lunes

"En 1921 o en 2021" CUENTO DE NAVIDAD

 


(dedicado a Javier Reverte).

Tras dos horas de camino por una senda perdida, apenas adivinada entre los brezos, los tomillos y las jaras, llegamos al chozo grande. Me contaste que era antiguo. Lo habían reconstruido tus abuelos y antes los suyos y antes quien sabe, junto al arroyo Torvisco, aprovechando un pequeño hueco que en invierno tocaba la solana y en verano era un sestil fresco. En las piedras grandes de la entrada tocaste con tus dedos palabras latinas desgastadas o símbolos iberos, apenas sombras de letras cubiertas de liquen gris que no supe leer. Semanas antes subiste sola a restaurar la techumbre con nuevas retamas verdes, limpiado el interior y preparado fuera una buena carga de leña junto a la zahúrda y la majada desmoronada, ahora totalmente llenas de robles grandes, zarzas y helechos secos. Habían parado por allí nómadas de antes de inventarse la historia, peregrinos del norte, ganados trashumantes a los que pillaba la primera ventisca, contrabandistas de café con Portugal, maquis perdidos y huidos de cualquier guerra o de cualquier paz. Encendiste el fuego y las velas. Extendiste el gran saco americano de plumas sobre las pieles de cabra. Ordenaste sobre la mesa tocinera, taraceada por mil cicatrices, las mismas viandas del festín de hace 100 años: queso de oveja de Trujillo, pimientos encurtidos, tasajo de montés, una ensalada de corujas que habías recolectado en el arroyo y que aliñaste en un viejo cucharro, pan del Guijo, el mejor vino que encontraste, licor de café casero, perrunillas, higos secos preñados con nueces y el diario. El diario de tu abuela Ángela. Un buen Panamá de Smythson con un 1920 grabado en oro sobre el cuero. Bebimos, casi de un trago, un vaso de vino, tapaste la entrada con las mantas muleras, se templó el habitáculo y comenzaste a leer:
 
"Encendí yo el fuego, tú aún no sabías. Aulló no muy lejos un lobo joven, sonreíste, no sabría decir si por timidez o con un poco de temor. Un chico de ciudad. Una chica de pueblo. Aunque yo sabía hacer una hoguera con yesca y pedernal, había vivido sola en París tres años, sabía tirar con rifle y leía a Keats o a Chéjov en sus idiomas y tú apenas habías salido de Tetuán de las Victorias. Luego aprendiste todo en el otro Tetuán, pero entonces, allí, en ese confín remoto de Gredos, todo era nuevo y distinto para ti. Nos habíamos amado ya otras veces, las suficientes para saber cómo rozar, donde morder o en que momento esperar, pero siempre sobre las civilizadas camas del Hotel Inglés, tras delicadas cenas en Lhardy o el Alberto hablando del inútil de Dato o de la última de Martínez Sierra o del baile en el Bellas Artes en donde nos conocimos, nunca de la guerra de Europa o del polvorín del Rif a punto de estallar o los disturbios de Barcelona en los que había estado con mi padre o de la extraña gripe que se había llevado en unas pocas semanas a los nuestros. Nunca del todo desnudos como esa última noche del año mil novecientos veinte al veintiuno. Esa noche fue muy diferente".
 
Dejaste de leer. Te desnudaste. Nos metimos en el saco. El fuego aún ahumaba el habitáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que íbamos a entrar en el año dos mil veintiuno, y que allí, hace un siglo, otros se estaban escondiendo en este mismo viejo saco dejando fuera el pudor y el miedo, todo lo manso y previsible con lo que engaña el futuro. Te olía el aliento a vino. Sonreías dentro de mi beso. Metí los dedos dentro para luego chuparlos y guardar tu sabor en algún lugar a salvo. También nosotros, hasta entonces, habíamos follado en habitaciones con calefacción, conectados al mundo por mil chismes y viviendo la incertidumbre de una nueva pandemia de la que por ahora nos habíamos salvado. Tenías la piel de la espalda muy caliente y me agarraba a los huesos de tus caderas. Empujabas tú. Vi un chispa volar sobre el fuego y desaparecer antes de llegar a la techumbre. Volvimos a beber los vasos hasta el fondo sin saborear el vino y me pediste que siguiera leyendo:
 
"Me gustaba tu delgadez de niño malcomido aunque el trabajo y tu apetito habían escondido la tristeza y ahora tenías un cuerpo fuerte y seco. Te muerdo aquí o allá como imagino que muerden las lobas no muy lejos, en la oscuridad nevada de estas sierras. Deseaba beberte, celebrar otra vez que estábamos a salvo, agotarte sólo para saborear entonces tus risas y tu leche, las palabras nuevas, una forma de explicarnos la historia que hasta ese momento habíamos ocultado. Salí a orinar. Me alejé del chozo bastantes metros, me metí en la oscuridad, disfrutando de las agujas de nieve en los pies, la helada cubriendo el monte, una libertad que no volvería a sentir. También aullé, tras coger mucho aire, casi dolía el frío en entrar en el pecho. El viento había alejado las nubes de la tarde y la Vía Láctea tenía una nitidez que jamás había visto. Luego pegabas gritos cuando te abrazaba fuerte para entrar en calor y querías o no querías ablandar con tu aliento mis pezones. Aunque no lo sabías, yo estaba acostumbrada a la intemperie. Mi abuelo había sido alimañero, vendedor de pieles, emigrante a Cuba, maestro rural, anarquista buscado, pero su hijo, mi padre, convirtió parte de esa forma de vida en un buen negocio en Madrid. Con él tuve el privilegio de recorrer desde la adolescencia las ciudades más perdidas de Europa. He ido a Joensuu, al norte de Finlandia, a comprar pieles de zorro. Allí el invierno congela el propio orín según cae al suelo, a Tomsk donde los soviets han montado una eficiente industria de cría de visones, a Estambul para pujar en el mercado por las mejores partidas de pieles de astracán, incluso acompañado a mi padre a Dawson Creek en Canadá para comprar castor y después hicimos un largo viaje hasta Manaos para comprar pieles de anaconda y de nutria gigante".
 
