Los que a veces la vimos de cerca, lo sabíamos. Ese valor, el privilegio, lo extraordinario. La joya, el perfume, la caricia de una hora de libertad, un día de vida entero y tuyo, o compartido, regalado, lento, no obligado. El simple placer de estar ahí, de leer una página perfecta, de tocar el cantueso, de caminar al aire.
A los que la miraron yo los detecto pronto, ese punto de arrogancia, casi de chulería, de me-importa-una-mierda-lo-que-me-digas o digan de mí, o de cualquier cosa. Esa sonrisa grande de placer sin reservas, la forma de afirmar y de negar, de perder el tiempo o de ganarlo, de apartarse de carreras, largosplazos y aplazamientos, su forma de escribir, de llenarse de río, de estar en silencio. Son los que fueron y volvieron, o los que vieron no volver al hijo, al padre joven, a la amiga, al amor. Nunca están amargados, sonríen casi siempre y tienen, ahí en el fondo, esa chispa tan rara. Por aquí también hay. Los admiro, quiero y respeto. Me da igual lo mucho que saquen los pies del tiesto o por eso. Casi todo lo que escriben vale e importa, y hasta cuando no vale, me importa.
Ahora “la peste” nos ha mostrado a todos lo que tiene valor. Nos ha enseñado lo que era precioso y nuestro, y lo que era apenas decorado, paja, nada. Eso que era tan evidente para algunos, ya antes.
A veces he vivido por otros, he pescado por otros muchas horas, teniéndolos presente, no olvidando, brindando por ellos con mi vino y mi tiempo. Diciéndome: no gastes lo escaso, derróchalo en esto que te gusta y que a él tanto le gustaba. Ya sabes, te dijo (y fue lo último), disfruta. En esa palabra lo concentraba todo: leer, mirar lejos, pasear por la intemperie, comer lo rico, cocinar para quien quieres, besar con deseo, reír con ganas, pescar mucho, saborear la cerveza, hablar con el hijo de cualquier cosa.
Estos días “la peste” me han recordado de nuevo todo eso, tan fácil de olvidar en cuanto la vida cotidiana, más o menos normal, arranca otra vez hacia su aullido interminable, su prisa, obligaciones y apariencias.
El primer día que vuelva al río lo haré con ellos, por ellos, para decirles que no les olvidé y que este placer del agua, la dicha del torrente, del derroche de vivir con arrogancia, lo aprendí en su compañía y que también he querido enseñárselo a mi hijo el pescador. Para todo lo demás ya está la escuela.