuando el cuerpo crece y en paralelo va disminuyendo el tamaño de todo, de los héroes y las aventuras, de los sueños y los deseos, de los ríos, los viajes, los padres… Pero no en el pescador y no sabría explicar hoy porqué. Es cierto que para los pescadores también el mundo, las ciudades, las ideas, los logros y también los fracasos se van haciendo pequeños al hacernos adultos, pero no lo que vive en los río o la enorme belleza que envuelve a los torrentes, ni el tamaño y la fuerza de los peces que toca, ni la emoción de esta nueva picada. 

No sé porqué pero eso no lo perdemos. Miro el agua y los peces igual que cuando tenía doce años.


miércoles

ENCINA



Volvió al recodo del pantano. Entraba en él un pequeño arroyo emboscado entre espinos y zarzas. Había caminado mucho rato por la orilla envuelto en esa soledad tan real que da un horizonte de agua tan grande y quieto. En ese recodo se apostaban a comer los barbos más grandes. Había conducido varias horas cuando el sol aún no se había asomado para estar allí en las primeras horas de la mañana. Sacó la línea y ató el señuelo nervioso, con prisas, tenso, inquieto. De los primeros lances dependía el éxito o el fracaso de aquella nueva aventura. Nada le gustaba más que sentir esa primera carrera, imparable, del pez huyendo hacia el confín del fondo, el sonido del freno, la comba de la caña, los dedos tensando la línea con la presión justa.

Estaba ya a veinte metros, quince, doce. Pisaba con mucho cuidado las piedras menudas y sueltas de la orilla, de cuarzo puro, que a veces chirriaban como gorces oxidados de un castillo invisible. Había vuelto allí muchas veces, todos los años, muchos años. Tantas veces desarmado por el fracaso de la línea flácida y el terminal roto como dichoso por el éxito de un gran barbo entre los dedos. Vivir también era eso, el sabor prolongado de esa desolación, la breve dulzura del logro. Vivir era, sobre todo, estar allí, con la caña en las manos, nervioso, acechando, cuidando ese único lance positivo.

Ya de vuelta, el sol de Junio comenzaba a calentarle la espalda con fuerza. Recordó, con sorpresa, el tacto de unas piernas cierta mañana de Junio junto al mar. Luego recordó, sin saber porqué, la sonrisa de su padre jugando con él en la alfombra. Unas palabras leídas en un libro muy viejo de Sexton mientras caminaba sin norte por Nueva York. La sensación de libertad de una noche de fiesta, cerveza y amigos al filo de los veinte. La sorpresa del hijo el día en que tocó las escamas de su primer pez palpitante. El primer día que se acercó a este remoto recodo.  La memoria es extraña y poco gobernable.

Se sentó bajo una encina grande, enorme. La sombra era fresca y la brisa llegaba desde el agua rizando su espejo. La hierba rala, aún verde, cubría toda la dehesa. Aquel árbol debía de tener ciento cincuenta o doscientos años, tal vez mucho más. En otoño le gustaba coger bellotas de encina y de roble, hacerlas germinar y luego plantarlas, no por militancia ecológica sino por el asombro que le producía contemplar aquel milagro. Le gustaba imaginar como había cambiado el horizonte de aquellos grandes árboles a lo largo de los años y la historia nimia de los hombres corriendo rápida junto a ellos. Como la de él hoy. 

Mañana salía su libro de papel, fabricado con los músculos de los árboles. No escribía por militancia creativa sino por el asombro que le producía contemplar aquel milagro de alejarse de todas esas palabras, de pronto ajenas, distintas. Le gustaba imaginar de nuevo, como si fuera un lector extraño a cada relato, lo que no estaba escrito y sin embargo podía imaginarse en la sombra del fin de cada historia. Como la de él hoy.



