Nunca aspiré o
esperé que el hijo pescador se me pareciera en algo. Ya carga con su medio saco
de genética, el resto es cosa suya y si es distinto o muy distinto, pues mejor.
Su personalidad, su mundo por venir, sus experiencias, sus secretos, sus dudas,
sus pasiones son diferentes a las mías y eso me gusta.
Nos une sin
embargo la complicidad que dan los ríos y los peces. La complicidad entre un
padre y un hijo pescador es una preciosa fortuna que no tiene que ver con la
genética y sus dramas, ni con la emulación y sus impuestos, casi es azar o suerte.
Escribo aquí
las mismas palabras que he escrito esta mañana pensando en el amor profano y
sus misterios, de los que el hijo pescador va aprendiendo la música a su modo:
La complicidad se descifra apenas en un gesto, una
palabra común, una mirada, un saber que sí. Poca cosa más es el amor que
complicidad y cuerpos mutuamente hambrientos. Lo demás es literatura, toneladas
de mala, unas gotas de buena. Complicidad es la única palabra que resiste la
lupa y la balanza. Las demás son chatarra: afinidad, fidelidad, convivencia,
compañía, familia, puf… Si buscas un afín vete a una secta, si quieres alguien
fiel cómprate un perro, si necesitas borrar la soledad con convivencia no te
alejes de la tribu, si ansías compañía visita siempre un bar o una parroquia.
Pero si eres cómplice de quien amas, necesitas poco más, puedes ser distinto,
infiel, solitario a veces y a ratos muchedumbre. El amor de los cómplices es de
seda y acero, soporta el duro sol el tiempo y el frío de la historia.
La complicidad
con el hijo pescador participa también de estos sedales. Somos distintos pero
nos une el río, la pasión por pescar. La complicidad que a veces tienen dos
pescadores que caminan por orillas diferentes del torrente, cada uno a su aire, a su ritmo y sin embargo juntos.