Pintura de Colin Woolf |
Todo aquel
enorme amor que sentía entonces la memoria lo ha convertido en un grano de
mostaza. Quizá menos. Más de treinta años después descubrí que esa grandilocuente frase susurrada en mi oído el día de nuestro primer beso no era suya. La encontré hace unos días, para mi sorpresa,
en un libro recién traducido. Me asombró que en ese grano de mostaza cupiese
también un recuerdo tan minucioso. Busqué su teléfono en la guía, hubo suerte.
La llamé. Llevábamos treinta años sin hablarnos. Le conté el descubrimiento en
el libro de Salter. Se reía. Me dijo que también se acordaba. Teníamos dos
granos de mostaza. Ella no se había convertido en la gran escritora que todos
creímos, era ama de casa. Yo tampoco era nada. Quedamos en vernos en el lugar
del beso. Así lo llamó ella. En esa zona del río, antes tan solitaria, hoy había
un pequeño restaurante y una zona represada para atraer bañistas. Pedimos un arroz, una botella de vino. Apenas había casi
nadie. Era fin de verano. El famoso día de los besos yo había bajado muy
temprano a pescar. Ya de vuelta casi me tropecé con ella y dos de sus amigas,
tomando el sol desnudas en un pequeño triángulo arenoso de la orilla. Había
tenido una mañana afortunada. Llevaba el cupo de truchas y todas eran muy hermosas, o a mi me lo parecían, acunadas en el bodegón de helechos de mi
cesta. Pero estaba cansado, sudoroso, apestando a pescado, avergonzado por
mirarla a los ojos y no poder dejar de ver a la vez sus preciosas tetas. Dejé en
la arena la caña, las botas, el cesto al cuidado de sus dos amigas y nos fuimos
caminando y hablando hasta la poza grande de más arriba. Me quité toda la ropa con
pudor y me tiré a nadar. El agua estaba muy fría. Ella se quedó sentada en una
de las piedras de la orilla. En mitad de la corriente se me había escapado muy
temprano una trucha muy buena. Imaginé, mientras flotaba en el agua y me dejaba
llevar por la corriente, que debía de estar allí abajo, escondida, mirándome.
Volví junto a ella. Dijo, me gusta que seas pescador. Muchos años después allí
estábamos. Me preguntó si seguía pescando, si seguía escribiendo. Dentro del
diminuto grano de mostaza recordaba con detalle su forma de besar. Se lo dije.
Se levantó. Nos besamos. Ahora besaba distinto. Nadie se parece a como es de
joven. Con los años apenas nos quedan unos pocos granos de mostaza que no sirven para aderezar nada. No nos contamos nada.
Con dieciocho los cuerpos son torpes. Hoy creo que también son muy sabios y
libres, como nunca serán después. Recuerdo bien el sol en su piel mojada, como si ese brillo viniese de
dentro.
Ahora voy poco
a este río, pero siempre que llego a la poza me acuerdo del truchón que no
logré atrapar y de su cuerpo, sus ojos cerrados mientras el sol la secaba el
frío del último baño. Ambas siguen ahí, en alguna parte. El agua está igual, las
rocas no han cambiado, continúa una brisa muy tenue rozando las hojas de los
sauces, el calor del sol me atraviesa la ropa y me toca por dentro reviviendo
una euforia primitiva y agradable. La trucha aquel día apenas tocó mi
señuelo. Se retorció, pude ver su librea oscura y su tamaño. Se fue. Se
escondió en lo más hondo del río y de mi memoria. También ella. Tenía unos
labios blandos y húmedos, muy sabrosos de besar, una lengua pequeña y dulce, el
pelo negro muy rizado, las manos sobre mi cuerpo, la voz siempre ronca.