Ahora, por un instante, duermes. Me has pedido que escriba en las páginas que hay intactas en la mitad de este Panamá cómo es esta noche, nuestra noche de lobos y pandemia, de fin de época y porvenir dudoso. Como si quisieras dejar en el fino papel marfil un nuevo rastro de migas para otros amantes del futuro. Escribo y describo el camino hasta aquí y cómo hemos seguido el diario, no tanto al pie de la letra como al pie del deseo y el instinto que también los encendió a ellos esa noche de hace casi treinta y seis mil quinientas noches. También escuchamos los aullidos de las fieras que han vuelto aquí tras estar extintas, el crepitar del fuego o la sensación de estar por encima de los siglos y las máquinas, a salvo de esa forma de tiempo que siempre agota el amor y derrota la belleza de la piel. Respiras tranquila refugiada en mi abrazo o en el sueño, en este antiguo saco de ir al ártico que tu abuela compró en Dawson, seda salvaje de doble hilada en verde kaki y plumón de ganso gris. Podrías dormir al raso y a veinte bajo cero sin sentir frío, me has dicho antes. Me entierro en él o nado o bajo a buscarte, a meter mi nariz entre tus tetas y oler el sueño. Salgo con cuidado. Pongo más leña. El humo se va por las toberas que tiene el chozo más arriba, antes del engarce de las piedras con las vigas finas y rectas de tronco de castaño. Te despierta la luz de la llama, mis movimientos, las ganas de seguir tocando la piel, sus pliegues y penumbras. Me preguntas qué he escrito y te lo leo ¿Cenamos ya? Vuelves a llenar los vasos. Ordenas en dos platos de loza el queso y la cecina, la ensalada de berros salvajes que aliñas con aceite y el vinagre de los pimientos. Sacas de alguna parte unos tenedores tallados en madera de tejo. También eran suyos ¿Has escuchado al lobo? Ha sido muy lejos. Nada queda de ellos salvo el diario y el chozo. Dices. Y vuelves al diario:
 
"Mi abuelo, que de adolescente cepeaba zorros por estos montes, no se parecía en nada a aquel viejo masón, librepensador, rico, amante de la poesía y del oporto que supo huir a Londres a tiempo tras cierto magnicidio, aunque luego volvió con otra identidad. En su juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de la Comuna de París y sus quince mil muertos. Un año después coincidió la escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional. Pero con su muerte repentina por el cólera, mi padre se vio obligado a convertirse de la noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto. Todavía el joven idealista, en el 1886, ya convertido en gran burgués, financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y “Fuera política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII, el mismo año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las ocho horas y se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres hace ya mucho tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la mitad de los beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus queridos amigos del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que los hermanos Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la Editorial de la Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por último, seis años después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del pobre Ferrer, ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz. Yo le acompañé para llevarle algo de dinero. Pero ¿toda esta pequeña historia de mi gente a quien importará en el futuro? Vuelvo a tu cuerpo. Ya no soy la señorita elegante que desnudabas con timidez".
 
Dejas de leer. Joder con tu abuela. Te digo. Sonríes. Buscas en tu mochila una fotografía. No vivieron la guerra. Les pilló de viaje y no volvieron. Aunque sí la otra, la grande. No sé cómo acabaron en Berlín o por qué se fueron luego a Finlandia. Mi abuelo había estudiado gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, se hizo profesor, físico. inventó un sistema para regular las ópticas de los telescopios que aún se utiliza. Apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras boreales en 1913 en Sodankylä, 67 grados norte. Iremos. La abuela le enseño a cazar y con ella hizo su particular guerra, contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajenos a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguidos por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel español raro y aquella señora elegante. Me enseñas la fotografía. Deben tener entonces cincuenta años. Ella tiene un aire a ti. El año pasado apareció en el desván de la casa familiar un petate militar con este saco, una navaja grande y este cuaderno Panamá. A mi padre lo crió su hermano pequeño y apenas sabía casi nada de su madre. La familia siguió con la peletería hasta los años ochenta y luego vendieron el negocio. También tengo este recorte. Junio del cuarenta y nueve. He rastreado la noticia hasta un periódico canadiense. Dos excursionistas desaparecidos por una crecida repentina del río Klondike. Ellos. Vivieron guerras, epidemias y todos los desastres del siglo XX para morir ahogados en un río helado. Nos quedamos en silencio mucho rato. Luego te incorporas y bebes un trago de licor café de la cantimplora y muerdes una perrunilla y me pides que siga leyendo un poco más. O escribiendo:
 
"Tal vez construyera este chozo confortable un pastor con imaginación, un suevo arrogante, un soldado bereber, un legionario que llegó de Tracia, un visigodo perdido o un topógrafo aburrido o cazadores íberos, arrieros duros, vagabundos de otros siglos que desearon por unos días un hogar. Y luego los míos. Y ahora yo. Me gusta cómo amas y como abrazas y cómo dejas que nos arrope el silencio. Sentirte otra vez dentro. Probar de nuevo el sabor del vino en tu boca. Saborear esta sorpresa de sentirte por fin salvaje. Tal vez ha sido la maldita gripe que llaman española y la tristeza de estar solos, que nos nos quede nadie, de tener que comenzar, de resistir. Conmigo. Contigo. Quiero llevarte a mis viajes. Llenar este cuaderno con nuestros días. Escribir cada navidad nuestro propio cuento. Volver todos los años al chozo. Mantener esta costumbre. No perder jamás este deseo. Poder aullar como una loba cuando me corro y que respondan las fieras y que sonrías. Sierra de Gredos. 31 de enero de 1920".
 

IBOR y VIEJAS


Asusta sin querer un desayuno de buitres, veinte o treinta animales, ante un ciervo muerto. Se levantan pesados, perezosos, casi torpes, pero luego remontan y su vuelo se llena de la soberbia belleza de quien domina el viento y lo invisible. Ya ve agua a lo lejos. Casi desde el instinto planifica el serpenteante camino de bajada que aún queda para evitar una rocas pero enseguida se da cuenta que la senda que toma está encima de una pequeña calzada romana. “No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida”. Por eso sólo caminar le salva. No tanto como un amuleto o fármaco o puente que cruza el abismo sino como un “hacer” que le descubre el valor incalculable del cuerpo, la salud, las fuerzas que sigue teniendo, el saber que allí están los resortes de muchos otros placeres y también el lugar en el que sus palabras nacen.

 

 

Leer el paisaje. Es un buen libro. Más de mil páginas, más de un millón. Sólo hace falta saber mirar con curiosidad y asombro. Dicen que hay que dominar varios idiomas, el de la estratigrafía y la botánica, también algo de historia y climatología, zoología, mitología, geografía… o chapurrear más o menos una “lingua franca” en la que se mezclan todos, como hacían los periodistas viajeros de entreguerras, coger al vuelo el fraseo aquí o allá e inventar o deducir el sentido de los huecos que faltan.

