Humeaba la hoguera. Echó más leña seca y más hongos
parásitos que desprendían antes de arder un humo acre y espeso que ahuyentaba a
los zancudos y a los azaras. El pescador recoge el sedal y se deja caer
desde el entablado. El agua está fría y turbia por las lluvias pero el hombre
se deja llevar por la suave corriente unos metros hasta llegar al talud que da
al antiguo camino que sube a la facenda. Su cuerpo no teme los dientes de las
pirañas, ni los aguijones de las rayas o las descargas de las anguilas
eléctricas. Sólo teme salir del agua y tener que repetir las palabras que ha
escuchado. Hacer una maleta con sus trajes de falso indiano. Volver.
No quisiste ir a México o Buenos Aires donde
tus amigos te hubieran ofrecido un exilio cómodo, ni los consejos de Casals o
la oferta de Cernuda y de Ramón Sender para trabajar de profesor a los Estados
Unidos. Tuviste que elegir este lugar perdido en medio de la selva junto a un pequeño
río que no viene en los mapas. Comenzaban
los años cuarenta. Acababas de recibir dos ofertas de trabajo de lujo para un
exiliado no adscrito a ningún partido. La posibilidad de ser profesor de griego
en la Universidad de Buenos Aires y otra oferta de tu amigo Sender para ir a
Nueva York, pero entró Valentín en la habitación del hotelucho con aquel papel
lleno de sellos y unos planos amarillentos, los ojos brillantes de ilusión y
vino, la fiebre de haber encontrado un lugar en el mundo.
—He comprado tres mil acres de tierra y una
concesión para extraer oro, ¿por qué no te vienes conmigo?.
No lo pensaste, dejaste la oferta de la
universidad y la carta de Ramón en la mesilla de aquel hotel. Tampoco tenías
allí nada ni nadie que te atase más que un montón de exiliados todavía metidos
en peleas ideológicas o por el reparto del patrimonio del Estado sacado de
España. Ordenaste tus cinco camisas, tres pantalones y un impermeable caro que
te había regalado Chaves, dos o tres libros, varios cuadernos de notas. En Boca
do Acre os encontrásteis con el desconocido socio de Valentín, un tal Gonçalvez
que ya tenía cargadas las canoas con todo lo necesario para instalaros y
mientras ellos hacían las compras de última hora bajaste a la orilla del río
Acre. Debían ser las nueve de la mañana pero el sol ya quemaba la piel. Varios
botos rosados salían a respirar a pocos metros del muelle donde estaban las
embarcaciones. La corriente del río arrastraba árboles enteros y almadías de
maleza sobre las aguas terrosas, casi podías tocar los delfines con la mano y
no pudiste resistir la tentación de meter los pies en esa agua que parecía
espesa como sopa de tapioca. Los delfines se acercaron y tocaron tus pies con
sus morros. Entonces, tuviste la certeza de que aquellos ríos turbios, la
floresta impenetrable, el sol violento que te quemaba la cara, las lluvias
torrenciales que llegaban cada tarde, serían tu hogar. No importaba que tu
cuerpo hubiera estado hasta entonces acostumbrado a las sombras confortables de
las bibliotecas, ni que la piel de tus manos fuera suave y tus saberes inútiles
en el Amazonas porque ya no eras tú, ya no eras el oscuro profesor de griego,
el exiliado con privilegios, el traidor a un hijo que has abandonado, el hombre
perseguido por el recuerdo imborrable de una miliciana que vino del frío para
amarte. Ya no eres el tipo agotado por el viaje y el calor que mira con asombro
a los botos rosados sino el niño aquel que leía a Buffon y soñaba con las
aventuras que contaba el tío Leandro, el
chico que espera ansioso los libros que le trae su padre debajo de las
mantas, libros de animales y ciudades remotas que lees por la noche cuando
todos duermen a la luz amarilla de una lámpara de petróleo y que luego cuentas
a tu amigo Valentín como si fueras tú quien caminas por las Montañas de la
Luna, la polvorienta ruta a Tombuncú, el secreto camino hacia Eldorado.
—Nos vamos ya —grita Valentín desde arriba—.
Aquel treinteañero que aparenta tener casi
cincuenta es el mismo muchacho que escuchaba en silencio tus historias y te
enseñaba a pescar grandes barbos en el Tietar, a cazar torcaces, a acechar al
monstruo que os espera con hambre bajo el agua cenagosa de la Alameda de las
Pozas.
Cuando Gonçalvez arranca el ensordecedor
motor y el larguísimo eje de la hélice se sumerge en el agua empujando a la
barca río arriba descubres que el dolor ya no es insoportable, que los inmensos
árboles que cubren las orillas y esa maleza asfixiante que borra los caminos
volviendo locos a los hombres te hace sentir la seguridad de los paisajes
familiares, de haber estado antes allí, de haber sido antes, en algún lugar de
tus recuerdos de niño, tu casa.
