Pescó el
primer lucio cuando tenía veinte años. Sus peces naturales habían sido siempre
las truchas y los barbos, los ríos y los torrentes de montaña. Pero siempre le
pareció simpático aquel pez de boca enorme, apetito insaciable y preciosa
librea de verdes fluorescentes y azulados.
Amanecía aún
cuando trotaban ya hacia el sur, esta vez con el hijo pescador. Quería ver el
brillo de sus ojos cuando luchara por primera vez con uno de esos peces.
Le gustaba
conducir así, todos dormidos, mientras el recordaba otros tiempos y otros años.
Días de dormir en la orilla del Orellana rodeado de alacranes y de paz.
Él era de ríos
limpios, de caminar siempre, de acechar las aguas rápidas y cristalinas, pero
hoy era invierno y quería ver como luchaba su hijo el pescador con un lucio, a
ser posible grande. Esa primera pelea nunca se olvida.
Conducía despacio hacia
el sur una mañana muy fría de enero y salía entonces el sol. La felicidad nunca se olvida.
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