Enseñé al hijo pescador lo poco que sabía de leer el paisaje. También el agua. Un pescador que no sepa leer el agua es un mequetrefe con caña, un bobo con botas, un arrogante analfabeto. Y si no sabes leer el paisaje sólo verás un decorado o un trampantojo para selfies

En el regazo de alguno de estos anticilinales con crestas de cuarcitas ordovíticas nace uno de los ríos que más amo, pequeño y poco conocido, frágil y precioso. Antes había un mar somero lleno de cloudinas y algas extrañas, y unos millones de años después había hombres que arrancaban calizas, y dolomías, cocían los pedruscos en hornos alimentados con leña de estos montes, los machacaban en molinos de agua y hacían cal para asegurar los puentes de los imperios o las humildes casuchas. También construyeron caminos en unos tiempos en lo que había osos y lobos y casi nadie. Hoy quedan aún bosques maduros de robles gigantes en zonas umbrías y húmedas donde no llegó la avaricia de madera en los tiempos de las armadas y las guerras. Tocamos el agua helada del río. La bebemos. Admiramos los delicados helechos antiquísimos. Luego seguimos la ruta y la lectura.

 

 

(Ayer, en la ruta hacia el nacimiento del pequeñísimo río Viejas, afluente del Ibor, afluente del Tajo, que corría salvaje y limpio, como el nacimiento de cualquier río del mundo)

HUEVOS FRITOS II


 La sala del museo de Edimburgo donde se expone este Velázquez estaba medio vacía. Poca gente se paraba a contemplar a la vieja cocinera, los huevos friéndose en manteca de cerdo, en esa “cocina-infiernillo” que he visto todavía en África y América…el chaval que viene con el melón de invierno, la multitud de chismes brillantes que componen el bodegón... Velázquez pinta este cuadro con 19 añitos. David Wilkie lo comprará en Sevilla por cuatro perras y lo venderá en Londres por 40 libras en 1863. Pasará de mano en mano por la historia hasta que la National Gallery pague por él 57.000 libras de las de 1955. En ese año, en la mayoría de las cocinas de posguerra de España, sigue usándose el fuego vivo, la chimenea y la trébede o la “cocina económica” de hierro los más pudientes. Aún faltan algunos años para que comience a popularizaste esta otra de gas. Si “el amor comienza por el estómago” mal empezamos. Hoy desayuno unos huevos trufados, bacon ahumado, pan sufí y me acuerdo de aquel viaje a Edinburgo a ver a la vieja cocinera que nadie miraba. “Los hombres, especialmente los que han pasado ya la primera juventud, aprecian la buena mesa como una de las principales virtudes femeninas que hacen amar a una mujer”, dice el anuncio. Ese bigotito facha, es barriga de oficinista, esa cristalería como de un Drácula de Paul Naschy… Me quedo con el melón encordado y los huevos fritos de 1618, que me parecen más frescos.


 

martes

MONSTRUOS

Va a pescar monstruos. O los suyos. Nueve pies línea ocho y un señuelo con apariencia de cruce entre fregona vieja y árbol de Navidad desahuciado. Camina río abajo despacio, evitando hacer ruido para sorprender a los corzos y a los zorros. Saboreando esa pequeña libertad. Nunca la hubo grande ni de ningún otro tamaño o precio más allá de unos pasos y de algunas horas malrobadas al capitalismo. Pero disfruta mucho de esos minutos largos que van rozando las vueltas y revueltas de la senda perdida. Los pedruscos graníticos y los espinos secos. Las encinas dormidas y los brezos con flor. El grito del arrendajo al llegar a la poza.

Antes se hizo en casa también un bocadillo de monstruo por hacer la gracia completa. Algunos monstruos despreciados suelen estar exquisitos. El hígado de rape, rosado y blancuzco en crudo, parece la lengua de algún marciano accidentado y conservado en bourbon en cualquier área 51 de Nevada junto con los dientes de Kennedy y el tupé lacado de Reagan. Quitó las pequeñas venas metiendo los dedos y el cuchillo, operando sin miedo. Luego puso la pequeña víscera en agua de mar y zumo de reineta un buen rato. Secó, salpimentó, empaquetó el hígado en film y lo hirvió al vapor unos pocos minutos. Más tarde, ya frío, cortó filetitos mientras se cocinaba el puré de manzanas, bulbo de hinojo y jerez. Metió unas cuantas lonchitas entre dos rebanadas de pan challah, embadurnó su interior con el puré y añadió pequeñas medallas de rábano picante. Bocadillo de monstruo. Es lo que ahora almuerza tras el premio de haber luchado con otros. Propios o del río. Refresca el hambre con una cerveza bien cargada de lúpulo leonés. No hay mejor amargura. La otra mejor dejarla en casa. Ya lo decía Vázquez Montalbán “La comida, destruye el cuerpo y puede matar el alma a través de sus agentes, como el colesterol y… la nostalgia es la censura de la memoria” Pero el bocadillo de hígado de rape sólo tiene colesterol del bueno y la memoria, refrescada por los rabanitos y la cerveza helada no le duele, ahí sentado, en el terciopelo húmedo de un cancho alto. En los huecos de la rocas hay pinturas de otras eras. En el agua oscura de este río ve el brillo de los ojos de los amigos que no están. Alonso Quijano peleaba con aspas y odres. Él con peces y zarzales. Porque solo hay monstruos dentro. Solo ahí hay peligro.
 

 

lunes

ODA

 

 

    Un bosque enorme, oscuro. Nuestros pozos de tirador son mucho más hondos que los que hacen los yankis. Nosotros tenemos lo sacos de plumón, los termos llenos de caldo y de café. Me reúno con el capitán Dronne y con Putz para estudiar el mapa y unas fotografías aéreas de ayer. Muchos soldados alemanes, varias baterías, puede que veinte carros, o cincuenta. Vuelvo de mal humor a mi pozo. No es lo mismo veinte que cincuenta. Es lo que hay. La nieve brilla mucho aunque sea de noche y haya luna menguante. Me meto en el saco. Bajo el verdugo de lana hasta el cuello. Abro el termo de caldo. Alta cocina de Negro. En su otra vida fue camarero y cocinero en un hotel de lujo de Barcelona. El caldo está exquisito. Me saco el diario de la guerrera. Escribo a oscuras. Me siento bien. Caliente, abrigado, cómodo. Nada que ver con aquellos putos días de Teruel. Qué lejos aquel tiempo. Todos nos hemos dejado barba, también los yanquis. Irán de vanguardia el grupo de Walter, los tanques de Mister y nosotros con tres half-track. Antes tiene  que confirmar si veinte o cincuenta. Eso me gusta de los americanos, son meticulosos y prudentes, sus soldados han firmado seguros de vida, les mandan paquetes desde casa con queso, fotografías, cartas de la familia. En eso se nota que ganarán la guerra. Son previsores, cuidan de sus soldados. El viento sisea en las copas. Vuelve a nevar. Pero los yanquis lo están pasando mal porque a pesar de todo a alguien se le olvido enviarles la ropa interior de lana. Para previsores nosotros. Hace una semana no había nieve y todos andábamos en mangas de camisa. Lolo advirtió. Se acabó el otoño, id sacando los visones y las estolas de zorro plateado. Hacía bastante calor ese día. Tres días después, diez bajo cero. Lolo se ha marchado con los americanos para marcar el camino más ancho entre los árboles gruesos. Previsores.

