Madrugar como
siempre. Despertarse antes del amanecer y en cinco minutos estar ya camino del
río. A veces habías dejado a la novia de pechos de amazapán y, apenas con dos horas de sueño, salías caminando con la resaca y la botas altas puestas, la noche muy
cerrada, hora y media de camino por carreteras y senderos llenos de fantasmas y
mastines ladradores para llegar al torrente el primero y subir pescando sin
nadie por delante. Más tarde,
ya con coche, aquel Seína que volaba, no puedes olvidar la música de Knopfler en
el cassette, ni el olor helado del bosque ese primer día. Ni la extrañeza de
haber dejado la cama caliente y la caricia suave de una hada que te besaba en sueños por estar caminando sólo, en la penumbra con una trocha apenas adivinada, para llegar
el primero ese día de la desveda a la tabla larga y profunda donde te esperaban las truchas más
grandes. Dejabas a un hada de carne y hueso por las etéreas ondinas del agua y
no sabías porqué. Y luego, ya en la ciudad, durante tantos años, tocaba hacerse
muchos kilómetros en medio de la noche más cerrada, por carreteras vacías, no sabías si huyendo o regresando, siguiendo un instinto
persistente que nunca habías perdido, igual que los salmones o las anguilas
vuelven a los ríos que una vez fueron su casa, siguiendo un olor, o un
recuerdo, o un sueño.
Madrugar como
siempre. Ahora acompañado por el hijo pescador que tal vez no entiende tu pasión
y tu empeño por salir tan temprano y llegar el primero para estar
allí ese primer amanecer de la temporada. Llueve mucho, no hay nadie, pescáis en
completa soledad. Te sientes muy feliz. La garganta está bellísima, muy llena y transparente,
igual que siempre fluye en tu memoria de niño, de adolescente, de joven, de
padre.
Ha pasado
mucho tiempo. A veces te gustaría escribir a aquella novia lejana de pechos de mazapán
que ahora tiene hijos como tú o al hada que te sonreía entre sueños... o a todas
las que amaste y que te amaron, por las que sólo sientes gratitud y ternura. Te
gustaría contarle que, aunque te ibas siempre con las ondinas del río, allí, solo, rodeado de la furia de la corriente y la paz de los robles dormidos,
caminando a tientas por el agua, concentrado en no caer, en
adivinar las posturas de las truchas y las palabras del agua, pensabas siempre en
ella. Te gustaría explicarle que no podías sacarte de la cabeza su sabor y su
risa, el brillo de sus ojos y su voz en un susurro en medio de la noche nombrando
la felicidad y sus misterios. A veces te gustaría escribirle, saber contarle todo esto. Porqué late tu corazón mucho más fuerte cuando bajas ese primer día entre las
jaras y los alcornoques gigantes camino de tu poza preferida, porqué sonríes
cuando escuchas ya a lo lejos el agua muy crecida y bronca, porqué te sientes
tan vivo arriesgándote a cruzar la corriente para llegar a ese recodo oscuro
donde las ondinas cantan esa canción antigua que te hechizó para siempre siendo un adolescente.
Ha pasado
mucho tiempo y mucha historia. Madrugas como siempre. Aún falta muchos minutos
para que amanezca. Caminas por la trocha que baja hasta el molino de las Siete
Piedras. Ya estoy de vuelta Ondinitas.
¡Cuanta vida en esos madrugones...!
ResponderEliminarY hoy también, no se si volviendo o huyendo. ¡Cómo diluviaba este amanecer! y qué placer sentir tanta lluvia encima. Me salió un Gran Duque de muy cerca, enorme y silencioso. Me hizo sonreír.
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