Baja con prisas por la trocha. No mira el suelo aunque los brezos y los helechos crecidos esconden el camino a medias pedregoso a medias embarrado. No puede resistirse a bajar rápido la cuesta para estar cuanto antes junto al agua con la seda ya volando. Le gusta esa sensación de urgencia, sentir la necesidad de llegar cuanto antes a pie de río. También le gusta ser moroso cuando está en la cama con ella, recorrer su piel muy despacio, sin perder nunca el asombro, sabiéndose casi a ciegas el camino. O madrugar y sentir que el tiempo en esas horas es más lento. Sin embargo hoy no ha madrugado. Almorzó solo y con apetito en la terraza unas tostas de tomates secos y bacalao ahumado con dos buenas copas de tinto del Duero y luego leyó un rato largo a William Humphrey sintiendo que en el tacto del papel estaba de verdad el latido caliente de otras vidas.
Le gusta mucho esa tabla honda y larga, más ancha en la rasera y muy angulada en la cabecera. Allí la corriente se mete entre el enramado sumergido de unos sauces jóvenes antes de volver para llenar el charco. En la orilla opuesta a donde comienza a preparar la caña desemboca un pequeño arroyo. En ambas riberas los grandes sauces inclinan sus ramas muy bajas hasta casi tocar el río con sus brotes. Tiene que meterse muy despacio, con el agua por encima de la cintura, teniendo cuidado con las raíces sumergidas para poder hacer apenas un rodado. Donde está, el fondo es algo arenoso y la tabla se ensancha y se hace más profunda. El juego perfecto es hacer ese rodado y luego soltar línea, dejar que la corriente combe el arco y profundice, aguantar unos segundos, cinco, diez, quince, veinte, como si estuviera en un pozo salmonero, y luego ir recogiendo la seda negra hundida a pequeños pellizcos con los dedos, para que el cangrejito adobado con rafia y dos tiras de pelo de conejo teñidas de naranja oscuro se agite no muy lejos del fondo. Igual que la otra vez. Con idéntico engaño. En la misma postura. Con similar expectación. No, con similar expectación no, con mucho más deseo, urgencia y ganas de volver a tocar al gran pez..
Dos años atrás, una tarde parecida de abril la sintió morder. Les separaban diez metros de seda, tres metros de nylon y una caña de ocho pies, pero recuerda bien como sintió los dientes de la trucha atenazando el streamer del cangrejito. El sol de frente convertía la tabla en un espejo negro pero podría jurar como vio la bocaza de la trucha machacando el señuelo y encontrando la extraña resistencia de sus manos al otro lado del hilo, tirando sin pensar, desde el instinto. Cualquier pescador sabe eso, que los dedos y las manos que empuñan una caña tienen un sofisticado sistema de comunicación con lo que pasa ahí abajo, en lo profundo, al otro lado del mundo y pueden sentir con precisión el mordisco del pez, los dientes de la trucha, sus medidas, su peso, su fuerza, su rabia al descubriste trabada en el anzuelo. La línea se tensó y el animal subió cerca de la superficie sin romper la lámina de agua. El corazón del pescador se estrujó en ese instante para luego volver a inflarse como un globo a punto de explotar y así más de cien veces por minuto. La trucha era enorme, muy negra con una pátina de plata vieja por la panza que delineaba un cuerpo gordo, acostumbrado a zamparse unos cuantas bogas en el desayuno, tres docenas de glotonas larvas de libélula desprevenidas entre horas y dos cangrejos señal para la cena, más alguna inocente truchilla que se hubiera atrevido a pasearse por sus dominios de caníbal. Sabía que con un bajo del catorce no tenía muchas posibilidades. Ninguna. Pero cualquier pescador sabe eso, que existen los milagros, que el azar y la fortuna permite a veces tocar sin merecerlo la belleza y que una trucha grande acabe en nuestras manos. Cualquier pescador lo sabe, pero siempre de oídas, como un rumor que no tiene mucho crédito, una leyenda bonita a la que hay que agarrarse cuando una trucha enorme enfila la selva de ramas de la corriente a la velocidad de la luz. Tensó un poco más la caña y el pez se desvió de la maleza para seguir nadando corriente arriba, de pronto más despacio. Se acababa la seda y salían del carrete los primeros metros del hilaco blanco. Al instante siguiente el animal dio media vuelta y volvió a recorrer rapidísimo de arriba abajo la tabla. La línea fue haciendo una comba flácida, el pescador veía el futuro como si fuera un adivino de feria y el porvenir que leía en la bola de cristal era nefasto. Pero no ocurrió lo obvio sino el pequeño milagro de volver a sentir en sus dedos el sedal tenso y el truchón al otro lado, embroncado, revolviéndose duro. Volvió a ver su barriga plateada, ahora más cerca, la librea oscura salpicada de manchones negros, el pico de vieja cabrona de su boca. Recogió aún más línea con la mano y tensó un poco más la caña. El cuerpo de torpedo dejó de retorcerse escurriéndose por el agua, dejándose llevar hasta llegar a su mano. En ese momento, con la cabeza casi fuera del agua, el cangrejito de pelo de conejo simulando las pinzas y el cuerpo de rafia con las patitas de nylon pintado de negro, maltratado entre los dientes del bicho se soltó. Durante dos segundos el pez no se movió, al tercero se sumergió con pereza.