 

    Escribo pocos minutos y me vuelvo a poner el guante fino y la manopla de piel. Somos expertos en el frío. Debajo de las chaquetas y los pantalones del uniforme llevamos la ropa de plumón rusa. Durante algún tiempo me he adormecido. Llevamos tres días en el bosque, casi unas vacaciones. Diez bajo cero, quince de noche. Los yanquis calientan sus judías y huele a carne rancia. A las seis de la mañana haremos el avance. Seguimos siete vivos. Conejo, Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo, yo. En alguna página debería escribir el quien es quien de todos estos nombres. Su verdad. Cuando llegamos a este alto boscoso salieron de detrás de unos abetos jóvenes un grupo grande de ciervas con sus crías ya grandes. Recordé entonces unos versos de Keats: permitid que vigile, soñoliento,/ bajo el tejado de verdes ramas, /donde los ciervos pasan como ráfagas,/ agitando a las abejas en sus campanas./ Pero,    aunque con placer imagino/ estas dulces escenas contigo. Sé por mil razones que estará muerta. Asja. Pero escribo su nombre aquí. A veces. Muchas. He dormido un rato. Falta una hora pero ya estamos todos preparados, la bolsa bandolera con las piñas, las Colt nuevas  y la Emeuno con diez cargadores llenos. Jaime engrasa y revisa las orugas de los Half y se asegura de las cajas de munición de las cincuenta. Los Sherman de Mister van a ser lentos en este bosque. Le he dicho a Conejo y a Lolo que si hay atasco nosotros a correr siempre hacia delante. Por la foto aérea he visto que a dos kilómetros hay una zona muy extensa de huertas pequeñas con linderos anchos. Un arroyo las separa del campo grande que parece un patatal abandonado lleno de maleza alta. Tengo al lado del pozo un trozo de madera blanca de los troncos desguazados por los obuses de ayer. Me lo acerco a la nariz y huelo la resina, me parece el perfume de una buena colonia. Como sin hambre un trozo de tasajo. Si seguimos vivos en esta guerra es por la comida de Lolo. Tiene su orégano y su pimentón, su punto de sal y de azúcar. Es importante comer antes de todo el jaleo.

 

    He sentido como entraba y como salía. El pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño. Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes en el liceo de su padre leyendo enciclopedias y artículos de Eliseo Reclús y Anselmo Lorenzo en viejos periódicos. La pistola americana pesa mucho más pero nunca se encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados. Risas. En otro tiempo. Tal vez en el futuro. Dos boches armados de guardia con los ojos entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho. Era una casona grande. Bien hecha. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban los peines a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor, cordita. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos soldados yankis vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el hombre pudo disparar su Mauser. Pero él también falló por apuntar a bulto y sólo me atravesó la carne del hombro por encima del hueso. Se me cae la pistola como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la Browning de la izquierda. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado. No le sale acerrojar. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho de madera maciza con caras angulosas talladas. Liberto les mete tres cartuchos de dinamita con mecha corta. Se derrumba todo. El tabique que nos separa de ellos también ha reventado. El techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos. Ráfagas del naranjero de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha. Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esa batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por la tarde, Leclerc habla y habla mirando el mapa. Tiene que gritar. Se están reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Le escucho muy lejos. Leo los labios. Llevo un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor.

 

    Quedan varias horas. La cama esta fresca. Las sábanas limpias. Los chicos están en las otras habitaciones. Hay uno que ronca fuerte. Se escuchan a lo lejos las explosiones, el zumbido de los aviones muy altos. La alcoba tiene una pequeña estantería. Libros antiguos bien encuadernados. Me recuerda la habitación de Ariadna. Si me concentro casi recuerdo el olor de sus axilas. Ella me aficionó a escribir un diario. No soporto la comodidad. No quiero engañarme. La habitación tiene también un pequeño escritorio desde el que escribo ahora. Un gran espejo roto. Un balcón grande que da a un huerto abandonado. Aún crece salvaje una tomatera. Desmonto la Browning. La Astra me la limpia Elmer. Cojo un libro al azar. Los hermanos Karamázov en alemán. Vuelvo a pensar en Gracián Jaraíz. Ni siquiera lo abro. Temo leer. Volver a cuando podía leer horas y horas en la penumbra de las tardes de verano. Abro un cajón del escritorio. Está lleno de plumas. Me llevo tres que escriben y un pequeño tintero de viaje aún lleno de tinta azul. Relleno los cargadores de la pistola y los del naranjero. Vuelvo a la cama. Me vence el dolor del hombro. Volvemos luego al cuartel de Leclerc. Repite el plan, la necesidad. Explica sobre un plano por dónde es mejor entrar y salir. Están todos los hombres, también los nuevos. Hay luna y haremos mucha sombra. Negro y Liberto dudan. Leclerc vuelve a explicar. Quiere convencer. Nunca se cansa. Jaime vuelve a dormirse mientras están liados sobre el mapa. Han traído dos cajas de las nuevas granadas que funcionan. Cada cual llena bien su bolsa de bandolera. A Ariadna no le gustaba Dostoyevski. A Gracián sí. Elmer me da la pistola Astra limpia y bien engrasada. Debemos caminar cinco kilómetros. El santo y seña es “cotidiano” pero a los últimos soldados franceses no les ha llegado ni el orden de batalla de mañana, ni la seña. Grita Lolo: quien coño os va a dar por culo a estas horas. Luego se queda unos minutos y les explica todo. Tantas veces hemos abierto fuego ante la duda. Negro y Liberto van delante. Nosotros esperamos. Avanzan cien metros y si no hay bulla hacemos igual nosotros. Hemos entrado a ciegas, en diagonal, cada uno en su área para no matarnos entre nosotros como otras veces. Me quedaba al final sólo una granada y un cargador de la Astra. El último hombre que maté tiró el fusil y pudo sacar la bayoneta. No vemos nada. Es mucho más fuerte que yo y aunque le tengo agarradas las muñecas mueve los brazos a su antojo. hundo la cara en su cuello, abro mucho la boca y logro morder su nuez de adán. Está dura, cruje, luego siento la sangre caliente que entra también por mi nariz y casi me ahoga. Afloja las manos y suelta la bayoneta para intentar agarrar mi cabeza. Lolo y Conejo parece que están muy mal heridos. De los veinte nuevos han muerto trece. Nos largamos de allí espantados, como si hubiéramos cometido un crimen, sin decir ni una palabra. Casi al amanecer viene Raymond Dronne a vernos a la casa. Jaime no se despierta, sigue roncando. Nos felicita. Pregunta cuantos. Sólo han vuelto tres. No se me va el sabor a sangre de la garganta. Al día siguiente logran avanzar los refuerzos yankis y tomamos por fin la ciudad.

