Ha madrugado mucho así que el amanecer le sorprende a pie de
río. Saca el termo de café de la mochila, los emparedados de jamón con tomate y queso de cabra con miel. Sentado sobre
una piedra de la orilla desayuna con hambre y sin prisas. El río fluye por allí
ya muy lento, cansado de tanto estrépito y tanta cascada superada. Le sabe rico
el café con leche condensada, el mordisco espeso de los bocados de queso, el
paladar salado y graso del ibérico. Destapa luego la botella de agua helada y da
un trago largo hasta que casi le duele la garganta. Contempla los olivos
salvajes aún con olivas, los almendros montaraces con las almendras verdes ya
engordando, las primeras efémeras plateadas volando muy despacio a un metro por
encima del agua. Duda de si existirá otro mundo a parte de este fuera del
estrecho cañón por el que fluye el último kilómetro de río, si lejos de allí
será posible entender que las horas se han deshecho convertidas en una
transparencia fluida que se escurre sobre el lecho de pizarras azuladas y
rojizas. Los grandes barbos ya se pasean buscando qué desayunar y él se demora
haciendo un nudo Orvis al ojal del anzuelo que esconde un escarabajo de floan naranja, gordo, grande que ha montado el artista de Paco Redondo y que hace pop al tocar el agua. Lanza en parados y los barbos se acercan sin reticencia, suben, abren la boca, lo absorben con ganas. Escarabajos, coleópteros, casi medio millón de especies catalogadas, todos los años se descubren cientos nuevas. Golosina de barbos. Convierte un nudo simple en un ocho,
pasa luego el sedal por la primera panza del ocho y luego dos veces por la segunda,
ensaliva el nudo y tira con cuidado del cabo hasta cerrarlo bien. Es un
maniático de los nudos, tira con fuerza del hilo, con más fuerza de lo que
debería aguantar el sedal. Saca unos metros de línea y deja
caer el bicho cerca del hueco oscuro que hace una gran pizarra sumergida casi
en la otra orilla. Siente que no puede traducir a palabras ni a onomatopeyas el
plof, el chof, el ploc, el bobk que hace el señuelo al chocar con el agua y que
es tan irresistible para los grandes bigotudos que suben directos a aspirar ese
insecto algo raro que acaba de saltar desde las hierbas y ha caído como un
estúpido al agua de la pequeña garganta de G.
Esta mañana el primero que subió a comer fue un barbo enorme. El pulso apenas duró
tres segundos. No le pareció que hubiera clavado demasiado, no sintió que el
freno estuviera muy duro pero el saltamontes se soltó con una facilidad extraña
de los labios del pez. Lo comprendió todo cuando vió la curva del anzuelo
abierta. Fallo de principiante por haber montado algunos saltamontes en aceros
demasiado finos y flexibles. Insultó al aire. Cortó el hilo con rabia y ató entonces el
escarabajo anaranjado de Paco montado en un anzuelo grueso y de buena forja. Se
consuela descubriendo, comprobando por enésima vez, que sólo aprendemos de
verdad de los fracasos, de esos fracasos rotundos e insolubles que tiene el
pescador en los que lo perdemos casi todo, el orgullo, la paciencia, la furia,
la poca experiencia y sabiduría que nos hacíamos la ilusión de poseer.
Ese momento en que el hocico aspira tu mosca y decides clavar equivale a mil voltios en vena. Los primeros diez metros los corre en tercera, los siguientes diez en cuarta y luego mete la quinta, aprieta el acelerador a fondo y el freno de tu carrete chilla como una mona a la que un elefante ha pisado el rabo. Jodido barbo. Puede que hubiera sido un comino. El comizo no absorbe, muerde, se tira a por el moscón nada más caer en el agua, le cabrea la idiotez torpe de ese saltamontes de colorines que se atreve a posarse ante su señoría, luego se da media vuelta y se pone de cero a cien en un segundo, tiene cambio automático, usa keroseno de avión, motor a reacción, directo al fondo. Sientes como se va rozando por las piedras para partir el hilo. Se las saben todas.
Ahora con el escarabajo de Paco la cosa cambia. No se acostumbra uno a pescar barbos. Lo peor es cuando la posada ha sido de libro y el torpedo pasa muy muy despacio a su lado y tu moscón es invisible, no ha cambiado ni un milímetro su trayectoria de barbo obeso, aburrido, de paseo por su parque acuático. Pero a veces, una de mil, se da media vuelta, se toma su tiempo, vuelve por donde ha venido, desperezándose, directo hacia la mosca, y dos cuartas antes de que llegue ya sabes que va a tomarla. Te lo grita al oído el señor Sextosentido. Te dice el cabrón Sextosentido: te vas a cagar, ajusta el freno, atento, que viene, preparado, listo, ya. Y todo eso te lo dice a voces, por megafonía, con el volumen a tope. Es muy bruto el tío Sextosentido. Joder. Debes tener un corazón de hierro porque ese momento es de puro infarto. Luego, el submarino nuclear clase Typhoon acelera motores y te sientes igual que un niño al que se le ha enredado la cuerdita de la cometa en los cuernos de un bisonte cabreado.
El pescador habla así a veces con “el hombre que siempre va conmigo, quien
habla solo espera…” Debe ser por la tarde cuando siente el cansancio, la
punzada del hambre, la sed. Hace una mala autofoto con el disparo retardado. Sube de la desembocadura pelada y se
sienta en un pizarrón horizontal entre árboles que parece el escalón fabricado por un gigante
antiguo para salir del agua con sólo un paso. Saca el bocadillo de tortilla de
espárragos con un punto de alioli manchando el pan y la lata de cerveza helada
que metió en el pequeño termo de gomaespuma. Un saltamontes de verdad se posa
en su pierna, limpia sus antenas y salta luego al agua con idéntico plof, chof,
ploc o bobk al que hizo el falso. No tarda un buen barbo curioso en acercarse, sorber
el aperitivo y volver con parsimonia a la penumbra. El pescador piensa que
además del tamaño, la flotabilidad, los brillos, el color, la movilidad de los
señuelos y el temple del anzuelo, debe de tener de ahora en adelante muy en
cuenta el "factor sonoro", el ruido que hace el bicho al caer al
agua, una música precisa que, por más que lo intente aquí, no puede traducir
hoy con palabras. Quedan aún muchas horas de tarde. Más arriba seguirá la humanidad su carrera suicida. Aquí abajo las flores le muestran que la vida es otra cosa.