1927. Los dos niños se sientan sobre el tronco deforme de un chopo que se inclina hacia el agua y permite pescar a varios metros de la orilla. El agua es tan transparente que pueden verse como en un acuario a los peces apostados en diferentes niveles, nadando despacio río arriba y río abajo en busca de comida. Valentín mete con cuidado la mano en la lata y saca un saltamontes pardo y otro verde.
—Elige —me dice.
Cojo el oscuro por detrás de la cabeza porque no soporto que me muerdan los insectos. Valentín me acepta esas pequeñas cobardías que en otros amigos merecerían el más profundo de sus desprecios. Él se deja morder por las hormigas agitando un palo dentro del hormiguero y poniendo después su mano encima, por las lagartijas que cogemos en las tapias de los huertos y hasta por los lagartos de cabeza azul que atrapa- mos en la garganta con un trozo de caña y un lazo corredizo. Los animales cuando muerden se ciegan en su venganza y Valentín los deja libres, pero ellos siguen aferrados con sus dientecillos de sierra al dedo menudo y calloso de mi amigo, aunque este haga remolinos en el aire con el brazo no se le sueltan.
Ensarto el saltamontes con cuidado en el caparazón que une la cabeza con el cuerpo, así el cebo no se muere y puede durar mucho tiempo agitándose sobre la superficie del agua, intenta volar en busca de una repentina libertad que no tendrá nunca. Los peces suben sin miedo a por el estúpido bicho que se les ofrece sin sospechar la trampa, cuando alguno atrapa el saltamontes hay que dejar unos segundos que se lo coma bien antes de pegar el tirón y engancharlo.
A pesar de la mueca de dolor que le produce la malaria, quieres recordar la expresión feliz de Valentín en aquel tiempo, la superficie del río es ahora un espejo perfecto donde se repiten los árboles, las garzas, los milanos planeando, las estribaciones de Gredos aún nevadas, la vida que te asombra, la huida de un pato cuando nos ve, la libélula roja que se posa en la punta de tu caña por un instante y parece hecha de metal y fuego, el salto de los peces rompiendo la quietud, los galápagos soñolientos que toman el sol en la orilla. Recuerdo ese preciso lugar, el olor del río, el sol que comienza a calentarme la espalda, una palabra que se me escapa en voz alta que me identifica como un ser extraño, distinto, humano y único entre el murmullo de ruidos del campo. Me asombra mi cuerpo tan sabio, más sabio que yo, mis manos morenas sostenen el peso de la caña y hacen el ángulo preciso entre el hilo y el puntero, el sabor acuoso y verde de los barbos que matamos de un mordisco en la cabeza antes de lanzarlos a la orilla. Aquel día subió del fondo un barbo enorme, pudisteis ver con claridad cómo subía y se iba haciendo cada vez más grande hasta nadar justo detrás del saltamontes verde de Valentín con el lomo casi fuera del agua, pero no mordió el engaño, ladeó su cuerpo antes de hundirse y vimos cómo su ojo amarillo nos miraba, yo imaginé que con desprecio.
Ahora tus manos son nervudas y están manchadas. Muchas veces, cuando bajáis a pescar, deseas imaginar que el pez que tira de la caña y sigue sacando hilo del carrete es el mismo animal de entonces y que Valentín Quintas achina los ojos para intentar ver el remolino a lo lejos antes que el pez saque su cuerpo de oro viejo del agua en un salto formidable y rompa el hilo que le une a su voluntad.
—¡La frontera, ya está ahí la frontera!
* * *
Se
ha desgastado su sonrisa en el papel fotográfico, pero no en su memoria. Ella
tal vez no sabrá nunca que gracias a su gesto y su leve sonrisa Valentín desea
sobrevivir, vencer la fiebre y volver a la vida.
—Hans, haznos una foto que quiero enviársela a un amigo de Praga —dice Olga.
Ahí está la foto, encima del escritorio de jacarandá que te fabricó Gonçavez. Ella y tú sonriendo felices junto a una de las esfinges de piedra de la entrada del Capricho. Ambos con boina, abrazados. Olga con un chaleco largo y sin mangas de piel y tú con una cazadora de paño pardo. Olga nunca tuvo esa foto entre sus dedos pero tú, treinta años después, recibiste un sobre con remitente mexicano de un tal Juan Guzmán. Dentro del sobre está esa foto y detrás unas pocas palabras del viejo barbudo Hans:
“Me ha costado mucho encontrarte, tú no lo sabes, pero ella me pidió que hiciera esta foto para ti, un abrazo. Juan Guzmán”.
