¿Porqué vuelvo
tantas veces a esta caña de ocho pies y línea tres?, ¿a esta orilla derecha
enmarañada?, ¿a subir pescando desde tan lejos?, ¿a madrugar tanto?, ¿a atar de
nuevo la ninfa verde y el velero?, ¿a meterme en el río de las palabras?, ¿a
tocar el alcornoque gigante?, ¿a nunca sentirme sólo junto al río?, ¿a pararme
a mirar embobado el remolino de la poza grande?, ¿a olvidarme junto al agua del
cansancio negruzco que siempre se posa en mi hombro cuando estoy en la ciudad?,
¿a hacer un nudo orvis si no es el más fácil? ¿a poner la mano en las
piedras con musgo?, ¿a seguir mirando al lugar por donde la trucha desapareció
cuando la dejé libre?, ¿a caminar deprisa por las sendas si no tengo prisa?,
¿a sonreír cuando sé que el barbo absorberá el señuelo dos segundos después? ¿a
pensar que el siguiente recodo, poza, tabla, rasera, rápido, pasillo, remanso
es aún más bueno que este?
De todas las
preguntas que nos propone la vida a cada paso mientras crecemos, sólo de estas
sé me bien las respuestas, sólo de estas puedo estar muy seguro de contestar
bien. El resto de cuestiones siempre se pierden, no por difíciles, no por
extrañas sino porque ninguna respuesta me va a llenar nunca el hueco de
tristeza o trampa, de falsa seguridad y torpe engaño con que las tapo la
boca. Sócrates, Spinoza, Wittgenstein, Kant, Husserl, Deleuze… Las cabezas más
brillantes de nuestra historia desafiaron esas tristezas y esas trampas de
preguntar porqué y para qué y hasta dónde llenando miles de libros con sus
palabras. En eso se nota que no eran pescadores.