sábado

GUADALPERAL


Pescamos con frecuencia esta orillas anegadas del viejo Tajo. E. Lleva un pequeño broche de bronce prendido de su gorra de pescador. Bronce, “edad del bronce”, una simple aleación de cobre y estaño. Ambos metales son blandos, sin embargo unidos se convierten en algo bien distinto, duro, resistente, afilable y muy cortante. Mucho cobre, un poco de estaño. Pero había que conseguir ambos metales no siempre abundantes, fundirlos a más de mil grados, hacer recipientes que aguantasen el calor, moldes apropiados, saber martillearlo luego para aumentar así su dureza. Luego un largo adiós al frágil sílex o a la blanda madera. Los pueblos del bronce hicieron de esta asombrosa aleación hachas, jabalinas, cuchillos, anzuelos, adornos refinados o el primer espejo de verdad en el que mirarse… Se dice que fueron los egipcios los inventores del milagro. Esas nueve partes de cobre y una de estaño revolucionaron el mundo. Con bronce crecieron las grandes civilizaciones mesopotámicas, se inventaron los ejércitos, la especialización laboral, las tiranías y el comercio o la rapiña entre Siria, Anatolia o el Egeo y las raras tribus que poblaban Europa: estaño de Bohemia, cobre de Iberia. Los objetos de bronce rescatados de los yacimientos de El Argar y las Motillas parecen recién fabricados… Pero sabemos poco de los tiempos del Bronce, tan remoto, confuso e inquietante. Luego llegó el hierro y el bronce quedó para las estatuas, las campanas de iglesia y los cañones… Pero entonces, cuando se construyó este dolmen hace cuatro mil años, el dorado bronce era un bien escaso con el que fabricar preciosos objetos. Precioso: bello, apreciado, escaso, de gran valor simbólico, de uso y de cambio. Precioso: su color es dorado oscuro, bronceado, si está pulido brilla como el oro, o casi.

El primer eminente arqueólogo que estudió el yacimiento de Guadalperal fue Hugo Obermaier, no era un vulgar curilla, como se dice en algún periódico. La edad de hielo en Europa será su especialidad e investigará en las cuevas de toda Europa y sobre todo España, el Musteriense antiguo, el Auriñaciense, Gravetiense, Solutrense, Magdaleniense y el Aziliense. La primera guerra mundial le impedirá seguir sus investigaciones en París así que estudiará el arte rupestre en las cuevas de Cantabria y Asturias.  En 1916 publicará en Madrid “El hombre fósil”. En 1922 se crea para él la cátedra de «Historia primitiva del hombre» en la Universidad Central de Madrid y se le otorga una plaza en la Academia de la Historia y en 1924 recibe la nacionalidad española. Además le integran como gran experto internacional en la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas. En 1936, estando en Oslo como representante de España en el Congreso Internacional de Arqueología Histórica y Protohistoria, comienza la maldita Guerra Civil y decide no regresar a Madrid. Aunque le ofrecen de nuevo su cátedra la rechazará  al enterarse que la misma estaba siendo reclamada por uno de sus estudiantes, el arqueólogo, falangista y malbicho Julio Martínez Santa-Olalla. De este tipejo tendrá malas noticias tras la guerra Julián Marías. Su hijo Javier fabulará esa infamia y la traición del amigo en “tu rostro mañana”. Hoy no se sabe quién es este tipo, pero Martínez Santa-Olalla defenderá durante todo el franquismo la España de identidad pura y con una sola raíz desde el paleolítico superior, la raíz celta por encima de cualquier otra mezcla, todo eso de “la unidad de destino en lo universal” argumentado desde la arqueología filonazi que defendió e impuso en todas las enciclopedias escolares, y que aún colea en el inconsciente colectivo de muchos discursos políticos de hoy. Pero esa es otra historia.

Fue Hugo quién hizo excavaciones en este yacimiento de Guadalperal entre 1925 y 1927. Luego los Leisner, Georg y Vera, también eminentes arqueólogos alemanes y grandes estudiosos del megalitismo de la península ibérica, recuperaron los dibujos de Obermaier que fueron publicados en 1960. Gracias a esos dibujos podemos deducir el mapa del Tajo y otras señales grabadas que todos estos años de agua y sol han degradado hasta casi borrarlos. Y otro alemán andarín, Otto Wunderlich,  llegará a España en 1913 y trabajará para una compañía minera. Luego se reconvertirá en fotógrafo cotizado trabajando por encargo para instituciones públicas y empresas. Comercializará estupendas colecciones de fotografías con el título de “Paisajes y Monumentos de España”. Su trabajo se publica en el Blanco y Negro, La Esfera, la Enciclopedia Espasa o el Patronato nacional de turismo. Fotografiará los monumentos y templos romanos que estaban en Talavera la vieja antes de Valdecañas y cuanta ruina, dolmen prehistórico, castillo medieval o monumento románico que se encuentre en sus vagabundeos ciclistas por aquella España de verdad vaciada.