Hans Gutmann, aquel jovenzuelo que llegó como brigadista desde Berlín donde trabaja de iluminador, se casó con una española y se exilió en México. Había sido uno de los mejores fotoperiodistas de la Guerra Civil y luego lo fue de toda la vida cultural mexicana. Teodoro sabe que Valentín Quintas también guarda una foto de Juan. Es la fotografía de una mujer de la que Valentín se enamoró hace más de veinte años aunque nunca la vio en persona.
—Eso es amor y lo demás historias —se burla Gonçal- vez.
La fotografía está recortada de una revista de las Juventudes Comunistas y aunque la ha cuidado y protegido durante todos estos años el papel ha aguantado mal la humedad de la selva, y apenas se ve ya el rostro de la mujer.
—¿Por qué te gusta esa hembra si puede saberse? —le pincha Gonçalvez— ¿no prefieres estas mozas?
Y le enseña las mujeres desnudas de una revista pornográfica. Valentín se enfada y sale a dar una vuelta con la escopeta ahora que se ha ido la fiebre.
—A ver si cae algún pajarraco —murmura.
En Brunete, en Guadalajara, en Pandols, en la carretera que bombardean los fascistas camino de Port Bou, en el campo de concentración de Argelès o aquella noche que se le volcó la canoa en medio del río crecido lleno de pirañas, caimanes, remolinos y troncos a la deriva es el mismo Valentín, el niño sabio que engaña a las torcaces y a los barbos, que sólo cree en lo que puede ver y tocar con sus dedos pequeños y callosos y que se atreve decir a Don Emilio el cura:
—Yo a usted le respeto porque da a mi madre un duro del cepillo pero todo lo que cuenta de Dios es mentira. Dios no existe, es un invento de los curas para vivir del cuento.
El joven cura se queda mudo frente a los veinte niños de la escuela y no dice nada.
El Valentín valiente y seguro de la ponzoña en la que está embebida la piedra que le ha regalado el tío Leandro para que pueda acabar con La Lagarta, el joven miliciano siempre armado hasta los dientes que es capaz de pegar un balazo a un fascista a trescientos metros y lanza las granadas con una honda de cabrero y que nunca, ni siquiera cuando se pudría de fiebre en Argelès creyó que la guerra estaba perdida, es el mismo muchacho enamorado de una imagen, de una sonrisa, de una mujer desconocida que recortó de una revista al principio de la guerra.
—Debe ser comunista, pero no me importa —afirma.
Valentín no sabe que la mujer se llama Marina Jinesta y que hace calor en Barcelona esa tarde de Julio del treinta y seis sobre la terraza del Hotel Colón en la que Hans hace la foto apenas unos días después del levantamiento. A Hans también le gustó Marina. Su melena corta revuelta por la brisa del mar, su camisa de hombre remangada, sus pantalones de peto, el mosquetón prestado al hombro y sobre todo su gesto de orgullo seguro sobre los tejados de la ciudad, de miliciana armada y dispuesta a luchar junto a los camaradas contra el fascismo y contra la opresión que sobre las mujeres imponen los estados, las iglesias y la historia.
—Hans, haznos una foto que quiero enviársela a un amigo de Praga —dice Olga.
Ahí está la foto, encima del escritorio de jacarandá que te fabricó Gonçavez. Ella y tú sonriendo felices junto a una de las esfinges de piedra de la entrada del Capricho. Ambos con boina, abrazados. Olga con un chaleco largo y sin mangas de piel y tú con una cazadora de paño pardo. Olga nunca tuvo esa foto entre sus dedos pero tú, treinta años después, recibiste un sobre con remitente mexicano de un tal Juan Guzmán. Dentro del sobre está esa foto y detrás unas pocas palabras del viejo barbudo Hans:
“Me ha costado mucho encontrarte, tú no lo sabes, pero ella me pidió que hiciera esta foto para ti, un abrazo. Juan Guzmán”.
