(I) Estos potlatch
veraniegos harían las delicias de Veblen y Sombart. La emulación y la
aspiración a lo definido como lujo, exquisito, exótico o remoto satura la
propaganda vacacional y el buzoneo colorín con playas llenas de arena de
arrecife y cocoteros, hoteles con piscina infinity lapislázuli, remotos viajes
al confín asiático o al equinoccial caribe. El consumidor necesita sentir
encima, bien clavada, la etiqueta de la felicidad, probar que puede derrochar siquiera unos pocos días pagando el precio que sea de otro
contrato basura. Marx también alucinaría en este siglo XXI en el que todo ya es
mercancía, en el que no hay ningún espacio de intimidad, comunicación o afecto
en el que no haya un intermediario robando pequeñas o enormes plusvalías.
Pero al lado de casa tengo lingotes de oro y selvas pequeñas a salvo de los Lope de Aguirre del negocio, sólo para mí. Gratis.
Pero al lado de casa tengo lingotes de oro y selvas pequeñas a salvo de los Lope de Aguirre del negocio, sólo para mí. Gratis.
(II) En España, en 1918 se
aprobó la ley que concedía 15 días de vacaciones a los funcionarios públicos.
En la Constitución de 1931, con la Segunda República, se aprueba una Ley
laboral que logra una semana de vacaciones al año a todos los asalariados (tras
la dura y larga Huelga de la Canadiense de 1919 se había conseguido la jornada
de ocho horas que convirtió a España en el primer país del mundo en
establecerla por ley). No, el tiempo para el ocio diario, semanal o anual, las
vacaciones, nunca fueron un regalo fácil, costó mucha lucha y mucha sangre. Hoy
disfruto de este tiempo para “la pereza” que diría Lafargue y agradezco a todos
esos luchadores generosos estas horas de soberana libertad, agua pura y plata
vieja en forma de pez.
(III) Al pescador le gustan los caminos
poco transitados, las sendas perdidas, las rutas invisibles. Pero entiende el
interés gregario de la gente por hacer el Camino de Santiago o la Vía de la
Plata, esa complicidad que nace de caminar con otros desconocidos que acaban
siendo amigos, el rito iniciático y toda la turistización de la cosa. Pero él
prefiere la soledad del agua. Su sueño de camino, su aspiración, sería recorrer
un río pescando desde su desembocadura marina hasta
su nacimiento en las cumbres. Un río que no estuviera encarcelado por presas ni
herido por ponzoñas. Caminar corriente arriba durante días y días, ligero de
equipaje, con la caña en la mano y pararse a descansar en los pueblos que
decidieron hacer el hogar junto a sus aguas respetando su cauce y su destino.
No sabe el pescador si aún existe algún río así en España,
pero ese sería su camino ideal, desandar la vida que da el agua sabiendo que
las riberas son siempre lugares difíciles para caminar y que tardaría por tanto
mucho tiempo en llegar al nacimiento. Menudas vacaciones.
Hay quienes aspiran a caribes arenícolas, exotismos
tailandeses, metrópolis pintorescas o salvajinas safarianas, comodidad y foto
de revista. Pero su sueño es sólo ese. Pescar río arriba sin parar,
comprendiendo porqué algunos peces viven y necesitan ese viaje hacia el mar de
ida y vuelta, descubriendo como va cambiado el paisaje, la fauna, el horizonte,
la temperatura y el bosque a medida que ascendemos de lo salobre a lo dulce.
Además ir río arriba no tiene pérdida aunque no existan caminos o indicaciones
hechas con conchas peregrinas, basta seguir la filigrana del agua, su escritura
barroca sobre la tierra salvaje, sólo hace falta leer todo esos signos que
fueron tallados durante muchos años para que fueran leídos por los que
entienden. Esa es mi senda del peregrino.
(IV) Nada sabe mejor que una
cerveza casi helada a eso de las siete de la tarde, mientras esperas a que
comience un rato de sereno en la poza la Vena. Has llevado, para vivir este
lujo, un pequeño termo en el que caben dos latas que has escondido a la sombra
del helechal junto al chorro. Luego te has metido en el agua, has nadado con
temor infantil a monstruos y ondinas hasta la cabecera, sintiendo las capas de
agua más cálidas y luego las más frías acariciando tus pies. Te has sentado entre las piedras, donde rompe la
corriente, en esa pequeña piscina de burbujas que conoces tan bien, has
extendido la mano, sacado una de las latas, la abres con mimo y das un trago
muy largo hasta sentir casi dolor en la garganta. Entonces la has visto salir
de lo oscuro y cebarse a un torpe saltamontes verdoso que ha caído entre dos
hojas de sauce. Pero no has saltado deprisa para montar la caña, atar al sedal
un señuelo peludo y lanzar ahí sobre el agua negra que sin duda la esconde. Has
seguido bebiendo despacio, entrecerrando los ojos, comenzando a sentir el frío
placentero en la espalda y luego te has puesto al sol para secarte y beber la
segunda cerveza. Pasan libélulas rojas, tábanos grandes que hoy te perdonan,
caballitos azules, varias veces un martín y luego una tórtola. Nada sabe mejor
que un gran sorbo de tiempo bien frío en medio del calor de Junio y la certeza
de tener ahí delante una trucha, que tomará tu engaño o no, pero eso es ahora
algo nimio. Ya la cazaste antes mientras descansabas bajo del chorro, bebiendo
ese primer trago largo, con los ojos casi cerrados, el corazón leve y la
belleza entera del mundo a tus pies. Exageras, claro. Habrá más belleza por
ahí, en otras partes.