miércoles

MIG 15


(...) Por unos días has vuelto a Europa, a tocar tierra amiga y dejar la monotonía nerviosa de los turnos, las rayas de colores en el mapa, las fotos aéreas, los debates interminables sobre las maniobras más eficaces, el chirrido de la turbina del Sabre cuando aceleras por la pista de Kimpo y parece que dejas todo atrás, hasta que vuelas en la frontera y comienzas con el movimiento incesante de la cabeza buscando el Fagot que va a matarte. Ayer veías pasar los proyectiles del 37 por delante de tu morro y tenían el tamaño de vasos de cubalibre. Hiciste una scissors por instinto y tuviste al Mig medio segundo en el punto varias veces. Las ráfagas de tus 12,7 te parecieron chispitas de confetti contra el viento. Al menos el enemigo picó y desapareció bajo un grupo de nubes. De vuelta viste el corte de plata del río Yalu y pensaste en los peces que nadaría allí abajo y en quién los pescaría en el futuro. En tierra, tras escribir con un mínimo de palabras el informe de vuelo te dijeron que tenías por fin el permiso de diez días. Había unos B-29 a punto de volver a la base de Italia. Tenías la mochila con tu ropa de abrigo y el maletín de las cañas preparado.

No te ha costado nada salir de la suavidad caliente de la cama, la chimenea aún encendida, el refugio de la manta, quizá de otra piel, de la casa segura. Fuera, el invierno que comienza, la intemperie siempre incierta, el frío que acaba mordiendo, esa lija helada del viento de diciembre cuando aún es de noche, la rebelión del cuerpo cuando te dice en su idioma ¡no salgas! ¿dónde de vas? Pero sales, vas a tocar el río y a intentar mirar debajo del agua y ver algún pez al acecho. Dejas la comodidad, abandonas lo seguro, te escapas del abrigo caliente para caminar y caminar, escondiendo tu cuerpo bajo capas de esa ropa ya vieja que te pones siempre como una armadura invencible o la camisa aquella del hombre feliz del cuento de Tolstoi. Tierra escarchada, niebla de cristal, ese silencio algodonoso que tiene el aire muy húmedo y casi opaco. Sonríes, va amaneciendo. No hay otra libertad que esa, estar por voluntad en ese espacio abierto, haber dejado lejos la hoguera, el café caliente, los libros que comenzaste ayer, el tic tac previsible del hambre por venir, el aire civilizado por calefacciones, electrodomésticos y cristales.  Caminas mucho tiempo buscando indicios, lanzando a veces el señuelo a alguna sombra. El zorro ha madrugado más que tú, rebusca por la orilla carpas muertas, alguna carroña apetecible, hasta un grillo entumecido le vale para desayunar a don raposo. También las barnaclas ya están desde temprano pastando en la llanura de la orilla, te miran y guardan la distancia. Tres avefrías se posan no muy lejos. De pronto la niebla se levanta y el sol lo llena todo. En la base alguien te cuenta el proyecto de cartografiar desde el aire toda la Península Ibérica. Un trabajo largo y minucioso. Aburrido, tranquilo. Conseguir la acreditación de piloto para un Beechcraft RC-45 sería pan comido. Recoges del suelo una concha enorme de náyade, por el tamaño seguro que vivió muchos más años que tú. Por el color oscuro que aún mantiene por fuera y el brillo nacarado de dentro intuyes que murió hace bien poco. Tal vez un año o menos. Unos metros delante, como colocada con mimo para una exposición, yace el ala abierta, azul intenso, de un martin pescador. Tal vez un gavilán o el frío o la vejez rompieron el corazón de ese chisporreteo de vida y velocidad. Eso es volar y no tu jet. Recojes el ala seca. Dias después la llevarás atada a la palanquita del nivel de los flaps a pesar de las protestas del mecánico. Quieres imaginar que al menos el zorrillo rebañó la poca carne que tuviera el resto de su cuerpo. Descubres a un pez ociqueando entre unas piedras. Lanzas con cuidado. Toma la vieja mosca "Bunyan Bug" hecha con madera de balsa y pelos de ternero. Clavas. Sonríes. Tal vez hubieras agujereado a aquel Fagot con una de las ráfagas, pero siguió volando como si nada. Si te hubiera tocado a tí uno solo de los enormes proyectiles de su cañón no estarías aquí, temblando de frío, vivo, pescando barbos en España. Semanas después Emerson te pintará en el Sabré un ala de martín pescador junto a tu nombre. Un mes después dejarás la guerra. No por miedo (...)