Hans Gutmann, aquel jovenzuelo que llegó como brigadista desde Berlín donde trabaja de iluminador, se casó con una española y se exilió en México. Había sido uno de los mejores fotoperiodistas de la Guerra Civil y luego lo fue de toda la vida cultural mexicana. Teodoro sabe que Valentín Quintas también guarda una foto de Juan. Es la fotografía de una mujer de la que Valentín se enamoró hace más de veinte años aunque nunca la vio en persona.
—Eso es amor y lo demás historias —se burla Gonçal- vez.
La fotografía está recortada de una revista de las Juventudes Comunistas y aunque la ha cuidado y protegido durante todos estos años el papel ha aguantado mal la humedad de la selva, y apenas se ve ya el rostro de la mujer.
—¿Por qué te gusta esa hembra si puede saberse? —le pincha Gonçalvez— ¿no prefieres estas mozas?
Y le enseña las mujeres desnudas de una revista pornográfica. Valentín se enfada y sale a dar una vuelta con la escopeta ahora que se ha ido la fiebre.
—A ver si cae algún pajarraco —murmura.
En Brunete, en Guadalajara, en Pandols, en la carretera que bombardean los fascistas camino de Port Bou, en el campo de concentración de Argelès o aquella noche que se le volcó la canoa en medio del río crecido lleno de pirañas, caimanes, remolinos y troncos a la deriva es el mismo Valentín, el niño sabio que engaña a las torcaces y a los barbos, que sólo cree en lo que puede ver y tocar con sus dedos pequeños y callosos y que se atreve decir a Don Emilio el cura:
—Yo a usted le respeto porque da a mi madre un duro del cepillo pero todo lo que cuenta de Dios es mentira. Dios no existe, es un invento de los curas para vivir del cuento.
El joven cura se queda mudo frente a los veinte niños de la escuela y no dice nada.
El Valentín valiente y seguro de la ponzoña en la que está embebida la piedra que le ha regalado el tío Leandro para que pueda acabar con La Lagarta, el joven miliciano siempre armado hasta los dientes que es capaz de pegar un balazo a un fascista a trescientos metros y lanza las granadas con una honda de cabrero y que nunca, ni siquiera cuando se pudría de fiebre en Argelès creyó que la guerra estaba perdida, es el mismo muchacho enamorado de una imagen, de una sonrisa, de una mujer desconocida que recortó de una revista al principio de la guerra.
—Debe ser comunista, pero no me importa —afirma.
Valentín no sabe que la mujer se llama Marina Jinesta y que hace calor en Barcelona esa tarde de Julio del treinta y seis sobre la terraza del Hotel Colón en la que Hans hace la foto apenas unos días después del levantamiento. A Hans también le gustó Marina. Su melena corta revuelta por la brisa del mar, su camisa de hombre remangada, sus pantalones de peto, el mosquetón prestado al hombro y sobre todo su gesto de orgullo seguro sobre los tejados de la ciudad, de miliciana armada y dispuesta a luchar junto a los camaradas contra el fascismo y contra la opresión que sobre las mujeres imponen los estados, las iglesias y la historia.
Escribiste
a Hans al día siguiente de recibir tu fotografía:
“Querido amigo, ¿podría enviarme la
copia de una foto que usted hizo a una miliciana en la terraza del Hotel
Colón?”.
Le
cuentas la historia de Valentín. Su extraño amor platónico que le ha salvado la
vida cuando estaba ya todo perdido y sólo la mirada de esa mujer le ha salvado
de pegarse un tiro muchas veces. Un mes después Valentín Quintas recibirá un
sobre con franqueo mejicano y dentro una fotografía grande y brillante en buen
papel Kodak de Marina Jinesta con una dedicatoria que ha escrito la mujer de
Hans: “Para mi desconocido amigo
Valentín. Un beso de Marina Jinesta”.
Valentín nunca te preguntará nada del envío. No
necesita porqués. No quiere saber cómo ha llegado esa imagen desde tan lejos
hasta una casa perdida en medio de la selva amazónica, no lo necesita. A veces
sueña, fantasea con volver a Barcelona y buscarla sólo para saber que existe,
que es verdad su piel y su mirada orgullosa.
—Es comunista, seguro, pero no me importa.
http://www.rtve.es/alacarta/audios/mujeres-malditas/mujeres-malditas-marina-ginesta-04-12-19/5459228/
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