¿Por qué si nuestros ojos son los
de un animal acostumbrado durante miles de años a mirar lejos hoy apenas
miramos unos pocos segundos al horizonte?
El pescador imagina que alguien ya ha inventado alguna
terapia ayurvédica que utilice el mirar lejos durante mucho tiempo como fármaco. Porque a él al menos le sirve. Se sienta en una piedra escogida, más o
menos alta, y allí descansa, almuerza, mira el río mientras bebe un poco de
café del termo, mira lejos el brillo del agua que produce la cascada de la curva,
el verde difuminado de los sauces y el verde pardo de las jaras y las encinas
del monte que obliga a doblarse al río.
Durante toda la semana anduvo
mirando letras dibujadas con luz en una pantalla, gráficos, esquemas, tablas de
números y luego mirando cerca papeles y más tarde las vidas de otros
transcurriendo en la tele. Pocas veces pudo mirar lejos, hacia el horizonte de
fuera o al de dentro, hacia el lugar donde la vista se pierde y sentimos, como
si fuera magia, un descanso profundo y perdurable. Ahora sí. Bebe con el café
este fármaco de luz, sol, frío, lejanía, su cerebro recupera el placer de mirar
muy lejos y de sentir quién es cuando deja atrás su nombre y sus oficios.
Más
tarde, mientras camina entre las piedras, al bajar a la única zona arenosa y en
apariencia muy segura, ha resbalado. Estaba en ese momento lanzando toda la
línea y no ha podido equilibrar el cuerpo y evitar acabar tumbado con la
rodilla dolorida. Mirar lejos sí, pero también al suelo. Sonríe. Luego se
pasará el resto del día cojeando. Ser pescador no es fácil, ni cómodo, ni
tampoco seguro. Como la vida entera de los que miran lejos.