Había ahorrado lo suficiente así que se despidió de la mina. España
estaba revuelta pero más peligro veía en Alemania. Cuando había subido a
Berlin en marzo, su jefe de departamento en la empresa de exportación
de wolframio lucía una llamativa insignia y se había dejado crecer un
extraño bigote. Sentía que todo volvía a repetirse. Pronto el mundo
volvería a oler igual que aquella trinchera del Somme. Había perdido a
todos sus amigos en aquel barrizal de Le Transloy y entre sus cuerpos
pudriéndose había perdido también todas esas palabras: patriotismo,
gloria, valor, honor, destino, raza, orgullo. Sólo los ríos turbulentos y
limpios le daban paz, sólo tocar el cuerpo escurridizo de los grandes
peces le hacía sentirse un hombre de verdad libre. Sobre todo los
grandes barbos comizos que engañada con moscas de salmón a la salida de
las corrientes violentas del Tajo.
Un compañero que había estado
en los pozos de Irak le había hablado de los grandes barbos que
habitaban el Tigris y Jim Corbett, a quién había conocido en la guerra,
le describió aquellos elegantes peces de escamas doradas que se atrevían
a nadar en los turbulentos ríos que bebían del Himalaya. Y ahí estaba
con sus cañas y su bicicleta. Pescó primero el Mangar en un afluente del
Tigris tras aquel viaje larguísimo desde Estambul en el destartalado
Baghdad Railway. Ahora, dos meses después, después de esta última semana
encima de un mulo, siempre nervioso por el olor de las fieras, andaba
tras su primer Golden Masheer en el río Sarjú como le había apuntado en
un viejo mapa del ejército Corbett,
Lanzaba el sedal en oblícuo como si estuviera en el Dee y luego recogía a pequeños tirones una gran mosca montada en faisán dorado y pelo de ternero blanco. Cuando clavó el primer Masheer parecía que hubieran atado al final de la línea un tren. Media hora después consigió aorillar el gran barbo de oro en un arenal propicio. Entonces vio al tigre.
Lanzaba el sedal en oblícuo como si estuviera en el Dee y luego recogía a pequeños tirones una gran mosca montada en faisán dorado y pelo de ternero blanco. Cuando clavó el primer Masheer parecía que hubieran atado al final de la línea un tren. Media hora después consigió aorillar el gran barbo de oro en un arenal propicio. Entonces vio al tigre.
PD: Sigue pendiente un viaje al hoy Corbett National Park y toda esa zona
frontera con Nepal, aún salvaje y practicamente deshabitada, de los ríos
Sarju, Kosi, Kali... para intentar ver a los últimos tigres y pescar a
mosca el precioso Golden Masheer. Pocos hicieron tanto por proteger la
vida salvaje de la India como Jim. Pocos conocían con tanta profundidad a
los grandes felinos. Corbett además nacio allí, en Naini Tal, a los
pies del Himalaya. Todos sus libros los escribió y publicó ya muy viejo y
destilan una sencillez, una precisión y una belleza que ya no se
encuentra. Pocos conocen que Jim Corbett era además un excelente
pescador a mosca.