Han sido unos
cuantos miles de años caminando, así que lo extraño es que nos hayamos
acostumbrado tan pronto a estar sentados todo el día mirando de cerca una
pantalla luminosa. Más de dos millones de años si nos remontamos al género homo, más de doscientos mil años si sólo
tenemos en cuenta a sapiens, son
muchos años caminando sin parar y mirando lejos. La locura y la tristeza, la
obesidad y el colesterol, la cobardía y la miopía son el resultado de no hacer
caso a nuestros genes y no salir todos los días al camino a mirar el horizonte.
Muchos de
nuestros congéneres están encantados con esta nueva vida de comodidad y
sedentarismo, sólo hacen ejercicio o deporte por prescripción médica o porque
está de moda o para conseguir y lucir esbeltez. Unos pocos, en cambio, no
soportamos estarnos quietos, nos tira el instinto al campo y sólo allí nos sentimos en paz, reconfortados, tranquilos. Sin duda hace miles
de años ya éramos pescadores, nómadas, culos de mal asiento y aún seguimos siéndolo. Es llegar al
río o al mar y sentir en el cuerpo que se está en casa. Es comenzar a caminar y
descubrir como la memoria ancestral recuerda aquello y los sentidos están atentos
a la tierra irregular, la maleza, las piedras, el complicado suelo de debajo del
agua, este mundo real lleno de dimensiones que nada tiene que ver con el colorín
plano de la pantalla.
El joven
pescador también lo nota. Le cuesta mucho la humillación de estar sentado
tantas horas y tantos días aprendiendo obediencia y ciencias abstrusas en libros obsoletos y en obligatorios ejercicios
de amanuense en lugar de aprender ciencia y conocimiento metido en el mundo,
con maestros sabios que muestran y descubren, que no amaestran y exigen
silencio. También él sale corriendo en cuanto puede y se ve libre, sale
corriendo lejos a hacer cosas, a tocar la tierra y descubrir de
primera mano sus misterios.
El joven
pescador pregunta por qué tienen color las cosas, o por qué delicado equilibro
orbital la tierra está a la distancia justa del sol para no
achicharrarse o helarse y que exista el agua líquida, o se queda pasmado ante la trucha que ha salido de la
nada y en el último instante ha rechazado su engaño. El caso es estar allí y
nunca quieto, subir río arriba durante horas, tal vez cansado pero nunca hastiado
o aburrido, mirar muy lejos pero también cerca, con los ojos de la cara y con
los de los pies para no tropezar, caer y hacerse daño.
El joven
pescador mira al viejo. Le asombra aún su precisión para meter el diminuto señuelo en
los rincones, su resistencia para no agotarse aunque lleven en danza todo el
día, su permanente sonrisa y su optimismo cuando está allí en el torrente
distraido de todo, concentrado en el agua.
El joven pescador piensa que unos olvidaron
pronto todo esos miles de años de camino, son felices sentados y no añoran los
tiempos de los largos viajes e intemperies, se sienten bien conduciendo máquinas,
presionando botones y teclas, siendo espectadores de los sucesos imprevisibles
del presente. Y otros, los
pescadores andantes, no pueden olvidar aquella historia, no se ha borrado de
sus genes el nomadismo, el placer de la brisa lejos de la ciudad, la dulzura
del cansancio que da el andar durante todo el día, el placer de lograr tocar un
pez y sentir que siguen dominando el arte de sobrevivir con pocos artefactos, aunque
sea por una horas y como un juego.
De todo esto
elucubra, opina y discute de vuelta de la garganta el hijo pescador. Ha
comenzado una nueva temporada truchera. El tiempo, la primavera, el brillo del sol, los
peces les ofrecen de nuevo el mejor espectáculo del mundo: la vida en el camino
a pie de río y ellos dentro.