jueves

APRENDER



Por fin la lluvia  ha limpiado los cauces de mis gargantas y baja el agua limpísima hasta las Tres Juntas. El musgo se despereza, las amanitas y los boletus comienzan a salir y bajo las piedras se esconden mis truchas acechando pececillos y larvas de libélula.

Muchas veces dudo qué puedo enseñar a mi hijo el pescador. Tengo la certeza de que sólo los ríos pueden ser los maestros y no las palabras de un padre, ni su experiencia, ni sus sueños. Muchas veces imagino al hijo pescador, con diez años más, acercándose ya sin mi a estos ríos, muy de mañana, sintiendo que sus pasos entre los helechos son los primeros del mundo y que el aire, frío y transparente ha nacido esa mañana de las hojas del bosque sólo para él. Me es fácil imaginarle metido en el agua, atravesando con prudencia y valentía los lugares difíciles y pescado truchas grandes en los mismos pozos profundos en los que yo las pescaba con veinte años menos. Es verdad, poco puedo enseñar a mi hijo el pescador de los ríos y de la vida. Pero al menos, y eso es lo que de verdad me hace feliz, le acompaño ahora a pescar, le ayudo a cruzar cuando las gargantas están broncas en marzo y sonrío junto a él cuando saca un gran pez o cuando nos sentamos muy cansados sobre la roca grande del charco La Vená a tomar el bocadillo y a bebernos el tiempo.

En invierno se aman las truchas, se burlan del frío y de los bosques dormidos, y tras el desove juegan a ser más grandes y más sabias. En invierno pienso mucho en mi hijo el pescador, en esos días tan brillantes de finales de junio en los que mis ríos son de verdad un paraíso. Caminamos despacio, concentrados en el sedal y el señuelo. En días así se aprenden muchos secretos importantes para saber vivir luego muchos inviernos, muchos años, muchos silencios.

No deseo casi nada, no tengo ambiciones. 

Pero desearía pescar con él dentro de diez años. Ese es de verdad casi mi único sueño.

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