Me pregunta mi hijo el pescador porque nunca uso esa caña tan vieja que guardo en la vitrina. Entonces le cuento su historia... estamos en 1938.
Llevamos también un paquete para Jan que nos ha entregado un brigadista polaco.
Llevamos también un paquete para Jan que nos ha entregado un brigadista polaco.
—Es la
herencia de un familiar que ha muerto —miente.
No hemos
resistido la tentación de abrir la maleta y descubrir que se trata de una
vulgar escopeta de caza, una caja de cartuchos, una cañita de bambú y una nota
escrita en checo.
Cuando
llegamos por fin al puesto de mando sobre la Venta de Camposines el general
ordena enseguida la distribución del envío.
Dalmau, el
cubano ligón y risueño había aprendido rápido a apuntar con sus cañoncitos del
treinta y siete. Le han dado por muerto más de una vez, sobre todo cuando en la
quinta contraofensiva ocupaba la cota 496 y durante días, sin interrupción los
obuses de la artillería y las bombas de la aviación convirtieron el pequeño
monte en un paisaje lunar en el que había desaparecido cualquier atisbo de
vegetación. Lo que había sido un bosquecillo de maleza quedó convertido en un
desierto la noche en la que Dalmau y cinco de sus artilleros decidieron escapar
a otra posición. Habían sobrevivido haciendo pozos y túneles en los que se ocultaban
como topos cuando arreciaban los bombardeos y de los que salían sólo para
apuntar a los tanques que se aproximaban con un par de cañones Puska-Maklen tan
certeros que eran el asombro de todos. Pedimos al general llevar con nuestra
gente las piezas para los cañones y los obuses a Dalmau y accedió con un gesto
antes de volver sobre sus mapas preparando ya la retirada.
Comienza a
llover de nuevo y la noche es muy oscura, las mulas en fila, los hombres
agarrados a sus colas y delante un brigadista de piel oscura que parece saberse
el camino con los ojos cerrados y lleva, cuando puede, suministros y comida a
la gente de las cotas más inaccesibles. La lluvia torrencial silencia cualquier
ruido, los relinchos de los animales cuando resbalan por la pendiente, la caída
de alguna de las cajas, los juramentos de los hombres que han perdido ya la
noción del tiempo y la distancia y caminan sin rumbo asiendo las crines de las
mulas como el único cabo que les salva de los abismos que imaginan.
—Joder que
el guía es un moro, que me fijé en él cuando llegamos a la Venta —dice inquieto
Evaristo.
—Y qué
cojones te importa el color de su jeta —le abronco.
Llegamos a
la posición de Dalmau pocos minutos antes del amanecer. Ha dejado de llover y
ya se ve algo pero no hay ni rastro de los soldados en la posición.
—¡Dalmau
Putón! —grita el moro.
—¡Horda
salvaje! —grita la inconfundible voz de Juanín desde algún lugar invisible.
Los
soldados van saliendo de los escondrijos, unas extrañas cuevas que han excavado
entre las piedras y los desniveles. Nos abrazamos todos pero no da tiempo a
más, alguien grita.
—¡Ya vienen
los aviones!
Y salimos
en estampida para los escondrijos dejando las seis mulas solas cargadas con la
suficiente munición para hacernos volar a todos. Pero los Heinkel pasan
rasantes y descargan sus bombas en otra cota cercana. Salimos de nuevo a
descargar las mulas y el moro sale corriendo con las caballerías en cuanto
están todas las cajas en tierra.
—Adiós pito
corto —dice el moro.
—Hasta
luego horda salvaje y ebria de sensualidad —le grita Dalmau parafraseando a la
Pasionaria en cierto discurso que había generado tiempo atrás un cabrero
importante entre los marroquíes y demás árabes que había en las Brigadas
Internacionales.
Llega el
siguiente grupo de aviones y corremos con las cajas hasta la entrada de una de
las cuevas. La tierra es esponjosa y la lluvia la ha convertido en una espesa
pasta en la que las bombas suenan huecas y a veces no explotan. Se quedan
clavadas, casi totalmente enterradas en los charcos de lodo. Los defensores han
construido una serie de trincheras y estrechas cuevas de entrada diminutas en
las que hay que meterse casi arrastrándose. Desde algunas de ellas se dominan a
la perfección los pequeños valles por los que comienzan a correr los tanques
con la infantería detrás. En cuanto pasan los aviones sacan un poco los cañones
de las cuevas y apuntan con cuidado.
—Tápate los
oídos y cierra los ojos —grita el cubano.
Y al
instante parece como si se fuera a hundir la tierra del estruendo. Trozos de
tierra desprendiéndose de las paredes del cubículo, humo picante y un doloso
zumbido en los oídos que no desaparecerá en muchos días.
—Te dije
que te taparas los oídos coño, disparamos así para que sea más difícil que nos
detecten.
