martes

COMPLICIDAD II


Nunca aspiré o esperé que el hijo pescador se me pareciera en algo. Ya carga con su medio saco de genética, el resto es cosa suya y si es distinto o muy distinto, pues mejor. Su personalidad, su mundo por venir, sus experiencias, sus secretos, sus dudas, sus pasiones son diferentes a las mías y eso me gusta.

Nos une sin embargo la complicidad que dan los ríos y los peces. La complicidad entre un padre y un hijo pescador es una preciosa fortuna que no tiene que ver con la genética y sus dramas, ni con la emulación y sus impuestos, casi es azar o suerte.

Escribo aquí las mismas palabras que he escrito esta mañana pensando en el amor profano y sus misterios, de los que el hijo pescador va aprendiendo la música a su modo:

La complicidad se descifra apenas en un gesto, una palabra común, una mirada, un saber que sí. Poca cosa más es el amor que complicidad y cuerpos mutuamente hambrientos. Lo demás es literatura, toneladas de mala, unas gotas de buena. Complicidad es la única palabra que resiste la lupa y la balanza. Las demás son chatarra: afinidad, fidelidad, convivencia, compañía, familia, puf… Si buscas un afín vete a una secta, si quieres alguien fiel cómprate un perro, si necesitas borrar la soledad con convivencia no te alejes de la tribu, si ansías compañía visita siempre un bar o una parroquia. Pero si eres cómplice de quien amas, necesitas poco más, puedes ser distinto, infiel, solitario a veces y a ratos muchedumbre. El amor de los cómplices es de seda y acero, soporta el duro sol el tiempo y el frío de la historia.

La complicidad con el hijo pescador participa también de estos sedales. Somos distintos pero nos une el río, la pasión por pescar. La complicidad que a veces tienen dos pescadores que caminan por orillas diferentes del torrente, cada uno a su aire, a su ritmo y sin embargo juntos.