EL MANUSCRITO DE ASTORGA



El río lamía despacio las riberas llenas de hierbajos ralos y brezales enanos. En las suaves montañas del fondo aún se agarraba la nieve. Nadie contemplaba uno de los paisajes más hermosos de las islas. Las diminutas flores del brezo eran de un rosa muy intenso que contrastaban desde muy lejos con los verdes oscuros, la nieve, el cielo, tan raro sin nubes en esa latitud.
Nadie, solo él, metido en el agua helada por encima de la rodilla. Un pescador casi centenario que lanzaba con delicadeza una mosca pequeña con una caña de bambú aún más antigua que él. Había dejado el Land Rover en la curva. Su amigo Willy McCoy se había gastado muchos miles de libras en recubrir el carril con una exótica grava rosada para no romper el paisaje con una fea carretera parda. Casi medio millón para no manchar la belleza del inhóspito paisaje escocés. Así era el Sir.
El pescador clavó una buena trucha. Parecía que el pez, en cualquier momento, iba a tirar al anciano al agua. Pero logró afianzar bien los pies en el fondo y la dejó correr por la tabla. Luego fue recogiendo la seda hasta tener la trucha en la red. Le quitó el anzuelo y la tomó entre sus manos resecas y temblonas. Vete. La trucha se quedó un segundo flotando entre dos aguas y al segundo siguiente desapareció en lo profundo. El pescador caminó muy despacio hasta la orilla y se sentó en una roca. Encendió con mimo el habano y aspiró una calada lenta. Volvió a pensar entonces en la llamada anónima que había recibido de madrugada.
Bueno Ángel, amigo, por fin tienes tu dichoso libro. Dijo a nadie.

Dejó con mucho cuidado la caña sobre la hierba y buscó en la memoria del su teléfono cierto número de Ginebra. Buenos días. ¿Tú tampoco duermes? ¿Tan mal está el negocio de los libros viejos? Tras un par de segundos de silencio el pescador escuchó la voz que esperaba. Hola Royuela, siempre jodiendo a los amigos. ¿Y a ti qué te importa lo que vendo? Raimond fue al grano sin rodeos. Esta mañana una voz de mujer me ha ofrecido el manuscrito. Dos millones de euros. Alguna que conoces tú aunque ya no se te ponga tiesa judío cabrón. Escuchó algo parecido a la risa de una hiena y la voz del otro lado respondió. Vosotros los bolcheviques siempre tan poéticos. Mira, tengo precisamente un paquete de treinta cartas de Vladímir Maiakovski que escribe a cierta camarada guapa esposa de cierto amigo de papá Stalin. Una está fechada dos días antes de que se pegara un tiro. ¿Te interesan éstas? El pescador no le siguió el juego a su amigo. No era mal tipo el traficante, habían estado juntos casi toda la guerra hasta llegar a Berlín y antes entraron juntos en aquel pequeño campo auxiliar que no tenía nombre cerca de Dachau. Tantos años y seguían teniendo pesadillas recordando lo que vieron allí. No cabrón, no me interesa la bragueta de Maiakovski ni del puto Stalin, sabes que desde hace mucho tiempo me interesa el Manuscrito de Astorga, ¿tienes algo o no?. Nunca hablaron de lo que vieron en ese pequeño campo sin nombre que no existe en ningún libro de historia, en ninguna fotografía. Nunca encontraron las palabras precisas para explicar lo que descubrieron allí. Pillaron a los nazis con las manos en la masa quemando un montón de pequeños cuerpos. Eran cincuenta alemanes contra cinco apátridas con uniforme yanki. Después de que se les terminaran los cargadores fueron a por ellos gritando enloquecidos con el cuchillo de combate en la mano. Cuando acabó todo sólo quedaban Raimond y Bruno cubiertos de sangre y cien niños judíos supervivientes que contemplaron la lucha y la carnicería sin poder levantarse del suelo, solo sonreían y susurraban palabras en polaco y en ruso. El espanto no se quedó ahí. De esos cien solo sobrevivieron cuatro tras la liberación del campo.

