Entonces era cucharillero, no se llamaba spinning, ni
lance ligero. Ahora no sabría decir muy bien qué soy con todo este arsenal de
secas intergalácticas, ninfas monster, perdigones fluorescentes o streamers con pelos de todas las razas
de ratas y conejos del mundo que lanzo atados a una seda sintética y a un hilo
con nombre de toxina mortal o de sangre de alien: "fluorocarbono". De los quince a los veinte años
había ido variando la finura del sedal y el tamaño de la cucharilla en relación
inversa a mi edad motivado por elaboradas hipótesis y complicados ensayos de
prueba-error no muy científicos. Mis diminutas cucharillas negras del número
cero que me enviaba desde NY un amigo yanki eran una rara especie mecánica que
aún no existía en las tiendas de pesca de España. Pero su efectividad era atroz
en comparación con las clásicas doradas y plateadas Celtas o Evias del número uno o dos que utilizaban todos los amigos. Yo cuidaba mucho del secreto de este hallazgo hasta el punto de cortar el
hilo cuando me cruzaba con algún pescador a pie de río.
Sólo J.
competía de poder a poder con mi cesta. Él también guardaba con usura el
secreto de su éxito truchero. Con diecinueve años ya era un gran pescador, tenía instinto y malicia. Un empeño y una energía superior a la mía en todo, en ligar, en bailar, en
pelearse a puñetazos y sin miedo en medio de la pista de la disco con
cualquiera que se atreviese a retarle. En el río era un tipo incansable, risueño, bromista.
Una noche de
sábado en la discoteca se acercó a donde estaba sentado besando los morros de una Woll-Damm e
intentado acumular suficiente valor para intentar hacer lo mismo a mi amiga. El
venía acariciando con una mano las tetas de su churri bajo el jersey de angora
y sopesando con la otra un eterno cubata de whisky con cola. Eh Soria, mañana nos vamos tú y yo a pescar del
charco de pilas para arriba, que tenemos que hablar de nuestras cositas. Vamos
a dejarnos ya de las mariconadas esas de andar escondiendo lo que usamos, que
somos colegas, ¿no?, Yo te cuento mi trampa y tu desembuchas la puta cucharilla
o lo que sea que atas al hilo, ¿te vale?. Pero de esto ni mú al resto de colegas
que luego nos joden los charcos.
Aquel día no
era demasiado temprano. La cerveza y el whisky se cobraron su renta de sueño en
su piel y en la mía. Me pasó a recoger con su 2CV destartalado a eso de las
once. Al llegar al río nos sentamos en las piedras pulidas de las pilas, cada cual con su
pequeña caña telescópica de lance en las manos, el hilo ya enhebrado en las
anillas, pero sin nada atado aún en la punta, como dos pistoleros midiendo la
distancia, aguardando quién sería el primero en disparar al otro su
secreto. Bueno Soria, cuenta, ¿qué coño
les das a las putas?, A J. le gustaba soltar palabrotas cuando estaba en la
libertad y el silencio del campo, pero nunca en el pueblo donde su padre, que
era un cafre, por cualquier nadería, le soltaba una buena somanta de hostias.
Le enseñé la
cajita con las pequeñas cucharillas azabaches. ¡Me cago en dios!, qué cabrón que eres, ¡si parecen escarabajos
nadadores!. Entonces él me mostró y explicó su secreto. Utilizaba un buldó
lleno de agua fabricado de un plástico denso que se hundía con rapidez como me
demostró en la gran poza donde estábamos. Por encima y por debajo del mismo
ataba dos grandes ninfas peludas montadas en un anzuelo del diez que parecían larvas
de libélula, su abdomen estaba brincado con una hilacha plana, metálica y rojiza que
parecía arrancada de una guirnalda navideña. La técnica era dejar que se
hundiera el buldó y recoger luego despacio esas ninfas lastradas por la bola traslúcida. Yo le regalé tres de mis diminutas
y preciadas cucharillas. Él me regaló uno de sus aparejos montados porque al
parecer no todos los buldós que vendían se hundían rápido aunque los llenases
por completo de agua. Después cogí muchas truchas con su truco y él con el mío.
A pesar de la insistencia y el empeño de otros amigos pescadores nunca, ninguno
de los dos, le contamos a nadie estos secretos. Luego viví con J. alguna otra
aventura de pesca, chusca, exitosa y memorable que he contado hace tiempo en este
blog. Algo más tarde descubrí que muchos pescadores suecos utilizaban aparejos
parecidos al de J. para lanzar sus ninfones muy lejos y coger grandes truchas
en el Kultsjöan. En el mar es un aparejo muy frecuente.
Han pasado
treinta y tres años desde aquella mañana de resacas y descubrimientos. Estos
años de después la vida de J. no ha sido muy fácil, drogas, robos, cárcel. No he
vuelto a verle desde entonces. Pero no he podido olvidar la pasión con la que buscábamos señuelos y estrategias nuevas y secretas para engañar a las truchas, ni su sonrisa
arrogante y pícara cuando mostraba a los amigos la cesta repleta y la forma en
la que soltaba con retintín esa frase tan suya: “Dejad de preguntar, si es que no sabéis ná”. Ojalá J. siga
pescando.
Hoy he
encontrado en el fondo de un viejo chaleco una caja con una de aquellas
diminutas cucharillas negras. Ahora me digo mosquero
y tengo cajas preciosas llenas con secas delicadas, ninfas hiperrealistas,
perdigones con cabeza de tunsgeno y streamers de nombres poéticos pero tal vez
no haya pasado de ser aquel cucharillero adolescente de entonces.