martes

HACERSEVIEJO



En el cole no teníamos la asignatura de “hacerseviejo”. Tampoco después nos enseñó nadie que el tiempo va cambiando nuestro cuerpo. La juventud o sus apariencias eran la meta y la felicidad. La vejez era siempre cosa de otros a los que ya de niños o de adolescentes o de jóvenes veíamos viejos.

Nadie nos enseñó a vivir con un cuerpo que se cansaba, en el que se acumulaban achaques a veces molestos, fastidiosos, dolorosos, permanentes. Nadie nos explicó que poco a poco tendríamos más arrugas, gafas, pastillitas que tomar ya para siempre, huesos que podían romperse, prótesis de titanio, menos pelos, menos fuerzas, menos futuro, nada de juventud. Nos ocultaron de qué iba todo esto. O no quisimos verlo. O imaginábamos que seríamos viejos dentro de muchos años, en un futuro muy remoto.

He conocido a algunos jóvenes maravillosos que se derrumbaron cuando se hicieron viejos, se dejaron morir sin morirse, dejaron de hacer y de ser como eran. No pudieron entender de verdad porqué y cuándo les había ocurrido todo eso. He conocido a algunos jóvenes, a los que yo quería, que no llegaron a viejos aunque lo deseaban, ellos sabían que serían unos viejos muy felices, rozaron la madurez, atisbaron todos esos años por venir, pero murieron, el cuerpo les falló, a veces falla aunque no sea viejo.

También he conocido a unos pocos jóvenes que sí han llegado a tener todo ese montón de años que les hacer ser viejos. Aceptan su presente, las nuevas limitaciones físicas de sus cuerpos, el fastidio del dolor o los achaques, pero siguen haciendo cosas, teniendo brillo en los ojos, viviendo sus aventuras, considerando que antes o después, sólo somos presente. Estos viejos no son más sabios pero saben todo lo que se debe saber sobre la asignatura de “hacerseviejo” y se puede aprender mucho de ellos. Ahí está el gran pescador Guy Roques, es mi ejemplo. Cuando sea viejo, que será pronto, porque siempre es pronto, quisiera ser como él.

Deberíamos aprender desde muy jóvenes que en pocos años, porque siempre son pocos, nos haremos viejos. Que hacerse viejos es lo que hay en el futuro, en todos los futuros. Que debemos aprender a vivir con un cuerpo distinto al que hoy tenemos, un cuerpo que hay que cuidar más o menos, un cuerpo que funcionará mucho peor que el de ahora, que tendrá sus fastidios, sus dolores, sus traiciones pero que puede seguir dándonos muchas o algunas alegrías.

Mi hijo el pescador que tiene sólo quince años, ya me ve viejo y eso que sólo tengo cincuenta. De alguna forma lo soy. Mientras tanto seguimos pescando río arriba, ¿verdad Guy?

jueves

NOVEDAD


Busca de nuevo ese secreto. Lee, piensa, indaga, descubre por Internet las preciosas locuras emplumadas que inventan otros pescadores que hablan japonés, alemán, francés, inglés, español, sueco… El señuelo mágico, la novedad más efectiva, el último material de montaje, el más raro o atractivo para las truchas.

Hay dos mundos frágiles separados por casi el infinito. El de las ninfas en lo profundo, el de las secas en la frontera entre el aire y el agua. Desde allí van creciendo innumerables universos paralelos, todos los que inventa la imaginación de miles de pescadores a mosca cada día.


También es pescar este ejercicio, este tiempo derrochado explorando, inventando señuelos, aprendiendo de otros. Cae la primera lluvia fina en la ciudad y los transeúntes se refugian en el borde cubierto de la acera, se emparaguan, se abrigan como si el agua pudiera doler. A él le gustaría estar lejos, en la intemperie, junto a un río, apurando estos últimos días de septiembre, dejando de lado la teoría.

martes

IGNOTO


Después de miles de años de estar habitado este valle por los hombres no hay roca, peñasco, arroyo o árbol que no esté adornado con un nombre, una historia o una leyenda. Pero en muy pocas décadas todo este saber ya casi se ha borrado, sólo quedan desnudas denominaciones en las cartografías y los linderos legales. En este pequeño río se han parado a beber, descansar o pescar muchos hombres antes que tú, generaciones. Sólo hace falta mirar con atención las rocas marcadas, los senderos medio perdidos, las cicatrices de los viejos árboles.

Una vez viniste aquí con tu hijo el pescador pero no dejaste marca ni pusiste nombres nuevos a las pozas o las piedras más raras. Sólo contaste, con la frágil solidez de la voz, ciertas leyendas escuchadas por ti cuando eras niño y que aún recordabas. Hoy has vuelto. Montas con parsimonia, sin prisa, la caña de bambú y te has puesto a pescar. La pequeña garganta enseguida se embosca y a veces hay que lanzar de rodillas. Las truchas son pequeñas, negras, muy voraces. Tienen una cabeza grande que no se corresponde con el tamaño del cuerpo. Son muy peleonas, rabiosas, no dejan de retorcerse hasta que no las sueltas. La soledad se siente como si fuera terciopelo. Pescas con unos tricos grandes, muy flotones. Sabes que pueblos antiguos dejaron más arriba, en abrigos poco profundos, signos extraños y mudos porque hace muchos siglos perdieron el sonido que los afinaba. 
Tú no has escrito aún nada perdurable ni has marcado ningún símbolo en las rocas de la orilla, sólo mantienes esta arcaica afición a pescar, algún gen paleolítico te encarna. No pudieron con su química los diez mil años de agricultura y vida sedentaria, tal vez porque a ese gen el sabor del cereal o el de la carne de los animales mansos le parecía algo sosa y sin misterio, quizá echa de menos el sabor del montuno o del pescado salvaje, las ondinas, las sirenas, los grandes atunes que se extinguen. Aunque ya no los matas y a ti lo que te hechiza sea sólo la certeza que los peces que tocas no tienen ningún dueño, también su invencible furia cuando se saben libres o el frescor de este paraje paleolítico olvidado que hoy te esconde. Este gen ancestral y todavía vivo, mezclado con otros ya neolíticos (tu gusto por el pan recién hecho...), tira aún de tu cuerpo hacia los ríos, atraído por la dificultad de pescar y tocar truchas secretas, por perderte durante muchas horas sin hablar ni pensar en las promesas, los trabajos o el ruido. Una conversación de grullas te distrae. La “uve” vuela muy alta. Sales de la penumbra hacia una pequeña pradera seca para mirar el cielo y localizar el bando más alto que las nubes. Luego vuelves al agua y el río es una fiesta. En cada postura pica una, pero tener esta certeza no le resta ninguna emoción a cada lance, es lo contrario, una emoción más grande y más intensa te vuelve más atento, más feliz, más concentrado en el tricóptero de pelo y en todos los segundos de tu vida.

Se perderán las leyendas, los mitos y los rastros que dejaron los hombres en todos los rincones del paisaje. El ocre de los signos de  las cuevas de arriba se irá difuminando y las sendas se llenarán otra vez de zarzas y de ortigas. Aunque esperas que algún día, dentro de mucho, cuando tampoco tú existas, venga aquí el hijo pescador para acechar otra vez las truchas negras, asombrarse por el canto de las grullas y dejarse acariciar por el frescor de este arroyo diminuto e ignoto o del sonido que producen las palabras que marcas o que escribes aquí, cuando estás sólo, disfrutando de un río en la memoria. También suya.