viernes

LÍRICA



Cuántas veces escuchaste este diálogo de mala película doblada. En cuántos lugares. De cuántos labios.

- ¿Te vas?
- Si, me voy a pescar.
- ¿A estas horas? No sé qué misterio tiene para tí eso de la pesca.
- Yo tampoco. Nos vemos.
- ...(mohín de disgusto)


No hay nada peor que cotillear en el face las fotos de los amigos remotos, de los amores lejanos y llevarte el bofetón de la natural decadencia, las calvas, las canas, las ojeras permanentes, las gorduras, la belleza perdida que ya no encuentras y casi no recuerdas, tampoco en tí mismo. Resacoso, me bajo de la cama, caigo por el suelo y me voy arrastrando a cuatro patas hasta el baño. Lleno la bañera con el agua a punto de ebullición, echo una bomba de fresa, un chorrón de aceite de menta y me meto dentro a ver si se me disuelve el engrudo mental, las telarañas que me han crecido bajo los ojos y la tristeza inmensa de la mañana. Suena en el Spoti la voz de Germán: el azul del mar inunda mis ojos,/ el aroma de las flores me envuelve,/ contra las rocas se estrellan mis enojos/ y así toda esperanza me devuelve. / Malos tiempos para la lírica. Casi todos los amigos adolescentes que pescaban entonces, que compartían conmigo madrugones y ríos, ya no pescan.

Mientras todo se va deshaciendo menos esta resacosa tristeza, recuerdo como si fuera ayer esta música sonando por primera vez y tu desperezándote a las once de la mañana y alargando la mano para buscar un cigarrillo que te quite el sabor amargo de una noche de excesos. Entonces todos fumabais menos yo, pero me gustaba, que cosas, el sabor a tabaco en tu boca de fresa.  Trasteaba en tu cocina con la cafetera vieja, exprimía el zumo de dos kilos de mandarinas e intentaba resucitar las sobras de bacalao al pil pil que te había guisado antes de ayer, el día que nos habíamos conocido en el sentido bíblico, por primera vez, tras haber compartido algunas noches de licores y achuchones en el Elígeme. Desayunamos el pilpil reconstruido, el café bien cargado y los dos grandes vasos de zumo de mandarina y descubrimos que aquel era el mejor desayuno contra cualquier resaca. Te estaba explicando despacio los pasos tan sencillos que tiene hacer emulsionar la gelatina del bacalao con el aceite templado cuando comenzaste a tararear “malos tiempos” y a reírte y a besarme los labios brillantes de aceite y ajos fritos.

No entendías que renegase del pueblo y que, sin embargo, muchos sábados y no pocos domingos volviera a sus ríos tras las truchas. Había huido del pueblo, mi hogar era Madrid, el Elígeme, la Vía Láctea, el Barbieri, el Avión, el Comercial, la Princesita, el Casapueblo, la calle, pero volvía a la montaña, a sus torrentes con los ojos brillantes a pesar de las resacas y las sirenas urbanas... En aquel tiempo la noche se adobaba con cubatas de todos los colores, sobre todo de güisqui y de ron, acompañados con la pastosa cocacola y otras melazas infames. La movida y postmovida imponía además otros excesos venenosos, polvitos blancos, elixires cáusticos, gotitas para soñar y santamarías de todos los orígenes.  Eran tiempos de excesos, de perseguir sin interrupción lo sublime, de creer que en la noche boca arriba todo era posible. Los cubatas, los polvos, las pastillas, el humo radioactivo… llevaban a descubrir extrañas compañeras de cama cuando el sol del domingo rozada el medio día. Supongo que yo era entonces “el raro”, aunque no llevas el pelo teñido de azul,  por ser capaz de hacerme doscientos o trescientos kilómetros de ruta para acabar en un río con una caña en la mano. Nunca explicaba gran cosa. Tan sólo decía: “me voy a pescar, nos vemos”. Y Madrid quedaba muy lejos, en un limbo irreal y remoto.

Luego pasó el tiempo, los años, el derrumbe de todo, el éxito hoy de las ginebras celestes y las vodkas patateras, la desaparición tal vez de los mejores. Los que se intoxicaron tantos años con zumo de neón y de garrafa, con los cubatas metílicos y los polvos siniestros ya no bebían otra cosa que buenos Riberas bendecidos en guías escritas por estrellas de cine, dipsómanos ilustres, sibaritas pijos o glotones castizos. Ayer te ví llegar. El bar de entonces ya no se llamaba como aquella película de Alan Rudolph. Nos saludamos de nuevo ante la barra, pedimos vino tinto como en los viejos tiempos, nos contamos la vida en cuatro frases con la certeza de que sobraban casi tres y luego nos fuimos cada cual a su historia y a su vida. Hace poco murió Germán. Qué casualidad. Hoy también desayuno zumo de mandarina y pil pil recalentado antes de bajar al río. Tu te casaste, hace ya muchos años, con alguien de buen parecer, con trabajo de bancario bien retribuido, no pescador, por supuesto.  Yo sigo en Madrid y sigo tras los peces, en dos mundos bien distintos que no he dejado de amar. Hoy preparo los bártulos y los mapas para cabalgar como entonces durante doscientos kilómetros y tocar el agua. Tal vez no he crecido, no he salido de esos versos de Coppini, de mis ríos, de mi gusto por desayunar café solo y cenas recalentadas contra los malos tiempos para la lírica.


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