Si evoco sin pensar algún momento de verdad memorable de mi vida
pasada, lleno de una felicidad nítida, total y saboreada con sorpresa y
consciencia en el momento mismo de vivirlo y luego días después, también años
más tarde o ahora mismo, recuerdo sobre todos los demás, dos días de un fin de
semana de marzo de hace algún tiempo.
Aunque era fiesta en la ciudad los augures de la meteorología habían
pronosticado fuertes ventiscas y mal tiempo así que cuando llegamos a la nieve
apenas había gente en la montaña. El día se abría emboscado de nieblas y fríos
pero en menos de una hora salió un sol espléndido y así se mantuvo la mañana
entera. Bajábamos por pistas inmaculadas, llenas de nieve polvo. Volábamos por
las laderas sin temer las caídas, saltando y haciendo el bestia porque todo el
suelo era un colchón blando y maravilloso. Mi hijo el pescador, cumplidos los
doce, tenía similar nivel, habilidad y destreza que yo en el arte de estar
encima de una tabla de snow, así que nos sentíamos y éramos de verdad iguales. No
recuerdo un día de tanta paz, de tanta alegría infantil, de tanta plenitud y
complicidad.
Al día siguiente se abría la temporada de truchas y pensábamos
pescar la parte baja de la garganta J. Un tramo largo y salvaje, con truchas
escasas y grandes que aún conservaba la enorme belleza de un lugar olvidado. No
recuerdo cuantas truchas tocamos, seguramente pocas, pero no se me olvida la
sensación de libertad compartida y la certeza de que el tiempo era largo y
nuestro. No paramos de caminar y pescar río arriba durante muchas horas. Sólo al mediodía, sobre un enorme
cancho lleno de musgo, nos tumbamos a comer el bocadillo y descansar unos
minutos. Sentí entonces, siento aún ahora, que ese día de nieve y el día
siguiente de río se estiró hasta tener el tamaño de media vida.
Miro a mi alrededor, al mundo, a los demás. He sido, soy
afortunado. He tenido otros muchos momentos de plenitud y dicha, pero en
momentos difíciles, en días de dolor o derrota recuerdo esas horas con su
preciosa brillantez y se me olvida todo lo que hace daño. Sólo esos dos días
tienen el valor de años, todas aquellas horas no las cambiaría por ninguna otra
riqueza. Hay un dicho hippie y sesentero que me gusta mucho y que ya se ha olvidado sobre valorar
los momentos y no las cosas. “No todo lo
que se puede contar cuenta y no todo lo que cuenta se puede contar”