Te pensaba llamar esta mañana. Ayer me enteré de que había aparecido en el mercado tu jodido manuscrito de pesca. La vendedora se llama Alexandra Dover, es colega, hablé con ella. Por lo visto sólo es intermediaria de una fundación con sede en Madrid que se llama Dragón General. El viejo pescador se quedó en silencio. Le sonaba el nombre pero no sabía por qué. Gracias Bruno, te debo una. Quiero ir a Ginebra el martes. Compra el manuscrito. No importa el precio. Apunta una dirección que te voy a dar y cuando lo tengas mandas allí el libro. Ah, y organiza una cena con los chicos. La voz del traficante suizo se hizo más grave y lenta. Claro viejo. Cualquier día palmamos. Hace por lo menos cinco años que no nos reunimos. Haremos una fiesta de despedida. El pescador chupó el habano muy despacio, saboreando los aromas dulces y picantes del tabaco. Amigo, ¿cuántas reuniones de despedida hemos hecho ya los seis?, cuando cumplimos sesenta, luego setenta, ochenta, en la última teníais casi todos noventa. ¿Te das cuenta de que no hemos muerto ninguno?, ¿de que ninguno sufre achaques ni enfermedades relevantes? Simón, Klaus, Kurt, tú, yo, Tristán es más joven, pero debe tener ochenta y tantos. Hemos envejecido pero tenemos una extraña salud de hierro. A veces he pensado que todos morimos, los chicos y nosotros, en aquel campo y que la vida de después ha sido otra cosa. Se escuchó una risotada forzosa al otro lado. ¿Qué has bebido tan temprano viejo cabrón?. Adiós Raimond. Salud.

El anciano volvió a meterse en el río. Caminaba con tiento pero no con menos torpeza que cualquier otro pescador a mosca. Podía recordar, como si todo hubiera ocurrido ayer, las discusiones con Ángel el leonés, metidos en la tienda de campaña, los tediosos días de antes del desembarco. Su defensa de cierto manuscrito maravilloso y muy antiguo que describía con palabras mágicas la fórmula secreta de unas moscas de pesca infalibles. Nos lo trajo a la escuela el maestro del pueblo, don Atenodoro se llamaba. A veces nos hacía dictados con aquellos legajos de un amigo suyo. Fijándome en mi cuaderno de dictado hice yo luego algunos moscos, canela fina amigo, nada que ver con esas mosquitas inglesas que hacéis aquí y que son una mierda. Aquellos halftrack llenos de españoles republicanos y franceses de Leclerc comenzaron a atravesar Europa reventando las defensas alemanas. Por la noche, las pocas horas de descanso, aquel joven leonés le describía esas extrañas moscas, …plumas de negrisco acerado claro, pardo de obra muy menuda que no sea dorada, bermejo de gallo de muladar encendido y luego encima una vuelta de pardo granadina… o le hablaba de los ríos de su tierra …llenos de truchas gordas como carcañal de moza. Mira esta caña, me la regaló una pelirroja que trabaja en Hardy y cuando acabemos con Hitler y con Franco me voy a casar con ella, voy a hacerme una casa junto mi río y voy a pescar en el Órbigo y el Torío todos los días de mi vida.  Pero si casco te la regalo. Sería una pena que nadie la llevase nunca más de pesca o que se la quede algún boche cabrón. Recuerdas, como si fuera ayer, aquel diecisiete de agosto en el que alcanzaron a tu Sherman y todo hervía. El leonés, menudo, muy delgado, se metió en aquella olla monstruosa a punto de reventar y te sacó inconsciente y malherido, pero vivo. Te arrastraba por la hierba cuando los obuses del tanque explotaron Te debo una Ángel. Musitaste.  

Raymond lazó la seda en la cabecera y clavó una trucha aún mayor que la anterior. Se estaba levantado un viento helado del norte. Salió del agua renqueando, apoyado en su bastón de vadeo. El Sir le tendría preparado en la casa un buen almuerzo con alguno de los vinos que le vendió hace veinte años. Recuerdas también, como si apenas hubieran pasado unas horas desde entonces, el día en que entraste en París y luego, tras cruzar el Mosela, el olor a cordita y a pólvora, a carne quemada, a aceite ardiendo. El camión oruga de tu amigo Ángel convertido en chatarra retorcida. Los cinco españoles muertos, destrozados y sin embargo su frágil caña de bambú intacta, atada junto a los soportes de los fusiles. Esta caña que ahora se cimbrea en su mano. Te debo una amigo. Nunca te olvidaré.