 

    Al día siguiente, Conejo, por joder, saca el gramófono de la casa reventada del alcalde y elige uno de los pocos discos sanos que han dejado los obuses. Comienza a sonar la sinfonía n.º 9 en re menor, op. 125 de Beethoven mientras los soldados rendidos, sentados en el suelo, con las manos tras la cabeza, esperan a que lleguen los camiones que les lleven al campo de prisioneros. A uno de ellos, que está junto a Conejo, que apenas tendrá veinte, le sangra un oído y tiene la mano destrozada, mal vendada con una bufanda sucia, baja los brazos, sonríe, le pide un cigarrillo. Yo tocaba el oboe en la orquesta de mi ciudad. Dice el boche. Conejo es blando, rebusca, le da un paquete entero que el alemán tiene que abrir con los dientes. Luego el paquete pasa de prisionero en prisionero hasta que se termina. Gracias señor. Dice el soldado en español. Estudiaba su idioma antes de todo esto. Conejo no dice nada. Hace un gesto como de espantarse una mosca. El chaval comienza a recitar los versos de Schiller “An die Freude    Freude, schöner / Götterfunken / Tochter aus Elysium, Uno de los americanos que pasa le da una patada pero él sigue recitando.  Estoy sordo de este oído pero el otro me funciona. ¿sabe que Beethoven no podía oír cuando se estrenó la novena? Siguió la música con una copia de la partitura. Wir betreten feuertrunken, / Himmlische, dein Heiligtum. Conejo se saca otro paquete de la bolsa. Se enciende uno y tira el resto del paquete a los prisioneros que, en lugar de pelearse, se reparten los cigarrillos con orden y luego, ya encendidos, tras dar dos o tres caladas, comparten con los suyos el pitillo A Ludwig Le llamaban el español, porque era bajito, muy moreno, con el pelo liado como el suyo y el cuello gordo. Deine Zauber binden wieder, / Was die Mode streng geteilt; Alle Menschen werden Brüder, Wo dein sanfter Flügel weilt. Entonces Conejo traduce las palabras. Todos los hombres vuelven a ser hermanos / allí donde tu suave ala se posa. Su abuela era española. Seguro que no lo sabes. Y prisionero se golpea con la mano sana la rodilla. ¡Claro que lo sé!, se llamaba María Josefa Poll, su abuela por parte de madre. Y el amigo más íntimo de Beethoven, con el que se iba de parranda por las cervecerías de Viena, era un violinista negro, George Bridgetower, al que dedicó la Sonata Kreutzer, aunque luego se enfadó con él. ¡Señor español, que yo no soy nazi, sólo soy un soldado alemán! El chaval rebusca en su chaquetón y se saca una fotografía chamuscada en la que un adolescente da la mano a Jesse Owens. Mi padre corrió en ese agosto del treinta y seis contra él y se hicieron amigos. Conejo lee la dedicatoria. Para Stefan, con la esperanza de que sea tan gran deportista como su padre. Un abrazo. Jesse. La espera se hace larga. Los soldados están agotados. Por fin llegan los camones. La Novena hace rato que se ha terminado. Español ¿puede ponerla otra vez? Conejo carga el resorte con la manivela y vuelve a mover la aguja en el comienzo del disco. Los prisioneros se levantan y se colocan en fila. El joven soldado comienza a cantar en voz alta los versos de Schiller y se siguen otros muchos boches. Freude trinken alle Wesen /  An den Brüsten der Natur; / Alle Guten, alle Bösen / Folgen ihrer Rosenspur. / Küße gab sie uns und Reben, / Einen Freund, geprüft im Tod.

 

    Han pasado algunos años. Conejo está conmigo en el Teatro da Trindade de Lisboa. La Joven Orquesta de Viento de la Unión Europea toca la Oda a la Alegría y en ella toca su nieta el Oboe. A la salida un anciano alemán se acerca saludarnos.

 
 



jueves

UTZ Y UNA TRUCHA DE PORCELANA


Llegaste a la ciudad un mes después de la caída del muro. Lo primero era pisar la Berlin Alexanderplatz que te contó Alfred Döblin y ver en un museo el careto a Nefertiti. Después tomar una jarra de un litro de cerveza por cincuenta pesetas en la cantina de la Universidad y vaguear por una ciudad gris llena de Trabant y fruterías donde vendían grosellas. Habías leído a boleo a algunos escritores alemanes sin haber comprendido aquel enorme agujero. Hermann Hesse, Heinrich Böll, Ernst Jünger, Günter Grass, Berthold Brecht, Stefan Zweig, Walter Benjamin... Pero el pozo estaba siempre ahí, entre sus palabras, agazapado, muchas veces invisible. En ocasiones parece una cicatriz o un silencio o una elipsis más o menos afortunada. Siempre enorme. La demolición científica de Europa. El fascismo triunfante, tan aplaudido por los dueños del dinero, arrasando las vidas, los sueños, las ficciones de tantos. Luego vencido y superado y enterrado. O no tanto. 

Junto a la tienda en la que compraste por fin las grosellas; también unos huevos, unas patatas y una cebolla con las que luego harías una triunfante tortilla de patata a tus anfitrionas alemanas -ellas hicieron un suntuoso guiso de carpa asada mechada con tocino ahumado-, había un diminuto escaparate con todo tipo de anticuados achiperres para pescadores. Pinchadas sobre un tapón de corcho había unas cuantas moscas ahogadas montadas con unos hilos más grises que la ciudad y unas plumas de becada cazada en un bosque austrohúngaro. Te llevaste todas por otras cincuenta pesetas junto a una medallita de cobre de la “Conquista de Berlín”, ¡ya chatarra bélica para turistas!, dijo el vendedor en perfecto español con acento cubano. A tu regreso te faltó tiempo para volver a leer a Herman, Stefan, Walter, Günter y al resto de brillantes derrotados. Luego, cuatro meses después, te escaparte de nuevo hacia el Ibor para probar esas moscas del triste y agotado realismo comunista.