Cuando se
aclara el humo veo abajo un tanque incendiado, pero vuelven los aviones alemanes
sembrando de bombas el cerro una y otra vez. Para la gente de Dalmau todo esto
parece ser una rutina, pasada de aviones y bombardeo, intento de avance de los
tanques y la infantería, vuelta a sacar la punta de los cañones, apuntar,
disparar, nueva pasada de los aviones y obuses de artillería intentando
aniquilarnos, así una hora, dos, tres, cuatro horas. Deben ser las doce cuando
todo se para, no vienen más aviones, los tanques se retiran.
—La hora de
comer —dice alguien y los soldados comienzan a abrir las cajas de comida que
hemos traído.
—Cojones,
esto es una escopeta como las que usaban los señoritos de mi pueblo para
apiolar venados y este palillo es una caña fina para pescar truchas —afirma
quién ha abierto la caja para Jan por error.
—No es una
escopeta camarada —le corrige Dalmau quitándole el arma de las manos— es un
rifle exprés de lujo, Holland&Holland, inglés con grabados en oro. Este
chisme vale una fortuna, pero sólo sirve para cazar elefantes y no tanques, ni
Chirris, ni Messer. Y este palillo es una estupenda caña americana de bambú refundido
Nos han
caído encima docenas de bombas durante toda la tarde. Ya no escuchamos las
voces de los otros, sólo un zumbido agudo y lejano y el estruendo opaco de las
granadas cuando explotan, la vibración suave de los aviones cuando hacen el
picado sobre nuestra posición. No nos hablamos porque no podemos oírnos,
estamos sordos, solo los gestos y los ojos nos sirven para decirnos cosas,
abrir de nuevo el agujero por donde sacamos los cañones, limpiar sus
mecanismos, cargar, apuntar, disparar, esconder de nuevo las piezas, aguantar
la rutinaria pasada de los aviones, Dalmau se encarga de apuntar con una de las
piezas y logra un acierto de cada cinco tiros para asombro del general y maldición
del enemigo. A mi solo me asombra que sigamos vivos, que ninguna de los cientos
de bombas que caen por todas partes haya entrado por pura ley de la
probabilidad por alguno de los agujeros y nos reviente a todos.
Está apunto
de ponerse el sol y Juanín grita a uno de los soldados que recorra las
posiciones y averigüe cuántos cañones quedan en uso para mañana. Entonces
aparece Jan cubierto de barro de la cabeza a los pies, con algunas heridas en
la cara y en las manos pero sonriente como siempre.
—Nos han
caído cerca una granada y se ha cargado el cañón —dice a Dalmau.
No nos
reconoce. Tenemos todos el mismo color pardo, la misma costra de polvo húmedo.
—Hola Jan,
veo que aún no estás muerto.
Nos
abrazamos y le entrego la maleta.
—Te he traído
de Madrid un regalo de tu amigo Héctor el polaco para que te distraigas un poco
y nos caces unos conejos para la cena o unas truchas del Ebro.
Abre con
cuidado la maleta de buena piel de avestruz y bisagras de bronce y no puede
reprimir el asombro cuando descubre el arma y la caña de pescar. Toma la nota y
lee en voz alta y en castellano: «el viejo se ha ido al infierno, estará feliz
cazando monstruos en la oscuridad, dejó sus libros y sus armas y esta caña para ti y yo
respeto y acepto con gusto su decisión. Firmado: Hans».
Vuelve de
pronto el chirrido de los aviones, el temblor de las primeras bombas. Escucho
perfectamente el silbido agudo que se acerca y el estruendo del mundo
derrumbándose sobre nuestras cabezas. Doy brazadas en la tierra caliente con
los ojos cerrados, siento que nado dentro de la lava de un volcán. El calor me
asfixia, me quema la cara y las manos, cuando logro salir a la luz descubro que
el azar ha hecho por fin su trabajo y ya no hay cueva, ni hombres, ni cañones,
sólo un amasijo de cuerpos rotos, trozos de chatarra y barro caliente. Como
muertos vivientes que regresan de sus tumbas van saliendo los soldados que aún
están vivos de debajo de la tierra, Dalmau se arrastra por el barro con una de
sus manos destrozada. Otros se van tocando todo el cuerpo buscando las heridas
que no sienten, que no duelen, Evaristo grita algo que nadie puede oír y Jan,
de rodillas, intenta sacar el maletín de debajo de unos cascotes humeantes.
Entonces vemos contra el sol la silueta del avión que hace un giro amplio para
volver sobre sus pasos aunque los demás Messerschmitt ya se retiran.
Imagino al
piloto joven, arrogante, hermoso, embriagado de la precisión de su máquina
flotando sobre el horizonte naranja, casi rojo. La voz de su jefe de
escuadrilla.
—Felicidades
Franz, la cota está por fin despejada.