DOBLETE



Pintura rupestre. Cueva de las Piletas
El tiempo se detiene. Es una certeza que el sol se ha parado justo antes de esconderse esa tarde. La enorme cascada de la poza los silencia y el agua es profunda, fría y más transparente que nunca. Ha subido una trucha a su ninfa y no ha caído en la trampa, pero un instante después otra trucha más grande que acechaba detrás de un gran bolo de granito sumergido ha mordido el señuelo de N. Fue en ese instante justo cuando el sol se detuvo a mirar esa pequeña aventura que pasaba en el agua de aquella garganta remota llena de agua de nieve. La trucha se resiste, nada al fondo, pelea duro, al pasar por donde tocó la primera, aparece de no se sabe dónde y se clava en la otra ninfa. Doblete. Disfruta uno de los pescadores del raro espectáculo mientras el otro sufre la tensión de la sorpresa, el riesgo de romper el hilo, el milagro de encestar uno tras otro pez en la sacadera. Y mientras el pescador espectador saborea ese pozo de tiempo otra trucha se clava en su caña. Y luego dos más que se escapan. Nunca truchas grandes pero si peleonas, con músculos entrenados en torrentes perpetuos.

Después el sol ha vuelto a su camino, ajeno de nuevo a los lances diminutos y extraños de los hombres. Pero los dos pescadores han sentido lo mismo, esa quietud total, esa gracia en el aire de la tarde, la alegría infantil del raro lance terminado con éxito, la luz especial que ha convertido la poza en un lugar que se va a grabar a fuego en sus memoria por muchos años.

Han sido tres días de pescar de sol a sol en lugares distintos, difíciles, broncos y al final ha quedado ese doblete de truchas como un remate perfecto. En otro tiempo los pescadores hubieran grabado en la cueva la silueta de los peces con azogue y con grasa para luego rememorar muchas veces aquel instante del sol detenido. Y eso hago de alguna forma aquí con palabras.


LESTRIGONES Y CÍCLOPES


(Fotografía de Francesc Luque) 
Muchos días pescando solo, sin la compañía de mi hijo el pescador. Él va creciendo metido en el vértigo de su vida, sus preocupaciones, sus descubrimientos, sus estudios, con poco tiempo ahora para bajar sin prisas al río. Y a uno le gustan sus dudas y sus inquietudes, pero sobre todo que esté sano y pueda descubrir y aprender las herramientas y habilidades que le harán un tipo independiente, prudente y feliz algunas pocas veces. Lo demás es siempre secundario. El camino que tiene es largo, lleno de lestrigones y cíclopes, como diría Kavafis.

Hay muchas cosas que parecen muy importantes y luego importan casi nada. La difícil y sutil lucha entre el ser y el tener o entre el ser y el parecer, tan socrático y ahora puesto de moda para analizar nuestro mundo desarrollado por el filósofo Byung-Chul Han. Tener todo lo que puede necesitar un pescador, parecer en el río un verdadero y experto pescador. O serlo, muchas veces no teniendo el mejor equipo o la mejor estampa o poca suerte. Pasa en el río y en la ciudad.

Los hijos pescadores se siente muchas veces perdidos en su vida, no saben ni hacia dónde, ni porqué, comienzan a ver o sufrir los azares y pequeñas injusticias, a atisbar las ortigas y los resbalones en el agua que implica caminar, arriesgarse, esforzarse por un logro muchas veces escurridizo, invisible y sin gracia. A ti te queda entonces mostrarle que tu también te mojaste, te caiste, te arañaste con zarzas y ortigas, y que todo eso es parte de vivir al igual que las pocas veces que tocas un gran pez o una pequeña alegría. Poco más puedes hacer salvo echarle de menos a pie de río o recitarle ese verso que te gusta del viejo Konstantino.

Pero no te gusta utilizar la manida metáfora del río para hablar de los azares de crecer y aprender a vivir. Pescar es sólo pescar y en el agua sólo puedes “ser” pescador, “tener” o “parecer” no sirven de mucho, de nada. Y sólo se puede ser pescador si pones en ello pasión, ganas, energía, esfuerzo, inteligencia sin que nadie te lo pague o te lo pida o te lo admire. Eso si, como diría Kavafis, desea o busca o: “Pide que el camino sea largo. Que muchas sean las mañanas de verano  en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a ríos nunca vistos antes”.