Habían pasado dos años y muchos días, muchas tardes se había demorado el pescador media hora larga haciendo pasear el cangrejito por todos los rincones de la tabla. Él precisamente que era un cagaprisas sin paciencia, que apenas le gustaba tocar dos o tres veces las mejores posturas de cada lugar y salir corriendo hasta el siguiente, remoloneaba en ese charco y en la poza de más arriba y en la de más abajo haciendo bailar, nadar, volar al cangrejito en todos los ritmos posibles y algunos imposibles. Sin embargo, al contrario que siempre, saboreaba cada momento de lentitud en aquel lugar aunque de la trucha no hubiera ningún rastro. A veces le inundaban presentimientos funebristas y temía que al pez le hubiera echado mano Paladín, un pescador competidor de cucharilla o lombriz que exprimía a conciencia las esquinas remotas de aquel río solitario adornado con un cesto de mimbre de descomunales proporciones. Otras veces tenía la seguridad de que ese truchón se la sabía todas y no podía caer en las burdas cucharillas que habría visto pasar por el charco muchas veces desde sus tiempos de alevín. Paladín y el pescador nunca se veían, sin embargo cada uno sabía de las andanzas del otro en este río común que frecuentaban. Una palabra aquí, otra allá, las voces de personas interpuestas, las pistas casi invisibles que un pescador poco cuidadoso puede dejar en la orilla, unas pisadas, un rastro de escamas que no eran las de la comilona de una nutria. Era un combate sordo, invisible y agrio.
Esa tarde borró por fin sus temores. El pez nunca mordería la chatarra de Paladín. Aquella trucha grande, vieja, de más de setenta centímetros, de cuatro o cinco kilos de peso, que había visto pasar por sus dominios diez años de señuelos variopintos, sólo se había dejado burlar por un sutil cangrejito que surcaba las profundidades de su imperio con gestos de suicida, un pequeño señal de pelo de conejo que el pescador había montado en invierno imitando las mañanas de otro amigo mosquero, pero aportando como adorno de su cosecha las patas de nylon gordo llenos de nudos que simulaban las articulaciones del crustáceo. Estaba recordado cómo le había costado montar esos streamer para que al nadar simulasen de verdad un pequeño cangrejo señal y no se convirtieran al mojarse en un boruco informe de tiras de pelo apelmazado, cuando se le paró la línea, se tensó y volvió a tomar idéntica carrera, idéntica a la de dos años antes. Velocísima, potente e imparable. Esa vez llevaba un veintidós y un palo de escoba Orvis del siete así que sonrío preparado para saborear cada segundo de la pelea que le había costado tanto tiempo repetir. Paladín cabrón, no la cogiste. Musitó el pescador. Luego la línea se aflojó. No había visto nada del pez, ni una sombra, ni un reflejo. No había pasado nada reseñable que recogieran luego los libros de historia del Universo. Había transcurrido apenas tres segundos de reloj, el tiempo de un instante. La brisa movía los brotes de los grandes sauces. A dos metros del agua sus raíces estaban desnudas porque las crecidas del invierno se había llevado la tierra que las cubría. No pudo contemplar ni el plateado viejo de su panza gorda, ni la sombra secreta de su lomo, ni su cabezón de trucha resabiada, pero los dedos del pescador había visto con total nitidez, con precisión fotográfica que había mordido ella, de nuevo, su señuelo.