Cuatro años después, olvidada la falsa mina
de oro, desbrozadas las sendas que van a las castañeiras y las heveas de cuyos
frutos y savia vivís, acabada por fin la casa que os protege del jaguar que
ronda el ganado, te levantas de la hamaca y pisas los periódicos atrasados en
los que has leído que ha muerto Manuel Chaves y te sientas frente a la Olivetti
que te ha traído Gonçalvez. Le debes a tu amigo muerto esa historia, deseas
volver después de estos cuatro años trabajando de seringueiro al territorio
limpio de las palabras escritas. Pero ahora ya todo es distinto. Son las mismas
palabras las no te dejan tejer esa historia con la lógica lineal del tiempo y
tu memoria, hasta entonces cartesiana, se niega a seguir la trama que le
impones. Esa historia de espías y traiciones, de armas, ciudades peligrosas y
soldados a la fuerza se rebelan contra tu voluntad y son las voces de otros
quienes la explican a pedazos. Te sorprende que sin embargo a Valentín esa
fragmentación caótica de sucesos y voces, de tiempos e historias, le parezca
perfecta.
—Así fue, así era esa maldita guerra
—repetía después de leer lo que llevabas escrito—.
A ti, sin embargo, te desesperaba que Olga
fuera cada vez más un personaje huidizo y borroso, a cada página más extraña y
ajena a tu memoria o que el oscuro anarquista llamado Iker, el ingenuo
miliciano Evaristo, el brigadista Hans, el cascarrabias de Miaja, el taciturno
General Rojo o aquel descomunal cocodrilo que visteis de niños en una charca a
las afueras del pueblo, fueran las voces de la trama.
Rompes los folios a pesar de las protestas
de Valentín y de Gonçalvez y una tarde, para olvidarte de aquella repentina
obligación, coges la escopeta del veinte y la bolsa de caucho con un puñado de
cartuchos y te vas por la trocha alta siguiendo el arroyo, atraviesas los
cañaverales espinosos, los primeros grupos de heveas y te sumerges en el bosque
siguiendo los gritos de los monos.
Tus amigos te estuvieron buscando hasta bien
entrada la noche pero el jaguar les rugía cerca y perdieron tu rastro de
machetazos cerca de las cascadas.
A los dos días te dieron por perdido, a los
cuatro por muerto. No sabías orientarte en el bosque, ni qué comer o cómo
protegerte de los animales. Volviste a la casa seis días después, afiebrado,
hambriento y herido, pero tranquilo. Dormiste dos días enteros y te despertaste
con el mismo apetito que la onza que rondaba la casa. Después de acabar con el
guiso de pecarí que había hecho Valentín, con una gran ensalada de papaya y
casi media botella de cachaza te fuiste a bañar al arroyo y después volviste a
escribir aquella historia. Ahora las voces eran como las lianas de la selva y
no te importaba el caos en el que la memoria y la imaginación convertían a tus
recuerdos.
Aquellas escapadas se acabaron convirtiendo
en costumbre. A veces acompañado de Gonçalvez o de Valentín, la mayoría de las
veces solo. La floresta, que era para casi todos los hombres el peor de los
infiernos, el lugar de la locura y la aniquilación. Para ti eran un lugar de
paz, el único territorio si palabras. Salir a cazar o a pescar era el pretexto,
muchas veces no disparaste sobre el anta desprevenida a la que habías seguido el
rastro durante días o sobre la gran anaconda cuya grasa y cuero vendíais a buen
precio. Te da igual tu piel herida y picada por los insectos, porque eres el
niño que lee a Buffon, Lamarck, Alejandro de Humboldt o Darwin, el chiquillo
que se deja hipnotizar por el aleteo de las inmensas mariposas azules, el vuelo
inmóvil de los colibríes o los ojos fluorescentes de los yacarés y cuando
vuelves a la casa a seguir escribiendo sobre aquella guerra que arrasó tu país
y tu vida ya no te importa que tu voz enmudezca mientras hablan otras voces o
que Olga Havel se convierta en una mujer que ya no conoces.
Tardaste un año en escribir aquella historia
que debías a Manuel Chaves y fue justamente en tu última escapada al bosque,
antes de terminar de escribirla, cuando te encontraste con Yanim recogiendo las
grandes nueces de las castañeiras con un niño que no llegaba a tener cinco
años. Estaban desnudos y el anciano empuñaba una escopeta de chispa de un solo
cañón aún más destartalada que la tuya. Esa noche compartisteis el fuego y la
carne salada que llevabas. Cuando el niño se durmió, el anciano indio comenzó a
hablarte en una mezcla de portugués y español que le costaba trabajo
pronunciar.
