“Desolación de la
quimera” decía el amigo Luis. Y sus primeros versos
parecen hoy cortados a medida : “Todo el
ardor del día, acumulado / En asfixiante vaho, el arenal despide. / Sobre el
azul tan claro de la noche / Contrasta, como imposible gotear de un agua, / El
helado fulgor de las estrellas, / Orgulloso cortejo junto a la nueva luna / Que, alta ya, desdeñosa
ilumina / Restos de bestias en medio de un osario (…)” Cortaron a ras la joven encina para leña, tal vez para hacer picón
que se vendió con unos céntimos y luego calentó en algún brasero de un hogar
autárquico y helado. El embalse anegaría las dehesas, bosques de robles,
carrascas y alcornoques, perdidos y huertas, olivares y frutales, secanos y
barbechos de ese horizonte sumergido, así que se dio desveda para arrasarlo
todo aunque apenas dio tiempo a cortar unos pocos árboles de las más de siete
mil hectáreas que cubriría el agua a partir de ese año. El NO-DO número 1.173
el 28 del IV del 1965, con el embalse ya lleno hasta los topes, da cuenta de la
inauguración del “salto de Valdecañas” por parte de Franco, su señora de
madrina del sarao y el pájaro de Fraga sonriendo, con discursito de José María
de Oriol, el dueño de la cosa y de lo que la cosa iba a generar con el agua de
todos a partir de entonces y hasta el fin de los tiempos.
La quimera tramposa del franquismo sigue muy viva en todos estos
pagos. Quimera, Χίμαιρα, hija de Tifón y de Equidna, que vagaba por las
regiones del Este aterrorizando gentes y engullendo animales. Hoy las tierras
de alrededor del erial que es el embalse son secarrales y montes para caza,
secanos miserables que viven de la PAC y miles de tocones de encinas
centenarias fosilizados por el agua y el sol de las sucesivas subidas y bajas
del nivel al albur del negociete hidroeléctrico. Hay poco regadío y el agua se
escatima hasta a los pueblos de alrededor que sufrieron el expolio. Las cuernas
calcinadas encontradas representan muy bien el valor para algunos de este
paisaje por el que caminamos. El agua empantanada
ha convertido en pedregal y arena muerta el suelo que pisamos, la cubierta
fértil de la tierra hace ya muchas décadas que yace en el fondo del embalse
junto con las miasmas de Madrid, Toledo, Talavera y cuantos pueblos vertieron
al río sus deshechos durante estos cincuenta y siete años. Frente a nosotros
brilla algún coche de lujo aparcado en una calle de la llamada “Isla de Valdecañas”.
El estropicio es perfecto. Del río no queda nada. Tampoco del progreso que
prometía aquel NO-DO, salvo la momia disecada del general golpista, el chorro
de millones que engorda algún bolsillo y la rara belleza que a veces propicia
el cielo, las escamas del pez o estar en compañía del hijo pescador y de mi
hermana. Me quedo con la quimera de Cernuda, con su desolación y su memoria.