Hoy vuelves muchas veces a Benjamin y a Jünger, ¡tan opuestos!, y mucho menos a todos los demás. El día de abril que probaste las feas moscas alemanas, triunfaste. No paraste de luchar con grandes peces que a veces te rompían el sedal y a veces acababan en tus manos. Ese año cumplías veinticinco. Ayer perdiste la última de aquellas moscas ahogadas, se la llevó de piercing una carpa que se podía haber puesto a hablar contigo como el pez de Grass o ser hermana de la que te comiste en Berlin aquel diciembre de asombros. Por la noche te has acordado de una fotografía en la que posas con el puño el alto junto a otros tres amigos en la Karl-Marx-Platz y de aquellos días de primavera, lluvia torrencial y peces gigantes en la parte baja del Ibor. Nada ha cambiado allí. Cada dos o tres años, según el azar especulativo que llena el embalse, aparece un viejo molino y una ciudad muerta. Por la noche has releído a Walter otra vez “Quien sólo haga inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en el que el investigador logró atraparlos"... La trucha de porcelana es danesa, de los años 30, comprada a una anticuaria de Praga por culpa de Chatwin, pero esa es otra historia.


viernes

LA TRUCHA Y LA COMUNA


1871, Wilhelm, el padre de Isak Dinesen estuvo en esos días por París. Fue tratado con cortesía y pudo ver cómo la “república universal” podía ser un hecho. Luego Karen convertirá en heroina huida a una cocinera del “Café Anglais” en su cuento “el festín de Babette”. ¿20.000, 50.000 muertos por los bombardeos y represión posterior? La Comuna de París, y sobre todo los hechos sociales únicos que allí se inauguraron, asombraron a Marx, hicieron temblar a la burguesía republicana y sobre todo a los tipos que estaban inventando y construyendo todos esos nacionalismos incipientes que hoy nos encierran y apestan. 

La Comuna sería luego mal historiografiada, vilipendiada, fabulada y utilizada a su interés por los apologetas del socialismo real o por los más rancios conservadores. Pero de toda aquella palabrería podemos rescatar tres hechos cristalinos y hermosos: la quema de la guillotina en la plaza de Voltaire para simbolizar que no debía de haber jamás conexión entre revolución y cadalso. La destrucción de la columna de Vendône construida para glorificar el imperialismo napoleónico y que fue derribada para condenar la guerra entre los pueblos y para demostrar la fraternidad internacional. Y la creación de la “Unión de Mujeres para la Defensa de París” que comenzó a reorganizar el trabajo femenino y a luchar por el fin de la desigualdad económica basada en el género.

Gustave Coubert participó en la Comuna de París “soy partidario del socialismo y de todas sus sectas” (Recuerdo haber leído que antes, en pleno Segundo Imperio, Napoleón III el puritano, se había liado a bastonazos con su obra “Las bañistas” porque en ella se ve el grandioso culo de una campesina desnuda poco “charmant”, pero es un culo real, verdadero, precioso alejado de toda idealización femenina)

Courbet es delegado por el sexto distrito de Paris al Consejo de la Comuna y artífice de la Federación de Artistas. ¿Su grito de guerra? “¡Hay que encanallar al arte!” Tras el asalto del ejército es detenido en junio de 1871. Va a la cárcel, es torturado, se libra por los pelos de ser fusilado. ¿Y tras salir de la cárcel de qué se acuerda? ¿Qué pinta? Vuelve la mirada a su pueblo Ornans y al río de su infancia, el Loue. Y pinta “La trucha”. Luego se va al exilio, a la miseria. Muere el 31 de diciembre de 1877 en la Tour-de-Peilz. Pocos días después los cuadros de su taller y sus herramientas de pintor se venden en subasta pública.

Todos los pescadores de cierta edad tenemos guardadas algunas “naturalezas muertas”, bodegones fotográficos que entonces nos parecieron bellos y al poco mostraban su estampa sosa, opaca y triste. Me gusta mucho Courbet, tanto el realismo exuberante de sus desnudos (imposible olvidar “el origen del mundo”) como esta simple trucha, aunque esté muerta, recién pescada. Ha pintado aquí hasta el hilo para que no confundamos su trucha con otros peces cogidos con red u otras artes. El cuadro está en París en un lugar importante del museo D´Orsay.

sábado

AUTORRETRATO


Me conmueve este paisaje. No me canso de mirarlo. Me recuerda al viejo Humboldt. Menudas vistas. Cuentan casi todo lo que valoramos de la tierra. Además es un cuadro grande, de casi metro y medio por dos, que permite a su autor precisar los detalles con espacio suficiente. Nada que ver con esos micropaisajes del XVII y XVIII, que seguro que los pintores se quedaban ciegos dando pinceladillas. Thomas Cole nació inglés pero se convirtió en artista en los Estados Unidos gracias al comerciante y mecenas Luman Reed, que le pagó un largo viaje por Europa. Allí se bebió las obras de Constable y a Turner. Luego se pasó casi un año vagueando por Italia con el caballete y la caja de colores a cuestas pintando ruinas y paisajes. Con mecesas así, da gusto.

El cuadro está en el Metropolitan Museum de Nueva York y creo que hice la visita para ver sólo esta pintura. Se titula: "Vista del Monte Holyoke, Northampton, Massachusetts, tras una tempestad" o también “The Oxbow”. Pero en realidad es un autorretrato de propio Thomas. Se le ve feliz, optimista, tranquilo. Saborea el placer de mirar el perezoso meandro del Río Connecticut. A Cole le gusta disfrutar del sol, la lluvia, hasta de la subida a caballo que ha hecho al monte Holyoke cargado con la sombrilla, comida, abrigo y todos los achiperres de pintar. A un lado se puede contemplar la sierra salvaje y sin civilizar, una selva fría en la que además está cayendo ahora la tormenta. Al fondo, ocupando todo el horizonte, campos de cultivo fértiles, la gran América agrícola, la tierra de promisión, la Arcadia fértil y libre con la que soñarán los europeos durante generaciones. Naturaleza y civilización conviven en armonía. El río baja brillante y limpio. 

En Europa la revolución industrial quemará la vida de tres generaciones. Las chimeneas de las fábricas y los desechos líquidos comenzarán a envenenar el aire y el agua. Pero aquí no se ve nada de eso. Me quedo con Thomas, medio escondido entre los arbustos, con su sombrero puesto, “mirando a cámara”, trabajando en lo suyo con absoluta libertad. Cuando salí del museo hacía mucho frío. Aún humeaba el gigantesco boquete donde estaban las Torres Gemelas como un apocalíptico Dust Bowl. En las reservas indias había casinos y el sueño de América se había reducido a aquel "El hombre del salto” del que luego escribió Don Delillo.

domingo

RÍO DE MESETA

Entre el Valle de los Aviones y el Risco Amarillo había un pozo. Agua en todo lo alto, encima de un risco de granito desgastado ¿Quién haría el agujero allí? es un lugar muy raro. Más arriba hay un poblado paleolítico bien escondido entre el monte a salvo de los expoliadores.
Desde el Pozo Airón se veía el gran río en toda su belleza. Más abajo estaba el Salto del Macho y el Cerro la Lobera. Imagino que desde allí se oía el runrún o el rugido de los rápidos según las estaciones. En el agujero había agua limpia y fresca, aunque se necesitaba cordel y cubilete para llegar al fondo. Todo se civilizó por aquí pero todo era aún salvaje. Se abandonó, se fueron o les echaron. El matorral, las carrascas. el tejón, el elanio, el torvisco, la garduña, la digital, las nemópteras sustituyeron al pastor y al barquero, al molinero y al hortelano. Prefirieron los pueblos recogidos y seguros. 