—He visto muchas veces tu rastro en el
monte. Haces mucho ruido y caminas muy rápido y eso es malo para la caza, la
mayoría de las antas y los puercos de monte ya te conocen y se apartan de tu
camino antes que los veas. Pero ahora no vamos a hablar de caza sino del mundo.
Me han dicho que sabes dibujar en papeles las historias que otros cuentan, así
que te voy a contar la mía para que no se pudra como la hojarasca que pisamos,
para que un día pueda vivir en ella mi hijo y no las escolopendras y los
gusanos. Voy a morir pronto y quiero que guardes en tu cabeza a mi pueblo.
Yanin y su hijo se quedaron en la hacienda.
El jaguar dejó de rondar al ganado durante unos meses y yo seguí escribiendo
nuestra historia. Al atardecer, antes de encender las lámparas de petróleo y
que el aire se llenara de mil insectos extraños, leía a Valentín, a Gonçalvez y
a Yanin las páginas escritas y luego ellos discutían durante horas sobre
aquellas palabras ante mi silencio y mi asombro. ¿Cómo podía un campesino
extremeño, un indio y un seringueiro
loco discutir sobre la guerra de España?, ¿sobre la decisión de Olga
Havel de traicionar a sus camaradas y sus ideales a cambio del dudoso intento
de salvar la vida de un viejo guitarrista gitano prisionero en Praga?, ¿sobre
la conducta de aquel joven profesor que abandona a su mujer y a su pequeño hijo
por una extranjera desconocida?, ¿sobre aquella demencial decisión de esconder
miles de armas en la retaguardia franquista para seguir la guerra?, ¿sobre la
existencia o inexistencia de un gigantesco saurio acechando a dos niños bajo el
agua de una pequeña charca extremeña?.
Yanín comenzó a contarme la historia de su
pueblo desde el principio: ...antes, un antes tan lejano que la memoria ha
olvidado los nombres de la gente, nosotros los hombres nos vestíamos con las
pieles de animales extraños de pelo espeso y vivíamos en una tierra cubierta
siempre de agua sólida como la roca...
Compré un magnetófono AEG de rollos de cinta
en la tienda de Afonso.
—Lo último de lo último, tecnología alemana,
se lo he cambiado a un garimpeiro nazi por unos sacos de víveres –decía el
comerciante—.
Y grabé en más de veinte rollos de cinta
toda la historia y el saber de un pueblo del que sólo quedaba un anciano y un
niño. A veces en portugués, en castellano y en su propia lengua su voz pasó por
generaciones y generaciones hasta el último día, el momento en el que los dos
últimos supervivientes de las enfermedades y las balas que les trajeron los
buscadores de oro, los traficantes de madera y los caucheros, se encontraron
contigo, con las huellas de un cazador incauto al que acechaba cada vez más
cerca un jaguar hambriento.
Esa noche Yanín bebió zumo de liana y habló
con la fiera para que no me devorara. El animal aceptó no comerse al cazador,
se alimentaría a cambio de la vieja carne del indio cuando este terminase de
contarle la historia de su pueblo al extranjero.
Hacía tres años que había terminado la
Guerra Mundial y los precios del caucho comenzaron a caer. Yo terminé de
escribir nuestra historia y Yanín desapareció en la selva dejándonos a su hijo.
—Tienes que publicar tu libro –dice una y
otra vez Valentín—. Nadie va ha recuperar nuestra memoria y los franquistas
contarán al mundo que ellos eran los buenos y nosotros una panda de anarquistas
locos y estalinistas sanguinarios.
Estábamos pescando en el embarcadero como
todas las tardes para coger unos surubíes para cenar.
—No te muevas —susurra de pronto Valentín
mientras saca el Tigre de su funda de caucho y apunta a mis pies.
Entonces miro debajo y veo la enorme cabeza
de un monstruo de ojos de macho cabrío y dientes amarillos. El Yacaré dio un
rabotazo tras el tiro y se hundió dejando tras si una nube de sangre.
—La lagarta nos persigue —grita Valentín—.
Aquella noche le volvieron las fiebres de la
malaria.
—Ha vuelto el Jaguar —dice Gonçalvez
mientras destripa los peces.
A la mañana siguiente hice dos paquetes que
llevé río abajo hasta el despacho de correos de la tienda de Afonso. En uno
iban las veinte cintas magnetofónicas y una breve nota:
“Querido Heliodoro esta es la historia del
pueblo Nauaú, últimos mohicanos del río Purus cuídala tú del olvido”.
En el otro paquete metí la piedra pintada
que encontré en la cueva y el rimero de folios mecanografiados protegidos en
una bolsa de caucho ahumado que Yaním había fabricado antes de marcharse y
escribí un nombre y una dirección como quien nombra un lugar inverosímil,
fantástico, inexistente: Ramón Sánchez, Jara, Cáceres, España. (de: "los últimos hijos del lince". 1999)