La
respuesta embriagada del piloto.
—Voy a dar
una última pasada para ver el trabajo y dar gusto al dedo.
—De
acuerdo, nosotros ya nos vamos a casa. Vamos abriendo el vino para festejarlo.
No hay
lugar para esconderse, el piloto nos va a aniquilar con sus ametralladoras,
todos estamos pegados al suelo tenemos la certeza de que para el piloto somos
un sencillo e inerme blanco inmóvil. No sabemos que no puede vernos, que para
él somos pedazos de roca tapizando un suelo ocre iluminado en oblicuo por los
últimos rayos de sol que dejan escapar las nubes.
Unos
instantes antes de que el avión nos pase por encima veo a un miliciano que se
levanta, quita de las manos la maleta a Jan, saca el rifle, mete dos cartuchos
y apunta al aparato. Sólo espero el momento en el que suenen las ametralladoras
del Messerschmitt y el soldado caiga destrozado, pero el avión pasa sin haber
disparado, veo entonces salir el fogonazo del rifle y al soldado caer de
espaldas.
—Hay
resistencia —grita el alemán por la radio en el momento en que siente en el
timón de cola la vibración que le indica que le han alcanzado.
—Déjalo
para mañana Franz. Por hoy ya les dimos su ración.
Le ordena
el jefe de escuadrilla.
Pero el
piloto no hace caso, gira varias veces el timón a derecha e izquierda, arriba y
abajo para asegurarse de que el alcance no es grave.
Nos
acercamos corriendo al soldado que se ríe mirando al cielo con el labio partido
sangrando copiosamente. Puedo leer sus labios lo que grita una y otra vez.
—¡Le he
dado a ese cabrón nazi!
El avión de
la vuelta otra vez en el horizonte. Esta vez un giro corto, un navajazo rápido
sobre el sol antes de volver en picado hacia nosotros. Ahora sí vemos los
fogonazos blancos de sus ametralladoras, las salpicaduras de tierra que se
acercan y Jan en pie con el Holland&Holland encarado. Recuerda que su amigo
el barón nunca había querido reparar el muelle del segundo tiro, que el
cartucho de la recámara es tan inútil como un cigarrillo húmedo, «iam mens
praetrepidans avet vagari, iam laeti studio pedes vigestcunt. Ya mi corazón,
impaciente, ansía viajar, ya mis piernas, alborozadas, recobran sus fuerzas»
recuerda al viejo barón, el gran cazador del que ha aprendido los secretos de
los bosques, cómo seguir el rastro de los búfalos por los herbazales, dónde
apuntar cuando carga el león y no hay más lugar para trepar que el propio
miedo. El miedo es la más fabulosa de las armas con las que cuenta el cazador,
susurra Von Beumelburg al oído asombrado de un adolescente que bebe por primera
vez licor de ciruelas. En ese segundo antes de apretar el segundo gatillo Jan
se fía de su miedo, se apoya en él para apuntar el rifle, sabe que ningún
cazador regalaría jamás un arma rota. La ráfaga está a punto de llegar. Imagino
la mueca rabiosa del piloto alemán atenazando el timón con el botón del disparo
presionado con fuerza y Jan pensando por un instante «hay que apuntar al
piloto» pero en otro instante rectifica y piensa no, «al motor». Esta vez
escucho levemente el estruendo del express haciendo eco en el valle a pesar de
mis oídos reventados. La desaparición instantánea de la hilera de balas que se
aproximaba, el brusco cambio de rumbo del avión, el chorro de humo negro y
espeso que sale del costado del aparato mientras se aleja y va perdiendo altura
en una lenta parábola hasta chocar contra el suelo y explotar en una llamarada
parecida al color del sol.
Jan abre la
báscula. Saltan las dos vainas metálicas humeantes. Se agacha a recoger una de
ellas, le tiemblan las manos mientras mira de cerca la nítida marca que ha
dejado la aguja en el pistón. Ni una mueca, ni un gesto. Sopla el cañón del
express y murmura algo en checo que no logro escuchar.
Todos
gritan, le abrazan, él alza el rifle y da un grito largo y fuerte que retumba
en los valles ya en penumbra. No grita el soldado valiente sino el cazador.
—Jan nos
salvó el pellejo —me cuenta Evaristo mientras va ordenando los papeles que me
ha traído— aunque te parezca increíble abatió un Messerschmitt con un rifle de
caza ante nuestros ojos el día antes de la retirada del Ebro. Él siempre
recordó aquel instante como el mejor tiro de su vida. La caña, ahí la tienes, él
me la regaló antes de irse. Nunca la he usado pero siempre me ha dado suerte. Es
tuya.
...Y el hijo pescador se queda en silencio, imaginando aquel instante de una guerra remota.
...Y el hijo pescador se queda en silencio, imaginando aquel instante de una guerra remota.