Ese día llevé veinte metros de cordel y un vaso. Subí agua de la penumbra y bebí. Era dos de mayo y hacía bastante calor ¿Cuantos años habían pasado desde que antes otro saboreó ese agua tan fresca? De bajada cogí bastantes espárragos y luego tenté a un gran barbo que subía por la desembocadura, encelado ya. Grande, comizo, nervioso, que en dos segundos nadó hacia el escarabajo e hizo sonar el sedal roto como un tiro, a medias silenciado por el agua. Luego han hecho un carril casi cerca. Hay vacas y van sus cuidadores. A veces otros pescadores de cebo se ponen en el estrechamiento. Pero nadie sube hasta lo alto para descubrir el pozo y otear como antes las zonas planas del Este por donde estaban los largos arenales y el paso somero y fácil cuando el río iba bajo en verano.

Me he acordado hoy de esas exploraciones veinteañeras. Bajaba en paralelo por el pequeño río hasta llegar al grande, adivinando y perdiendo a veces el paso entre los riscos. No había senda. Me asombraba la cantidad de grandes lagartos ocelados que se calentaban sobre los canchales, los corcetes molestos por mis ruidos, las perdices cruzando de ladera a ladera y los miles de escarabajos negros y rojos comiendo polen encima de las flores que luego te subían por la camisa. Tambien he recordado esa primera certeza de estar de paso, ser un bicho más, frágil como todo. O más. Esa certeza desconcierta al principio, no es fácil, borra genealogías de dioses y de héroes, desmonta artilugios filosóficos, puñados de arrogancia y trascendencia. Pero también nos limpia los ojos para ver lejos y entender de dónde es la belleza.
Fui por allí muchas veces con la engañosa seguridad de creer que podía volver a pisar ese lugar a mi antojo, de que al año siguiente volvería beber y a vencer al barbo o a intentarlo.
Tengo que volver, me digo ahora, dudando ya de casi todo. Tengo que volver, vuelvo a escribir, porque si no quieres volver es que has dejado de ser pescador.


martes

PARA TODO LO DEMÁS

Los que a veces la vimos de cerca, lo sabíamos. Ese valor, el privilegio, lo extraordinario. La joya, el perfume, la caricia de una hora de libertad, un día de vida entero y tuyo, o compartido, regalado, lento, no obligado. El simple placer de estar ahí, de leer una página perfecta, de tocar el cantueso, de caminar al aire.

A los que la miraron yo los detecto pronto, ese punto de arrogancia, casi de chulería, de me-importa-una-mierda-lo-que-me-digas o digan de mí, o de cualquier cosa. Esa sonrisa grande de placer sin reservas, la forma de afirmar y de negar, de perder el tiempo o de ganarlo, de apartarse de carreras, largosplazos y aplazamientos, su forma de escribir, de llenarse de río, de estar en silencio. Son los que fueron y volvieron, o los que vieron no volver al hijo, al padre joven, a la amiga, al amor. Nunca están amargados, sonríen casi siempre y tienen, ahí en el fondo, esa chispa tan rara. Por aquí también hay. Los admiro, quiero y respeto. Me da igual lo mucho que saquen los pies del tiesto o por eso. Casi todo lo que escriben vale e importa, y hasta cuando no vale, me importa.

Ahora “la peste” nos ha mostrado a todos lo que tiene valor. Nos ha enseñado lo que era precioso y nuestro, y lo que era apenas decorado, paja, nada. Eso que era tan evidente para algunos, ya antes.

A veces he vivido por otros, he pescado por otros muchas horas, teniéndolos presente, no olvidando, brindando por ellos con mi vino y mi tiempo. Diciéndome: no gastes lo escaso, derróchalo en esto que te gusta y que a él tanto le gustaba. Ya sabes, te dijo (y fue lo último), disfruta. En esa palabra lo concentraba todo: leer, mirar lejos, pasear por la intemperie, comer lo rico, cocinar para quien quieres, besar con deseo, reír con ganas, pescar mucho, saborear la cerveza, hablar con el hijo de cualquier cosa.

Estos días “la peste” me han recordado de nuevo todo eso, tan fácil de olvidar en cuanto la vida cotidiana, más o menos normal, arranca otra vez hacia su aullido interminable, su prisa, obligaciones y apariencias.
El primer día que vuelva al río lo haré con ellos, por ellos, para decirles que no les olvidé y que este placer del agua, la dicha del torrente, del derroche de vivir con arrogancia, lo aprendí en su compañía y que también he querido enseñárselo a mi hijo el pescador. Para todo lo demás ya está la escuela.

20 - 20


Tocamos la Vía Láctea con la lengua y es rugosa. Bebemos la última de las diez Woll Damm con humo de colores compartido y no sé dónde te doy cincuenta y siete besos. Tienes mañana un viaje. Te vas. Me veo de pronto sólo en una calle estrecha y cuesta arriba escuchando con nitidez los clic del sónar del murciélago, un perro ronco incansable, una moto sin escape que al poco chocó contra algún muro de las lamentaciones y un trozo de silencio con sabor a chicle de fresa ácida me llenaba la boca. Llego a la casona de mis abuelos, abro con la llave mágica de platino iridiado, bebo un litro de agua helada, me como dos rosquillas, cojo la caña, el sombrero y me duermo caminando con el piloto automático puesto, sin tropezar ni una vez, sin perder ni un paso, sin entender aún hoy como se pueden recorrer cuatro kilómetros caminando a oscuras, utilizando la deslumbrante luz de las estrellas de una noche muy nublada de abril y recitando en bucle ese poema de Octavio Paz que antes me has clavado en medio del oído con la boca muy abierta y tu voz entera dentro del ombligo. Cuando abro los párpados estoy en la poza Ancha, sentado en medio del pedrusco pulido en el que un día de riada había bailado una canción de Lou Reed y entendido el miedo humano al Diluvio Universal y otros apocalipsis. Quiero pasar el sedal por las anillas y hacer un nudo doble pero no veo nada, , sigo deslumbrado por el recuerdo del brillo fluorescente de tu cuerpo delgado, o esa certeza de que nunca estaré tan cerca de la piel de nadie, ni de tu voz caliente susurrando la palabra secreta para volver allí, y que ahora no recuerdo, ni ya nunca. Tarda en amanecer un siglo pero me siento muy seguro con el culo pegado al borde de aquel cancho gigante lleno de líquenes y pellejos de larvas de caballito del diablo. Creo que nunca he vuelto desde entonces a beber tanta cerveza o tanta espuma salada del origen del mundo o con tanta sed un verso de cualquiera. Aún sigo muy borracho cuando lanzo detrás de la última corriente, a quince metros, el chorro cae vertical sobre lo más hondo de la poza. Dejo hundir mucho rato el señuelo y al tensar el sedal y abrir de nuevo los ojos un monstruo de esos de Lovecraft muerde desde el detrás del abismo y me tira de la roca, o tal vez me he caído yo sin ayuda de la bestia. Soy buen nadador por entonces. Ni siquiera el agua helada y el miedo me borran del todo el estado de gracia o de pedo. Llego a la orilla en el que las raíces rojas y negras de un árbol gigante, a medias medusa y a medias garra, beben directamente del río. Allí, medio sentado, voy recogiendo hilo con el agua por el cuello, hasta que mil años después o mil uno tirando de la soga, siento el gran pez ya rendido, boqueando a un palmo de mi cara, precioso, furioso, vencido. Te juro que escuché el verso que recitabas tú, apenas una hora antes, saliendo ahora de su garganta de trucha derrotada:

“Encerrada en un anillo de luz
la bestia de yerba duerme con los ojos abiertos,
la luna desentierra navajas,
el agua de la sombra se ha vuelto un fuego verde.
El espejo es de piedra y la piedra ya es sombra,
hay dos ojos del color de la cólera,
un anillo de frío, un cinturón de sangre,
hay el viento que esparce los reflejos
de Alicia desmembrada en el estanque.”

Y aún lo sigue recitando cuando la libero, mientras vuelve a lo oscuro, lenta, perezosa, segura en su olvido de pez. Salgo a la orilla, hago fuego, sale el sol, la tierra arranca en su giro diario y apenas chirría. La bruma del alcohol compartido se va disolviendo. Era 20 de abril y tenía 20 años. A veces intento recordar la palabra secreta para volver allí y sólo recuerdo el puto poema de Paz.

miércoles

GINTONIC CONTRA COVID 19


He escuchado esta mañana que los médicos tratan a los enfermos de COVID 19 con cloroquina y la hidroxicloroquina y me he acordado de mi amiga Francisca Enríquez de Rivera, una señorita pija que se casó con Virrey Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, IV conde de Chinchón, y que en el verano de 1630 se estaba muriendo sin remedio. Al principio era algo de fiebre, luego vómitos, más fiebre alta, tiritonas, debilitamiento general e imposibilidad para comer. Los mejores médicos españoles del virreinato probaron todos sus potingues, drogas y tratamientos, pero nada la curaba. La condesa va a morir sin remedio como tantos españoles, debilitada por una terrible y extraña fiebre convulsa. Entonces, una criada india que la cuidaba, le dio a probar un potingue amargo que muchos pueblos andinos tomaban para curar esas fiebres mortales. El remedio, ante el asombro de todos los matasanos, curó a nuestra Francisca.
Otras fuentes sugieren que fue Diego Torres de Vázquez, jesuita y confesor del virrey, quien le indicó que probase con esos polvos hechos de corteza de un árbol, que había visto tomar a los indígenas. Se dice que los médicos del Virrey no se atrevieron al principio a dar la la condesa el bebedizo indio y probaron antes con otros muchos enfermos de fiebres que había en el Hospital de Lima y estos se curaron. Entonces lo tomó la condesa y voilá!.
Los Condes de Chinchón, cuando regresan a España, no se cansarán de recomendar ese fármaco mágico: la quina, los "polvos de la condesa" que salvarán la vida a partir de entonces a miles de europeos. La sustancia se extrae de diferentes especies del género Cinchona, que se llama así porque el naturalista sueco Carlos Linneo le puso el nombre en honor a nuestra amiga la condesa de Chinchón. Las principales especies son la Cinchona calisaya o quina amarilla, la Cinchona ledgeriana, la Cinchona succirubra o quina roja y Cinchona officinalis. Todos son árboles que se dan en territorio andino: Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú y Brasil. Luego Carlos III enviará a Perú y a Chile una expedición organizada por los botánicos Hipólito Ruiz y José Pavón, a la que se sumó el médico y botánico francés Joseph Dombey. Nuestro experto en los ingredientes del gintonic Hipólito Ruiz escribió la “Quinología o tratado del árbol de la quina” y luego nuestro gran botánico Celestino Mutis escribió otro tratado sobre la quina: “El Arcano de la Quina” (1828), obra póstuma publicada en Madrid en 1828.
El inglés William Cunnington, a fines del siglo XIX, inventó un refresco carbónico con extractos de quina, el “Tonic Cunnington”. El potingue es amargo así que para mejorar el pelotazo antipalúdico los ingleses le añadieron el alcohol que tenían entonces más a mano: la marinera ginebra. Y voilá el gintonic! 

Ahora, moléculas más modernas que fabricamos a partir de aquella viejísima quina peruana, se utilizan como un tratamiento experimental para luchar contra el COVID 19. No debemos olvidar que de las selvas que estamos arrasando salieron y salen miles de fármacos eficaces. Gracias a los bosques y selvas, los árboles y, sobre todo, gracias al conocimiento ancestral de los indígenas, contamos con un montón de moléculas con principios activos curativos como la popular aspirina o esta famosa quina “de la condesa”. En estos tiempos en los que estamos haciendo desaparecer para siempre muchos ecosistemas salvajes del planeta deberíamos considerar, de forma egoista, que dentro de ellos tal vez esté el remedio de enfermedades futuras.

Extremadura era una zona palúdica. Gracias a los nuevos tratamientos con derivados de la quina, la desecación de humedales, la introducción de la gambusia y las campañas de profilaxis se erradicó en 1964. Don Jaime, mi estupendo profesor de Ciencias Naturales de primero de BUP, nos hablaba de aquello. Él tuvo malaria. Hoy hay vacunas, mejores profilaxis, mosquiteras buenas… pero cada dos minutos muere un niño por la malaria, 600.000 personas al año. 200 millones de casos clínicos anuales. La enfermedad que más mata... La enfermedad que más ha influido en la historia de la humanidad.

Durante este confinamiento cuarentenero echamos de menos los gintonic de nuestra amiga Pituka. Los hace con ginebra Nordés, tónica sin azúcar, hielo roca y todo tipo de yerbas de la madre celestina. El primero hay que saborearlo despacio y con buena conversación, el segundo hay que compartirlo, con el tercero ves a dios o, en su defecto, y con ganas de fiesta, a quién vivía en aquel perdido paraíso boscoso mesopotámico que salía en el Génesis.
(Dedicado a Ignacio Rojo Herguedas, que me recordó ayer esta historia)