Todos los pescadores saben del ánimo fragilísimo y delicado de quien empuña una caña de mosca, bastan tres segundos así para sentir un dolor agudo, una congoja irrefrenable, un pesimismo espeso, un runrún de vocerío que susurra y enumera todos los errores cometidos, la ineptitud demostrada, la poca pericia que alcanzará siempre en este arte. Sin embargo esta vez no. Casi saboreaba con placer esta nueva derrota. Ella había ganado de nuevo. Y qué. Salió del agua y se sentó en una piedra de la orilla pulida por el agua y por los siglos. Sonrió. Recordó las muchas tardes pescando aquellas tablas y pozas persiguiéndola. Y qué. Entre el primer día que casi tocó su cabeza y ese instante invisible la vida del pescador había cambiado demasiado. Ella era más vieja y puede que más grande. Él también era más viejo pero nunca más grande sino más pequeño, más frágil, más vulnerable a las intemperies que desgastan las vidas de los hombres. Y qué. Se sintió bien, también sorprendido de ese raro bienestar aunque hubiera perdido, por segunda vez, aquel hermoso pez. La tarde se estiraba, la luz se reflejaba en una columna de extrañas efímeras grises que bailaban en la poza de más arriba. Vio allí la ceba de una trucha pequeña. El pescador desmontó el palo de escoba y montó su caña del tres. Cambió la bobina de línea hundida por una seda flotante y ató una mosquita gris montada en un anzuelo del dieciséis. Aquel era el secreto, sentir de otra forma las pérdidas, dejar fluir el tiempo, tocar el río y pescar con lentitud como cuando estaba en la cama con ella y recorría su piel muy despacio, sin perder nunca el asombro, sabiéndose casi a ciegas el camino.
Pasó otro año y volvió muchas tardes al lugar para lanzar con precisión y pasión sus señuelos peludos. Todos los pescadores saben que el placer de pescar bebe de muchos instantes y lugares, lo intensifica la memoria, el viaje hasta el río, las horas de montaje, la preparación de las sedas y las cañas, la visita a la tienda en la que comprar al amigo los anzuelos, los pelos y las plumas con los que inventar bichos voladores que flotarán en la película de agua que separa los dos mundos que más ama, en uno los bosques aún no son paisajes torturados, en otro los ríos bajan sin detenerse ni ensuciarse desde que son una lengua de nieve hasta que se deshacen en otro río mayor. Todos los pescadores saben que el placer de pescar no se logra por tener un gran pez vencido entre los dedos, ni siquiera por hacer una foto de la frágil victoria y nunca por matar al animal y convertir el nervio duro de su aliento en un pescado inerte y siempre feo.
Durante todas esas tardes, a cada lance, en cada recogida, notaba la vibración de su corazón esperando en cualquier momento el tirón brutal y cuando abandonaba la tabla, no sentía sin embargo ningún pesar o desánimo sino una lejana alegría ante la certeza de que debía volver otro día. La gran trucha era el mejor de los pretextos para pescar despacio, imaginar el río cuando estaba trabajando en la ciudad o recordar todos esos instantes. Todos los pescadores aprenden a saborear dentro de sí esos momentos. Son lugares del tiempo que se mantienen a salvo de las palabras porque ninguna puede encerrarlos con precisión. Son lugares del tiempo que no están tampoco en el pasado, ni en la memoria, ni en el relato de lo que fue sino en un espacio transparente, suave, protegido de inclemencias y olvidos, de pretextos y dudas.
Estaba en la ciudad cuando le llamó su amigo Fernán eufórico. Solo dijo “he cogido tu trucha”. Luego le contó con el aliento entrecortado como el pez había picado a un cangrejo de plástico en la tabla siguiente a la de sus andanzas. Sin demasiada lucha pudo orillarla y sacarla del agua con la boca cosida por los anzuelos. La trucha estaba muerta. El pescador se sintió vencido. En todos estos años no había podido convencer del todo a su amigo de la necesidad, la ética y la estética de no matar más truchas. Luego vio las fotos con tristeza. El pez medía más de setenta centímetros pero apenas pesaba tres kilos, estaba muy delgada, era todo cabeza, su cuerpo estaba flácido, escurrido, se le notaban todas las espinas, como si no hubiera comido en mucho tiempo. No era una estampa normal porque las truchas de aquel río solían estar bien gordas. La que el pescador había estado apunto de tocar tres años antes tenía el abdomen y los lomos bien anchos. Pero era ella, estaba bien seguro.
Una semana después bajó de nuevo al río pero no lanzó ni una vez su cangrejo de rafia y pelo de conejo en aquella tabla de la trucha grande. Caminó media hora río abajo buscando un nuevo recodo donde comenzar. Se cruzó por el camino con dos pescadores jóvenes de cebo, con sus lombriceras de esparto y sus cestas de mimbre. Llegó hasta la poza la Vena y luchó contra las zarzas y las jaras, las ramas flexibles de los sauces jóvenes y las trampas de palos secos que habían acumulado las crecidas hasta llegar por fin a la rasera. Lanzó la seda hundida. Se posó en el fondo de aquella poza tan profunda. Durante muchos minutos el pescador no movió las manos para recoger el señuelo. Sintió que a la belleza del lugar le faltaba sin embargo algo invisible. Algo que hoy le faltaba también a aquel sitio del tiempo en el río que él creía a salvo de las palabras y la muerte.