Le brillaban los ojos. Apagó las luces de la sala de acuarios y
volvió a subir donde estaba reunido el equipo. Todos le aplaudieron y volvieron
a llenar las copas de champán. El extracto de la investigación saldría al final
de la semana en Nature. Era el resultado de veinte años de trabajo de un
peculiar equipo interdisciplinar de biólogos, bioquímicos y médicos, dinero
público, algo de azar y mucho esfuerzo anónimo. En la fiesta también estaba
Eli, ya jubilado, el entomólogo que había descubierto el raro endemismo de
tricóptero en aquella pequeña garganta de Gredos y que con su saber había
logrado con éxito reproducir en los acuarios el insecto en grandes cantidades.
Sólo la larva hembra, en las primeras fases de crecimiento, producía la extraña
y complicada proteína, su potencia morfogenética parecía invulnerable a
cualquier biotoxina o metal pesado, sin embargo el bicho era muy delicado y
cualquier cambio en los niveles de oxígeno, acidez del agua o variación térmica
en las siguientes fases de crecimiento larvario acababan con él. Junto a Eli estaba en la fiesta Patricio, el
bioquímico que había logrado depurar la proteína hasta hacerla
farmacológicamente potente. A pesar de sus ochenta años y su reluciente rapado
bebía champán como uno más rodeado de sus colegas treinteañeros de pelo largo y
algún piercing en la ceja. El único problema era la imposibilidad de sintetizar
artificialmente la molécula, pero al menos habían logrado con éxito la
reproducción del animalillo en los más de treinta acuarios que burbujeaban
abajo en el semisótano, controlados por los programas de dos servidores en
redundancia, protegidos por sistemas auxiliares de alimentación para evitar el
desastre de un corte de luz o cualquier otra contingencia.
Aunque el artículo para Nature apenas tenía tres mil palabras, la
investigación completa ocupaba tres terabits de datos que podían resumirse en unas
pocas palabras importantes: una proteína que fabricaba en sus primeras fases
larvarias una variedad endémica de tricóptero producía el suicidio de las
células cancerígenas de los tumores de pulmón más frecuentes. La dosis del
compuesto se inoculaba al paciente con facilidad por vía intravenosa, el
tratamiento apenas duraba un mes y los efectos secundarios eran mínimos. En las
pruebas clínicas se habían curado el ochenta y dos por ciento de los casos.
Pusieron en el proyector al héroe del asunto, su aspecto era feo, anodino, una
mariposilla sin gracia, grisácea amarronada, que cualquiera hubiera matado de
un manotazo confundiéndola con una polilla o un mosquito. La larva escondida en
su tubo de piedrecillas y palos no era menos sosa y fea. Todo aplaudieron a
rabiar la imagen del bicho en la pantalla.
Alvar, el jefe del equipo, rogó silencio, explicó que hasta la
publicación del artículo toda la investigación debía guardarse en secreto. Amaba
aquel tricóptero, no sólo por la celebridad que daría el fabuloso descubrimiento
sino porque aquel animalillo sin importancia había salvado la vida a su hermano
mayor, enfermo de cáncer de pulmón, que
había participado en la prueba clínica experimental y se había curado. Con él precisamente
había quedado al día siguiente para ir a pescar truchas a la pequeña garganta
usando, para más gracia, unas imitaciones de trico que les había hecho para la
ocasión un amigo de la universidad, profesor de matemáticas y excelente montador
de moscas salmoneras.
Salieron hacia el arroyo un precioso amanecer de julio. El resto
del equipo también había tomado unas merecidas vacaciones salvo Rafa el becario
y Eli, que tras el fin de semana de descanso, seguirían visitando por turnos el
laboratorio para echar un ojo a los acuarios y evitar cualquier complicación.
Cuando Alvar y su hermano, a eso de las diez de la mañana, llegaron
a la gargantilla se quedaron helados, mudos, aterrados. El cauce estaba seco.
Alvar, como loco, recorrió toda la orilla río arriba durante varios kilómetros.