 ¿Cuántos años han pasado?. Dices en voz alta. No has olvidado nunca a aquel soldado español de La Nueve. La pasión de sus palabras describiendo sus fantásticas moscas antiguas. Cuando hace pocos años, apareció en la revista Fly Fisherman la pequeña noticia de la desaparición del manuscrito regalado al Dictador Franco en el sesenta y cuatro comenzaste las pesquisas, pusiste cebos, echaste las redes. Tu camarada Bruno, que se hizo librero de viejo tras la guerra, descubrió que intentaron subastarlo en Londres en el setenta y ocho con mucho sigilo pero aquella venta no llegó a buen puerto. Después nada. Muchos años sin pistas. Y ahora por fin aparecía de nuevo.  Eres un acomodado jubilado, pionero de la distribución de vinos selectos franceses en la Gran Bretaña. dos millones de euros es casi todo tu fondo de pensiones. Y qué. Sonríes mientras conduces despacio por un carril del color de los brezos. Tu amigo el Sir también sabe derrochar bien su dinero. Imaginas la cara de sorpresa de la funcionaria de la Biblioteca Nacional de España cuando reciba el lunes el pequeño paquete con el precioso Manuscrito de Astorga y el remite que le has dicho a tu amigo que escriba. De parte de Ángel Sánchez "el leonés". Salud y Libertad.



lunes

LEJOS


El hijo pescador planea sus primeros “viajes equinocciales” de mochilero sin posibles y uno sólo puede balbucear la prudencia que no tuvo, la mínima comodidad que entonces no pudo comprar, la planificación que jamás hizo, todo eso que uno aprende solo y sin consejos, en el tropiezo y la pérdida. Pescan juntos de nuevo. Bajan lejos. Tocan peces. Hablan de libros recién descubiertos, de ciudades que ya no están y que fueron espléndidas, llenas de vida, bulliciosas, propicias, hoy perdidas, olvidadas y aún peor, expoliadas en una miserable rapiña de piedras, capiteles desgastados, tejas rotas. Pescan juntos y dejan que este tiempo compartido les alimente el cariño y el respeto que se sienten y no nombran.

Le gustaría decirle que todos los viajes, cualquier viaje, es y será largo si tu mente (y tu cuerpo) se atreven a recorrer la distancia que separa el hogar de la sorpresa, el confort asegurado de la incomodidad, el frío a veces, el calor otras, la cegadora belleza en una fragil chispa de tiempo, la más dura de las desolaciones y un camino dudoso siempre, imprevisible, a menudo incierto, cegado, sin fortuna; pocas veces tranquilo, afortunado o exitoso. Te puedes ir a cinco mil kilómetros y no salir de casa. Te puedes mover solo unos pocos cientos y estar en otro mundo remotísimo. Y no hay viaje más largo que un viaje de pesca si te atrevés de verdad a ir allí, a ese lugar que conoces y siempre es tan distinto.

Ha estado en remotos confines, en lugares solitarios que sólo son pisados a veces por unos pocos nómadas perdidos, en orillas, gargantas, marañas y riberas que sólo son nombrados en los mapas y, sin embargo, apenas cuesta llegar a ellos un par de horas de carretera y voluntad. Allí están ahora, en un confín de esos, en una grieta rara del espacio-tiempo que aún respetó la tormenta del progreso y olvidaron los vendedores de parcelas con vistas a un cartel de paraíso. Tocan el agua, contemplan a los peces que a veces suben a tomar una hormiga o a saltar fuera del agua porque sí, movidos por una furia repentina, un absurdo estallido de energía, quizá sea su forma de desentumecer los músculos dormidos tras una noche fría o de celebrar quién sabe que fortunas.

Le gustaría decirle que antes de decidir si te gusta viajar o prefieres ser turista tienes que leer “el tiempo de los regalos” y “Entre los bosques y el agua”. Ambos libros son un único libro. Va de un chaval como tú que sale de su casa con una mochila al hombro llena de cuatro cosas, quiere llegar a Estambul caminando sin importarle el tiempo que tarde en llegar, ni las demoras o paradas en el camino que propicie el azar afortunado o no. Estamos en 1933. Pocos años después la Europa que ahora recorre curioso, arrogante, valiente, inconsciente, afortunado, libre, solo, será otra cosa muy distinta para siempre, no quedará casi nada de todos esos horizontes, salvo quizá los ríos. Cuarenta años después, siguiendo las notas de sus cuadernos de viaje, escribe un libro. Esos dos libros. Si prefieres el fastidio de viajar a la comodidad indolente y previsible del turista mete la cabeza en esos textos, cruza con Patrick Leigh Fermor aquella Europa. Pero no le dice nada salvo ¡vete! ¡claro! ¡sé que serás prudente!¡Me iría contigo si tuviera también dieciocho! 

