Se dice que
los pescadores siempre exageran sus capturas, sus lances, sus éxitos, el tamaño
del pez, su peso, la dificultad de la captura. A los ojos del pescador todo es
grande, extraordinario, sorprendente. Pero no porque quieran mentir o porque necesiten vivir en la
hipérbole o porque quieran presumir de su habilidad o su suerte.
La razón de
este asombro permanente, de considerar cada suceso que vive a pie de agua como
algo extraordinario y de que los peces que toca siempre sean más grandes que lo
que el peso digital o el sistema métrico marcan es que sus ojos no perdieron el
brillo de la infancia, su mirada sigue siendo la mirada del niño que lo ve todo muy grande, enorme, inmenso…
Esa forma de
mirar comienza a perderse al filo de la adolescencia, cuando el cuerpo crece y
en paralelo va disminuyendo el tamaño de todo, de los héroes y las aventuras,
de los sueños y los deseos, de los ríos, los viajes, los padres… Pero no en el
pescador y no sabría explicar hoy porqué. Es cierto que para los pescadores
también el mundo, las ciudades, las ideas, los logros y también los fracasos se
van haciendo pequeños al hacernos adultos, pero no lo que vive en los río o la enorme belleza que envuelve a los torrentes, ni el tamaño y la fuerza de los
peces que toca, ni la emoción de esta nueva picada.
No sé porqué pero eso no lo perdemos. Miro el agua y los peces igual que cuando tenía doce años.
No sé porqué pero eso no lo perdemos. Miro el agua y los peces igual que cuando tenía doce años.