El camino hasta el yacimiento esta lleno tocones y raíces centenarias de brezo. Cortaron a ras la joven encina para leña, tal vez para hacer picón que se vendió por unos céntimos y luego calentó en algún brasero de un hogar autárquico y helado. El embalse anegaría las dehesas, bosques de robles, carrascas y alcornoques, perdidos y huertas, olivares y frutales, secanos y barbechos de ese horizonte antiguo, así que se dio desveda para arrasarlo todo aunque apenas dio tiempo a cortar unos pocos árboles de las más de siete mil hectáreas que cubriría el agua a partir de ese año. El NO-DO número 1.173 el 28 del IV del 1965, con el embalse ya lleno hasta los topes, da cuenta de la inauguración del “salto de Valdecañas” por parte de Franco, su señora de madrina del sarao y el pájaro de Fraga sonriendo, con discursito de José María de Oriol, el dueño de la cosa y de lo que la cosa iba a generar con el agua de todos a partir de entonces y hasta el fin de los tiempos.   La quimera tramposa del franquismo sigue muy viva en todos estos pagos. Quimera, Χίμαιρα, hija de Tifón y de Equidna, que vagaba por las regiones del Este aterrorizando gentes y engullendo animales y todo lo vivo. Hoy las tierras de alrededor del erial que es el embalse son secarrales y montes para caza, secanos miserables que viven de la PAC y miles de tocones de encinas centenarias fosilizados por el agua y el sol de las sucesivas subidas y bajas del nivel al albur del negociete hidroeléctrico. Hay poco regadío y el agua se escatima hasta a los pueblos de alrededor que sufrieron el expolio. Las cuernas calcinadas encontradas representan muy bien el valor para algunos de este paisaje por el que caminamos. El agua empantanada ha convertido en pedregal y arena muerta el suelo que pisamos, la cubierta fértil de la tierra hace ya muchas décadas que yace en el fondo del embalse junto con las miasmas de Madrid, Toledo, Talavera y cuantos pueblos vertieron al río sus deshechos durante estos cincuenta y siete años. Frente a nosotros brilla algún coche de lujo aparcado en una calle de la llamada “Isla de Valdecañas”. El estropicio es perfecto. Del río no queda nada. Tampoco del progreso que prometía aquel NO-DO, salvo la momia disecada del general golpista, el chorro de millones que engorda algún bolsillo y la rara belleza que a veces propicia el cielo, las escamas de un pez o estar en compañía del hijo pescador y de mi hermana. Me quedo con la quimera de Cernuda, con su desolación y su memoria.

Guadalperal, un nombre que evoca frescor y vergel, fruta y sombra. Hoy sólo piedras, pedazos de granito abandonado, olvidada su intención y su símbolo, su voluntad de memoria, de señalar caminos y asombros, descubrimientos y mitos. Arrumbadas, desgastadas, rotas, perdidas, despreciadas, sumergidas por décadas en agua pestilente. Pero a algunos el tiempo contado en miles nos desarma, acostumbrados a pensar que somos los mejores, que el progreso nos salvará, que la flecha hacia el futuro vuela recta, al ver estos indicios, estas ruinas, al imaginar quienes eran, que hacían, cómo vivían y lo mucho que tenían de nosotros, nos damos cuenta que algo parecido, no mucho, quedará de esta era antropocena de maravilla y derroche; pedazos de hormigón, chatarra y plástico, que es lo que se ve hoy en las orillas del embalse. Pero aquí hubo un río rápido, abundante, peligroso, lleno de aguas salvajes, barrancos y cascadas, de peces que volvían al mar y hombres que cruzaban por vados precarios y secretos. Hubo un río bellísimo e intrépido, de crecidas de miedo y agua cristalina. Y al pie de él nacieron civilizaciones y bebieron sus cabras y sus niños, inventaron barcas y sedales de pesca, lugares sagrados con vistas a las estrellas y fuegos mágicos en los que fundir el cobre y contar historias, ver pasar los siglos y bañarse sin miedo en lo profundo... como hizo mucho más tarde el loco de Boyton o mi bisabuelo. Nada queda del río ni de esa gente. Sólo piedras, la cicatriz en el granito que dibujó hace cinco mil años un artista mostrando el antiguo río y sus secretos vados, la bruma de la historia indagando las huellas o la de algún amigo curioso que viene y se pregunta para qué, quién, cuando. Nada.
La codicia de algunos, que no la sequía, ha desvelado de nuevo este lugar inhóspito que una vez era bosque y matorral, horizonte de río grande, hogar acogedor. Hoy lo pisamos con asombro, acariciamos las piedras y nos despedimos de ellas. Sabemos que nada se hará para rescatar el lugar, igual que nada se hace para que el agua, hoy verdosa y sucia, vuelta a estar limpia, corriente y libre hasta el Atlántico. Las lluvias del otoño y la avaricia de quien manda en el embalse ocultarán de nuevo este paisaje, túmulo, templo solar, menhires, crómlech, arqueología subacuática dejada a la desidia y la destrucción, como otros cientos de yacimientos en esta tierra a la que nunca enriqueció ningún pantano.
Solo piedras. Pero hay una rara belleza que aún pervive. El rastro de esas vidas en las muescas y dibujos aún parece caliente a pesar del desgaste y de los siglos. Nos alejamos luego, sin mirar atrás, caminamos en silencio largo rato, como quién deja una casa a la que no volverá nunca, como quién cree escuchar el rumor fuerte de un torrente bravo a lo lejos, ese río Tajo que ya no existe".

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