Descubrió algunas bombas y regatos que nacían en pequeñas represas hechas con
piedras y plásticos y que extraían toda el agua del río para regar prados y huertas
de cerezos. Encontró una azada grande al pie de uno de los árboles e intentó
cerrar aquella sangría pero el mal ya estaba hecho. Sin agua, todos los peces y
los invertebrados del río estaban muertos. Por suerte tenía en el móvil el número
de teléfono de uno de los responsables de la confederación hidrográfica. Aunque
era sábado el tipo cogió el teléfono y escuchó con paciencia los exabruptos,
gritos e insultos que soltaba Alvar por la boca. Antes de colgar por sus
impertinencias le contestó, sin tener delante el dato exacto, que seguro que era extracciones de agua
autorizadas y, si no era así, ya se pasaría la semana que viene su personal por
allí para inspeccionar el problema, que no era para tanto, que ya llegaría la
primavera y el río volvería a llenarse, que seguro que más abajo, o más arriba
se criaba el dichoso "bichito de los cojones".
Ese mismo sábado, en otro lugar, un aburrido técnico desconectaba
un pequeño interruptor y precintaba la pieza de plástico con un alambre y un
plomo. Semanas antes, el director general de universidades, debido a la crisis,
había tenido que firmar los recortes en algunas áreas de investigación. Al
equipo técnico de expertos que había auditado y analizado cada uno de los
proyectos financiados con dinero público le había parecido una idiotez esa
historia de la cría de tricópteros en treinta acuarios. La cadena de decisiones
burocráticas había llegado hasta el dedo del encargado de cortar el suministro
eléctrico que daba energía a la sala de acuarios. Tras el corte los ordenadores
activaron los sistemas eléctricos de respaldo. Los oxigenadores y el resto de
soportes de la refrigeración siguieron funcionando las seis horas de autonomía
que les daban las baterías. Cuando el domingo por la mañana, tras una merecida
noche de fiesta con la novia, se pasó Rafa el becario a echar un ojo prosiaca se quedó acojonado. La planta
de arriba, la de los laboratorios, tenía electricidad, pero el semisótano
estaba a oscuras y sólo se escuchaban los monótonos pitidos de alarma de los
sistema de respaldo ya descargados. Buscó una linterna, apuntó uno a uno a los
acuarios, tenían el agua algo turbia y todas las larvas estaban inmóviles, muertas.
Se acercó al gran terrario lleno de plantas donde estaban los insectos adultos,
la zona se había caldeado demasiado, el sol de julio daba con con fuerza en el
muro de hormigón del edificio. Sin el sistema de refrigeración que mantenía
fresco y húmedo el ambiente todos los tricópteros adultos también habían
muerto.
Tras la publicación del artículo en Nature se armó un revuelo
enorme. Unos y otros delegaban la responsabilidad de aquel absurdo desastre:
regantes, confederación, políticos, técnicos ¿quién era el culpable?. Cuando
llegaron las primeras lluvias del otoño, en invierno y luego en primavera, muchos
días, días enteros, Alvar, Eli y Patricio prospectaron las gravas del arroyo
con las esperanza de encontrar alguna pequeña larva superviviente del raro insecto
endémico. Nada. Sólo era una pequeña garganta que se secaba en verano, sólo era
un pequeño bicho más que se extinguía. Los tres amigos, en silencio, se
sentaron agotados sobre las piedras pulidas de la orilla.
Notas:
La película “los últimos días del Eden” (1992) trata mucho mejor que el autor la idea de este relato.
Cada año se extinguen miles de especies animales y vegetales por
culpa del llamado “desarrollo”. Su perdida es irrecuperable.
Este año muchas gargantas se han secado
por completo, no tanto por la ausencia de lluvias como por la explotación de
los recursos hídricos sin tener en cuenta caudales ecológicos mínimos.
La inversión en investigación ha caído en
los últimos 4 años un 40% . Datos de PGE46 (Presupuestos Generales del Estado,
programa 46 de I+D+i civil) 2014