domingo

RÍO DE MESETA

Entre el Valle de los Aviones y el Risco Amarillo había un pozo. Agua en todo lo alto, encima de un risco de granito desgastado ¿Quién haría el agujero allí? es un lugar muy raro. Más arriba hay un poblado paleolítico bien escondido entre el monte a salvo de los expoliadores.
Desde el Pozo Airón se veía el gran río en toda su belleza. Más abajo estaba el Salto del Macho y el Cerro la Lobera. Imagino que desde allí se oía el runrún o el rugido de los rápidos según las estaciones. En el agujero había agua limpia y fresca, aunque se necesitaba cordel y cubilete para llegar al fondo. Todo se civilizó por aquí pero todo era aún salvaje. Se abandonó, se fueron o les echaron. El matorral, las carrascas. el tejón, el elanio, el torvisco, la garduña, la digital, las nemópteras sustituyeron al pastor y al barquero, al molinero y al hortelano. Prefirieron los pueblos recogidos y seguros. 

Ese día llevé veinte metros de cordel y un vaso. Subí agua de la penumbra y bebí. Era dos de mayo y hacía bastante calor ¿Cuantos años habían pasado desde que antes otro saboreó ese agua tan fresca? De bajada cogí bastantes espárragos y luego tenté a un gran barbo que subía por la desembocadura, encelado ya. Grande, comizo, nervioso, que en dos segundos nadó hacia el escarabajo e hizo sonar el sedal roto como un tiro, a medias silenciado por el agua. Luego han hecho un carril casi cerca. Hay vacas y van sus cuidadores. A veces otros pescadores de cebo se ponen en el estrechamiento. Pero nadie sube hasta lo alto para descubrir el pozo y otear como antes las zonas planas del Este por donde estaban los largos arenales y el paso somero y fácil cuando el río iba bajo en verano.

Me he acordado hoy de esas exploraciones veinteañeras. Bajaba en paralelo por el pequeño río hasta llegar al grande, adivinando y perdiendo a veces el paso entre los riscos. No había senda. Me asombraba la cantidad de grandes lagartos ocelados que se calentaban sobre los canchales, los corcetes molestos por mis ruidos, las perdices cruzando de ladera a ladera y los miles de escarabajos negros y rojos comiendo polen encima de las flores que luego te subían por la camisa. Tambien he recordado esa primera certeza de estar de paso, ser un bicho más, frágil como todo. O más. Esa certeza desconcierta al principio, no es fácil, borra genealogías de dioses y de héroes, desmonta artilugios filosóficos, puñados de arrogancia y trascendencia. Pero también nos limpia los ojos para ver lejos y entender de dónde es la belleza.
Fui por allí muchas veces con la engañosa seguridad de creer que podía volver a pisar ese lugar a mi antojo, de que al año siguiente volvería beber y a vencer al barbo o a intentarlo.
Tengo que volver, me digo ahora, dudando ya de casi todo. Tengo que volver, vuelvo a escribir, porque si no quieres volver es que has dejado de ser pescador.


1 comentario:

  1. Preciosa entrada, especialmente para los que ya tenemos unos años y recorrimos las sendas de nuestros ríos en la época en que todo parecía inamovible, nosotros inmortales y esa certeza de lo pasajero todavía no nos dolía.

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