Pescan juntos de nuevo. ¿hay mejor fortuna? Caminan lejos. Llevan un rato largo sin tocar peces ¿dónde hay más dicha?.



POLILLA


Camina por la orilla al acecho, con lentitud, silencio, tranquilidad, placer. Una tarde de noviembre con sol, veintidos grados, cero viento, agua transparente y una soledad absoluta es un raro gran lujo. Usa como señuelo una hormiga hecha por Paco Redondo y un abejorro montado por Jesús Azorero. Los barbos suben, toman sin recelo la mosca, pelean con furia, se van luego nadando. Uno, dos, tres, doce. Luego se sienta en un trozo de hierba rala a mirar los bandos de grullas, esta vez tan altos, las encinas cuajadas de bellotas a punto de caer,  y el frente tormentoso que se acerca por el oeste a buen ritmo.

A él un ciervo, aunque sea bambi, le deja más bien frío, tampoco siente especial ternura por un conejito desde aquel cuento de Julio Cortazar o por un oso panda aburrido de comer bambú correoso. En cambio el empeño de un escarabajo pelotero le conmueve o la proeza gimnástica de cualquier saltamontes o la belleza esmeraldina de una graellis o la rareza de aquella polilla que Charles Darwin se empeñaba en decir que existía, como un fantasma, un expectro o un hada, pero que nadie había visto jamás. Incluso se hacían chistes y bromas sobre su deducción a partir de la extraña flor de una orquídea de madagascar, la Angraecum sesquipedale, llamada también, luego en su honor, orquídea de Darwin o estrella de Belén. Esta flor tiene un “espolón” muy estrecho -la  parte de los sépalos, o pétalos que sobresale hacia fuera desde la base del cáliz- de 20 a 35 centímetros de longitud.
La famosa polilla fantasma, la Xanthopan morganii predicta (“predicta” por fue predicha por Darwin) no se descubrió hasta 1903. El bicho tiene una espiritrompa  de 30 centímetros y no fue filmada libando hasta este siglo XXI, ciento cincuenta años después de que el bueno de Charles dijera que debía de existir una mariposa nocturna con la lengua más larga del mundo que se alimentaba en exclusiva del dulcísimo nectar de la preciosa Orquídea Angraecum. Así era nuestro Charles, siempre metiéndose en charcos, polémicas y trifulcas enormes.

Luego, ya en casa, con el brazo cansado y los ojos agradecidos vuelve a aquel texto de Darwin:
“Temo que el lector se harte, pero debo decir unas palabras de Anagraecum sesquipedale, cuyas grandes flores de seis radios, como estrellas de cera blanca como la nieve, han provocado la admiración de los que han viajado a Madagascar. Un nectario verde y con forma de látigo de increíble longitud cuelga bajo el labelo. En varias flores enviadas por Mr. Bateman encontré nectarios de 11 pulgadas y media, con sólo la última pulgada y media llena de un néctar muy dulce. ¿Cabe preguntarse cuál puede ser la función de un nectario tan desproporcionadamente grande? Creo que debemos darnos cuenta de que la fertilización de la planta depende de esta longitud y de que el néctar esté contenido en su extremo inferior. Es, sin embargo, sorprendente que algún insecto sea capaz de alcanzar el néctar: nuestras esfinges inglesas tiene probóscides tan largas como su cuerpo ¡pero en Madagascar deben existir mariposas nocturnas con probóscides capaces de extenderse entre 10 y 11 pulgadas”
La fecundación de las orquídeas; Charles Darwin, Universidad Pública de Navarra, Editorial Laetoli, 2007.

Todos los pescadores a mosca buscamos maravillas, deducimos lo incógnito, imaginamos polillas con trompas gigantes y ríos transparentes y peces de oro y libros deslumbrantes.




