Piensas en las palabras de E. el otro día sobre como salvar los ríos. En la gracia de encontraros entonces en persona y descubrir que ya os conocíais. Al hijo pescador le cayó bien aquel tipo tan serio que hablaba de los ríos como si conociera de ellos una parte de su alma muy secreta, una parte que sólo pudiera verse después de mucho tiempo junto a ellos mirando lo que nunca se ve, lo que hay que imaginar, la trama de la vida que fluye y lo une todo.
Esperas las lluvias y con ellas que vuelva la chispa mágica que a veces te empuja hacia delante. Mientras tanto hay que seguir, nunca rendirse. Has dejado el coche junto al puente y bajas la ladera campo a través durante mucho rato, aprovechando a veces las sendas de los animales y otros pasos nada, la intuición, la memoria de haber estado otras veces. El barranco está muy verde, cubierto de hierba alta aunque sea octubre. La bajada es complicada, con muchas rocas escondidas y sueltas. Tardas un rato en llegar hasta las ruinas del molino que durante muchos meses se encuentra bajo el agua del pantano. Ahora está como debió ser antes, con el río corriendo a su lado igual que hace cien años o doscientos. Los barbos están apostados en las orillas cortadas pero a la mínima vibración del suelo blando se esconden. Caminas muy despacio, medio agazapado, lanzando con delicadeza y arañando luego la superficie con el saltamontes de floan. Es un lugar perdido, sin cobertura de móvil, encajado entre dos paredones de granito viejo muy erosionado sobre los que crecen carrascas y jarales, retamas y algún olivo aislado que sabe dios como llegó hasta allí. Te gusta el siseo de la línea cuando está en el aire, la levedad de la caña, en apariencia tan simple y tan perfecta en su funcionalidad de objeto. Te gusta no llevar casi nada, ni siquiera chaleco, apenas un ligero arnés con dos bolsillos en los que cabe todo lo necesario. Te gusta sentir tu cuerpo cuando hace el esfuerzo de intentar lanzar lejos, esa armonía misteriosa de la que poco tiene que ver tu voluntad, la sientes casi un instinto y te alegra que así sea.
Piensas en las palabras de E. del otro día sobre como salvar los ríos. No deja de ser una forma de salvar también lo que somos, lo que soñamos, lo que de verdad es importante. Recuerdas también lo que decían los otros pescadores. Puede ser que haya tantos tipos de pescadores como personas. O tal vez no tantos. Los hay que piensan en los peces y lo que los peces les dan si hay muchos, si son grandes, si la pelea está reñida. Los hay que piensan sobre todo en los ríos y lo que el agua esconde o muestra a quién sabe mirar y sorprenderse. Pero para mirar y descubrir, el río debe de estar también detrás de tus ojos, de tu memoria, haber leído mucho sobre ellos, estudiado lo que son, lo que atesoran, lo que crece dentro y casi siempre es invisible. Hay pescadores que se fotografían con el gran pez, orgullosos de su justo triunfo. Otros en cambio se fotografían lejos, muchas veces de espaldas, sin pez ni logro. En esas imágenes se ve sobre todo el agua, la belleza extraña del momento, la luz del día, parte del bosque de la orilla y en algún lugar, sí, el pescador con su caña. Está allí, pero si no estuviera nada cambiaría. Tal vez ambos sean el mismo pescador. Entonces sube un buen barbo a tu señuelo y dejas de pensar, te gusta la fuerza, el empeño del pez, la carrera que emprende río arriba, lo templado del día, la quietud de todo, la fortuna de estar, la maravilla.
Luego sigues bajando. Ya dejaste atrás el molino derrumbado. En otro tiempo hubo allí gentes que hacían harina con la fuerza del agua de este pequeño río y luego pan caliente con la harina y luego, junto al fuego, en octubre, hablaban tal vez de peces y futuro.