miércoles

OLDUVAI

Foto: Juanjo Sierra
Desde que salimos de Olduvai y subimos hacia el norte siguiendo a los antílopes, cruzamos hacia Asia pescando las orillas de un mar desconocido y poblamos el mundo desde la precariedad o la libertad de ser tan solo nómadas, añoramos el hogar que era aquel bosque. Luego pasaron los milenios como un soplo en la estepa (o tal vez más lento) y decidimos cambiar la forma de las piedras para hacer una casa, no comernos algunas semillas y enterrarlas ciertas noches con luna, amaestrar cuatro animales, inventar unos dioses, reyes, ruedas, calentar al fuego los metales y decidir que un guijarro de color era una joya. Entonces la añoranza del hogar fue del camino, de estar en la intemperie, de seguir cualquier ruta, hacer fuego y convocar en las brasas aquellas cacerías y aventuras. Hoy estamos aquí, envueltos en abstracciones y prolijas tareas que nos dan dinero para comprar comida, casa, cosas. Corriendo por carreteras, tomando aviones, patinetes eléctricos, zapatillas que descansan los pies (o eso dicen), automóviles que queman fósiles líquidos, van más rápido que el leopardo y tienen la piel pulida de las serpientes. Y la añoranza ahora es más confusa. Por eso nos engañan con cualquier paraíso de ficción, cualquier hogar de fábula, cualquier aventura pintada en una tele. Pero debajo de todo sigue Olduvai y el bosque, los caminos inciertos, la intemperie, la caza y las hogueras para calentarnos las manos y cocinar los cuentos.

O pescar. O caminar hacia aquellos lugares donde aún se esconden los peces salvajes y las aguas más broncas. O perder cualquier confort, miedo o refinamiento para tocar la tierra, el agua, el pez o el espino con los dedos desnudos. O abolir el tiempo rasurado y adaptar el ritmo de los cuerpos al del sol, la lluvia, el susurrar el viento, el latido que hay en todas las fieras y en nosotros. Es cierto, por todas partes hay indicios de nuestro rastro urbano. No hay rincón que la civilización no haya sellado y herido como propio. No hay escapatoria a la red invisible y a la otra, tan visible y precisa para encerrar y distraer la resistente añoranza que aún tenemos de todo lo salvaje que una vez respiramos. Aún así persistimos en la huida. O en pescar.


domingo

MUERTE


A. saltando de piedra en piedra mientras canta, N. sacando un triplete de truchas al comienzo de la Tabla Larga, R. luchando con un bass enorme en una pequeña recula del embalse que nunca he vuelto a pisar, A. lanzando entre la maleza en huecos de medio palmo, F. lijando bien los nudos de mi primera caña de bambú, M. enseñándonos de nuevo a empatar un anzuelo con paciencia infinita, F. mostrándome la vida que hay debajo de una piedra sumergida en la torrentera. Ya no están. La muerte.
Creemos que la memoria de nuestra vida sólo está en nuestra cabeza. Allí, en algún lugar, entretejidos en las sinapsis del cerebro están las aventuras, experiencias, viajes, días de pesca, recuerdos de años, momentos únicos, paisajes que una vez respiramos y habitamos. Pensamos que la memoria de nuestra vida sólo nos pertenece a nosotros y que en la lejanía del tiempo del futuro sólo existe “el olvido que seremos”, al final sólo humus o ceniza o nada. Pero no es cierto. También estamos guardados en la memoria de los otros, de aquellos con quienes compartimos esos días y aquellas horas intensas que siempre creíamos repetibles, y no lo eran. 

Tenemos prisa por vivir, por hacer, por sentir, por conocer. Nos hemos entrenado y acostumbrado a esa velocidad porque creemos que si no nos perderemos cosas importantes, experiencias valiosas. Pero lo valioso y lo importante está siempre muy cerca. Lo precioso, lo que de verdad nos hace felices está aquí al lado y es sencillo, tan solo un torrente limpio en el que lanzar la caña y una memoria grande y dispuesta. La nuestra. La de nuestros amigos. 
Vivir no es un carrera, no hay que llegar a ningún sitio, ni conseguir ningún trofeo, ningún reconocimiento más que la sonrisa de quién compartió contigo ese lance afortunado, esos días de enorme, real y brillante libertad. Hoy siento que es mejor estar en deuda que ser acreedor. Haber tenido la fortuna de conocer y tener por amigos a gente generosa que nos dieron porque sí, que confiaron en nosotros, que nos regalaron su tiempo, sus grandes o pequeñas propiedades, que nos apoyaron sin esperar nada, que nos enseñaron sin sentirse maestros, que nos apreciaron y que nos guardaron el tiempo de sus vidas en su memoria. Yo estoy en deuda con ellos, con mis amigos Alejandro y Flore, mi padre Ramón, mis tíos Fernando, Ángel y Miguel, mi abuelo Fernando. Soy deudor de una enorme riqueza impagable, y lejos de sentirme incómodo por deber, me siento de verdad afortunado. 

Parte de la felicidad está en tener buena memoria para recordar esos días de ríos, gargantas, viajes. Y a ellos allí, contigo.